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Diagnóstico

sábado 22 de octubre de 2022
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Cuando a Pablito Chafloque el médico le determinó que el cáncer que padecía ya no podía ser controlado y le quedaban de cuatro a seis meses de vida, se vio a sí mismo como un pericote gris acorralado por un enorme gato negro que juega con su presa antes de asestarle el mordisco mortal. La vida había decidido morderlo con un cáncer lento y doloroso.

—¿Ahora qué hago? —pensó agitado Pablito Chafloque, parado en una esquina céntrica de Chiclayo, sosteniendo tembloroso la receta e indicaciones que le había dado el médico. Miró al cielo. La oscuridad de la noche fresca mordía lentamente los trozos de la tarde. Suspiró. Oyó el llanto de un bebé y sintió un ligero sobresalto en su pecho. Buscó al bebé con la mirada y lo encontró a un par de metros de él en un cochecito rosado que empujaba una mamá joven con el cabello largo, azabache. Pablito Chafloque se olvidó por algunos segundos de su mala noticia, mientras su mirada recorría cada espacio del cuerpecito de la bebé. La mamá se paró al frente de la criatura a averiguar por qué lloraba, y fue inevitable para Pablito ver el trasero redondo, apretado por un jean nuevo, de aquella joven mamá.

—Tengo que hacer algo —se dijo Pablito Chafloque al sentir cómo los latidos de su corazón iban aumentando—: me voy a morir.

Se echó un poco de aire en la cara con los papeles que tenía en las manos. Con el dedo índice apretó contra su nariz los lentes de medida y caminó rápido para evitar la erección que sentía nacer en ese momento.

El silencio y la oscuridad de su dormitorio le devolvieron el vacío que había sentido en el estómago al recibir la mala noticia.

En una hora llegó a su casa. Alquilaba un cuarto con baño incluido en una zona de clase media. Su sueldo de supervisor en la fábrica de juguetes le alcanzaba para un departamento de soltero en el centro de la ciudad, pero él siempre había querido vivir en aquel exclusivo suburbio, aun cuando tuviese que limpiar por sí solo su habitación. El silencio y la oscuridad de su dormitorio le devolvieron el vacío que había sentido en el estómago al recibir la mala noticia.

—Voy a morir en unos meses —recordó sollozando, y dejó caer los papeles que todavía llevaba en la mano. Se echó en la cama—. Tengo frío —susurró abrazándose—. Y, en ese momento, deseó estar en los brazos de alguien.

Un llanto de bebé lo despertó a medianoche. Era la bebé de su vecina, Yaku. Yaku se había mudado hacía dos semanas con su hijita, y alquilaba el otro dormitorio que tenía la casa. A Pablito Chafloque nunca le avisaron que iba a tener vecinos. Yaku apareció de un día para otro. Diecinueve años, madre soltera de una niña de cinco meses. Así se presentó ella, sosteniendo a su bebé en brazos, la tarde que se cruzaron en la sala de estar. Pablito Chafloque salía por una gaseosa del refrigerador cuando vio el cabello castaño y los ojos verdes y achinados de Yaku. La bebé estaba muy tranquila y callada en ese momento, tapada con una manta azul, y Pablito Chafloque alcanzó a ver sólo una parte de su pálida cara.

—¿Se siente bien? —preguntó Yaku buscando los ojos de su vecino.

Pablito había hecho un gesto de desagrado al sentir el olor a marihuana y ron que provenía de Yaku.

—Sí, todo bien —dijo desviando la mirada al cuerpecito de la bebé.

—¿Le gustan los niños? —Yaku señaló con la cabeza a la criatura.

Pablito Chafloque sintió arder sus mejillas.

—Un poco —agachó la mirada.

—Entiendo.

—Bueno —resopló Pablito y logró sonreír—. Bienvenidas —hizo un gesto con la cabeza y regresó a su dormitorio con la gaseosa en la mano.

 

Desde hacía dos semanas era así: minutos antes de la medianoche, Pablito Chafloque se despertaba al oír el llanto de la hija de Yaku, pero de un momento a otro ese sonido desaparecía. Como cuando se cierra una puerta, y las voces enmudecen. Sin embargo, esa noche, cuando terminó el llanto de aquella bebé, apareció en la cabeza de Pablito una idea que lo mordió, igual que un indigente poseído por el hambre muerde una manzana.

Se levantó de la cama casi saltando. Encendió la luz. Se lavó la cara. Limpió sus anteojos y volvió a ponérselos. Cerró por completo la cortina de la única ventana, y se paró frente a la pizarra colgada en la pared de su dormitorio. Suspiró profundo, observando cada uno de los recortes periodísticos que había pegado en la pizarra. Recortes periodísticos sobre hombres que abusaban sexualmente de infantes. Hombres que para Pablito Chafloque eran héroes. Héroes que él sólo admiraba, pero no imitaba, porque sus héroes habían sido capturados por la policía y habían terminado siendo violados en la cárcel por los otros presos.

La vida había sido para Pablito Chafloque aquel enorme gato negro que juega con el pericote.

Y, hasta ese minuto, la vida había sido para Pablito Chafloque aquel enorme gato negro que juega con el pericote, arrastrándolo de un lado a otro, golpeándolo hasta dejarlo desorientado, pisándole la cabeza… Y luego zas: el mordisco letal. Y esa poca fortuna, más el miedo de ser violentado por otros hombres, lo paralizaba cada vez que deseaba tocar a una bebé.

Desde su juventud lo supo: le atraían sexualmente las bebés. Su pene se endurecía cada vez que tenía cerca a una bebé, o cuando las escuchaba llorar, como le sucedió la tarde anterior al salir del consultorio. O como estos días, al escuchar el llanto de la bebé de Yaku. Terminaba masturbándose, imaginando que su miembro viril recorría esas suaves piernecitas. “Una conchita dulce y virgen”, susurraba Pablito Chafloque con el pene en la mano.

—Ahora es distinto —dijo, frente a la pizarra—. Voy a morir en algunos meses. Tengo que hacerlo —se alentaba, sintiéndose invencible.

Observó una vez más los recortes periodísticos: “El monstruo de Chiclayo, David Roger Abad Vera, fue ultrajado sexualmente por los reos del penal de Picsi. Los presos lo castigaron porque Abad Vera violó a una niña de un año”. Terminó de leer Pablito Chafloque uno de aquellos titulares, y se le borró la sonrisa. Qué hará si lo atrapan, pensó, y vio tiradas en el suelo las recetas e indicaciones que le había dado el doctor.

—Igual voy a morir —se recordó en un susurro—. No me queda de otra: después, tengo que quitarme la vida —habló con determinación, como si alguien estuviera frente a él escuchándolo.

Y se sentó en el borde de su cama a pensar en lo que haría.

 

En unos días Pablito Chafloque tenía un plan. Había conseguido por lo bajo un arma de fuego para volarse los sesos y unas gotas somníferas. También había conseguido acercarse un poco más a Yaku, que siempre olía a alcohol y a marihuana. Pablito procuraba hablarle de Dios. Le mencionaba algunos versículos de la Biblia que había memorizado de niño en la catequesis. Ella escuchaba atenta, meciendo a su bebé. Una bebé silenciosa, arropada siempre con el mismo manto azul.

Estaba anocheciendo cuando Pablito Chafloque entró en la casa. Había comprado algunas botellas de ron y coca cola. Le prepararía a Yaku un trago donde pondría las gotitas somníferas.

Llegó muy animado a la sala de estar, y encontró a su vecina discutiendo con otra mujer en medio de la sala; por primera vez no tenía a la bebé en brazos.

—Yaku, entiende —suplicaba la mujer, mirándola a los ojos—. Esto no le está haciendo bien a nadie. Vuelve a la casa, por favor.

—Nosotras estamos bien aquí —levantó la voz Yaku—. ¡Déjanos en paz!

La mujer agrandó sus ojos verdes y achinados.

—Yaku, entiende. Desde el accidente no estás bien. Tienes que ir a ver a un especialista.

—¡Lárgate! ¡Lárgate! —gritó Yaku, señalando la puerta.

Pablito, confundido, se encontró con la mirada furiosa de la mujer. Ella vio las botellas de ron y coca cola que traía. Le frunció el ceño, resopló, y se fue sin mirar a Yaku.

Él dejó las botellas en una pequeña mesa que ocupaba una parte de la sala. Yaku se desplomó en uno de los sofás.

—¿Estás bien? —preguntó Pablito Chafloque parándose frente a su vecina.

Con los ojos vidriosos, Yaku respiró profundo.

—Sí, todo bien —miró fijamente a Pablito—. La que se fue era mi hermana mayor. De repente mi mamá la mandó. Ellas quieren que regrese a casa y estudie algo.

—Creo que eso es una muy buena oportunidad. Tienes recién diecinueve años…

Yaku chasqueó la lengua.

—Tengo que buscar un trabajo para mantener a mi hija —replicó.

Pablito Chafloque dio un paso hacia atrás.

Se levantó de su asiento y miró ansiosa las botellas de ron y coca cola que había comprado su vecino.

—Perdón, señor Chafloque —dijo de inmediato la joven, moviendo la cabeza de un lado a otro. Se levantó de su asiento y miró ansiosa las botellas de ron y coca cola que había comprado su vecino.

—¿Está celebrando algo? —rio nerviosa.

Pablito Chafloque asintió con la cabeza. Su plan empezaba a ejecutarse.

—Se podría decir que sí.                     

Yaku parpadeó confundida.

—¿Cómo así?

—Bueno —se quebró Pablito—. El doctor me ha dado de cuatro a seis meses de vida —suspiró—. El cáncer que padezco ya no puede ser controlado.

Yaku se llevó las manos a las mejillas. Algunas lágrimas terminaron chorreando el rímel de sus ojos.

—No, linda —exclamó conmovido Pablito Chafloque—. No te pongas así. Tengo que aceptarlo —y se acercó a abrazarla.

—Yo no sabía que usted tenía cáncer —dijo Yaku, separándose de los brazos de su vecino.

—Ayer me enteré —mintió Pablito—. Pasé toda la noche reflexionando y concluí que no podía tirarme en la cama a llorar. Necesito celebrar antes de que esta enfermedad empeore —suspiró hondo—. Quisiera pedirte por favor que no hablemos del cáncer ni nada por el estilo, ¿sí?

Yaku asintió y se limpió las lágrimas con el revés de sus manos.

—¿Brindarías sólo una copa conmigo? —invitó él, mirándola a los ojos—. Sé que tienes que cuidar a tu niña, pero al menos concédeme una copa.

Pablito Chafloque sonrió recordando a la bebé de su vecina. Una tarde, en la sala, estuvo a punto de sentirla entre sus manos, pero la madre se la llevó de inmediato a su habitación porque la niña había empezado a llorar. Ahora era su oportunidad de sentirla toda.

—Claro que sí —dijo entusiasmada Yaku, acomodándose el cabello—. No se preocupe por mi hija, señor Chafloque: está durmiendo.

—Bueno, iré a la cocina a preparar los tragos.

—No, no —se adelantó Yaku—. Yo lo hago con todo el cariño del mundo —y llevó las botellas de ron y coca cola a la cocina.

 

Unos veinte minutos más tarde, Yaku dormía borracha en uno de los sofás de la sala. El ron la había convertido en una persona parlanchina. Pablito Chafloque intentó varias veces preparar el trago que la durmiera, pero fue en vano. Yaku caminaba tras él todo el tiempo, contándole sobre una serie alemana en Netflix. Pablito la escuchaba impaciente, con el único vaso de ron mezclado con coca cola que se había servido esa noche.

—Yo, sólo un trago —mostraba su vaso de alcohol—. Tú sabes muy bien por qué.

Yaku rio como si hubiera escuchado el mejor chiste de su vida y, balanceándose, con el quinto vaso de ron a punto de terminarse, se acercó a su vecino.

—Nou… nou —tartamudeaba Yaku—. Ssse… Preo… cupe, señor Chafloque. Yo lo haré feliz —y se arrodilló frente a Pablito. Dejó el vaso de ron a un lado e intentó abrirle el cierre del pantalón.

—No —dijo Pablito Chafloque con un paso hacia atrás—. ¿Qué haces, Yaku? Ven, párate —y la ayudó a levantarse.

—Este… —Yaku intentaba ser fluida al momento de hablar—. Lo haré feliz antes de que se muera —rio fuertemente Yaku—. Se muera —murmuró esta vez sollozando.

Pablito Chafloque la acostó sobre un sofá y la vio quedarse dormida.

—Yaku —Pablito le palmoteaba suave las mejillas—. Despierta, mujer, despierta.

Nada. Yaku no respondía.

—Es ahora o nunca —susurró Pablito Chafloque y dejó su vaso de ron en el suelo.

Con los ojos brillantes, iba feliz al encuentro con la hija de Yaku. Su corazón dejaba escuchar sus latidos.

Abrió despacio la puerta del dormitorio de su vecina. La bebé, cubierta hasta el cuello por el manto azul, dormía en medio de una cama pequeña. Pablito con un poco de sudor en la frente se paró a unos pasos del cuerpecito de la niña.

Una fugaz náusea reemplazó su excitación inicial y trepó desde su estómago hacia la garganta.

—Es ahora o nunca —repitió, convencido. Se bajó los pantalones y el bóxer. Cerró los ojos y empezó a estimular su pene con una de sus manos—. Una conchita virgen y dulce —susurraba Pablito, sintiendo cómo su miembro iba agrandándose—. Un poco más —saboreaba el momento—. Ya es hora —dijo Pablito soltando su falo erecto y acercándose al filo de la cama. Los pantalones y el bóxer alrededor de sus tobillos le impedían caminar con libertad. Sacó de un tirón el manto azul que cubría a la bebé y de inmediato buscó bajarle los pantaloncitos.

—¡Mierda! —gritó atónito. Dio un paso hacia atrás. Los vellos del brazo se le erizaron. Su pene se aflojó bruscamente. Una fugaz náusea reemplazó su excitación inicial y trepó desde su estómago hacia la garganta. Pablito se llevó la mano a la boca. Respiró profundo.

Se acercó nuevamente al filo de la cama. Observó extrañado el rostro inerte, el brillo plástico de los ojos y el cabello símil natural, y recordó los bebés hiperrealistas que se fabricaban en su trabajo.

—¡Pero si es una muñeca!                                   

En el pecho colgaba una pequeña grabadora.

—Loca de mierda —chasqueó la lengua Pablito—. Puta madre. Con razón siempre estaba tan quieta —alzó a la muñeca. En la espalda de ésta vio pegada una fotografía. Era la imagen sonriente de una bebé desnuda, tendida sobre una manta floreada.

—¿Quién es esta? —despegó la foto. En el dorso, una fecha: 02/03/2017 – 06/07/2017. —¡Esta es la hija! —concluyó Pablito, limpiándose el sudor de la frente—. Ha muerto hace dos meses —tiró la muñeca y la foto al piso—. ¡Loca de mierda!

La pequeña grabadora salió volando y, al chocar contra el pie de la cama, se presionó el botón play del aparato. Un llanto de bebé. El mismo llanto que venía despertando a Pablito las noches anteriores empezó a reproducirse escandalosamente.

—Carajo —renegó, mientras caía de cara por el bóxer y el pantalón que enredaban sus tobillos. Con dificultad se sentó en el piso para quitarse por completo lo que le aprisionaba. Le costó encontrar sus lentes, que se le habían soltado al tropezarse. Agitado, gateó en busca de la grabadora y apagó el llanto del bebé.

—Pero, ¡¿qué es esto?! —oyó Pablito Chafloque gritar a Yaku en la entrada del dormitorio.

Levantó la mirada y vio los gatunos ojos enfurecidos de su vecina, todavía chorreados de rímel.

—¡Pedófilo de mierda! —chilló rabiosa. Y de un salto se abalanzó hacia él buscándole la entrepierna.

Acorralado, antes de que su vecina le arrancara de un mordisco una parte del pene, Pablito Chafloque creyó ver cómo ella se convertía en un enorme gato negro.

Luis Penas
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