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La Papisa, de Rafa Limones
(primer capítulo)

martes 25 de octubre de 2022
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Rafa Limones
Rafa Limones (Lleida, 1972).

Nacida en desgracia

Año del señor 822.

Las reses lecheras y algunas gallinas salían despavoridas de los corrales por los gritos y gemidos de la vaquera. No parecía que tuviese temor alguno por ser oída, ya que los quejidos monocordes, sumados a una especie de lamentos en pro del cielo, no dejaban de brotar a voz alzada.

Algunos enseres de campo rodaron por el suelo y los indicativos por la vivencia del gozo comenzaron a tornarse frases que no dejaban lugar a la imaginación a la hora de adivinar qué estaba ocurriendo en aquella vaqueriza.

—¡Lléname! —podía oírse desde el exterior—. ¡Apriétame con fuerza, Gebert!

—¡No hay más fuerza que la que notas!

—¡Entra más en mí o por Dios que hoy pagarás!

“La Papisa”, de Rafa Limones
La Papisa, de Rafa Limones (2022). Disponible en Amazon

La Papisa
Rafa Limones
Novela
España, 2022
ISBN: 978-84-19445-75-9
547 páginas

Aquel pobre desgraciado que montaba a la vaquera era un hombre delgado y de poca estatura que tenía no pocos problemas para satisfacer el apetito sexual matutino de aquella que le reclamaba más pasión. El pobre mortal, aún con el frío de la mañana, no dejaba de sudar esforzándose en contentar a la mujer, ya que, de lo contrario, debería pagar la leche con la que había llenado su cubo.

La vaquera, de nombre Eldora, apretaba contra sus carnes al canijo macho quien casi quedaba engullido entre sus dobleces. No tenía dinero el desdichado para pagar aquella necesaria leche y la vaquera no estaba dispuesta a fiarle más, por lo que habían optado por abonar el preciado líquido con los servicios carnales de aquel medio hombre, algo que sin duda ahora le producía arrepentimiento.

Gebert cayó agotado al suelo entre los excrementos del ganado y las gallinas, Eldora se giró bajando sus faldas y mirándolo con desprecio. No había cumplido con las expectativas de la mujer, el necesitado y esta, no dudó en hacérselo saber.

—Vaya suerte he tenido contigo… Otros podrían no tener para pagarme que fuesen más hombre que tú.

—Bien sabes que en otras ocasiones has quedado satisfecha, llevo toda la noche en pie velando por mi mujer.

—¿Esa es tu excusa? —Eldora escupió en el suelo de forma despectiva—. Anda, vete de aquí antes de que me arrepienta de haber llenado ese cubo…

Gebert salió corriendo del establo abrochándose a la desesperada la cuerda que ataba su viejo y descosido pantalón, bajando la callejuela embarrada que daba a las casas de la aldea de Ingelheim am Rhein, situada en la ribera izquierda del Rin en pleno corazón de Maguncia. Un lugar donde la vid crecía orgullosa, rodeada de naturaleza frondosa y empapada por varios riachuelos que daban a la zona agua suficiente para que las cosechas brotasen fuertes y generosas. El sílex adornaba gran parte de la fértil tierra que albergaba las mieses que proporcionaban una imagen idílica a la vez que poderosa de la zona cuando, desde las lomas que la rodeaban, podían visionarse.

Lee también en Letralia: reseña de La Papisa, de Rafa Limones, por Alberto Hernández.

Era junio, por lo que las viñas y árboles que crecían a las orillas de los ríos llenaban de verdes y rojos arcillosos todo el paisaje, cuando el fruto de la vid era ya visible, los atardeceres eran bastos en su paleta de colores y los olores se mezclaban con los de la tierra húmeda.

La aldea de Ingelheim am Rhein era de gran importancia en la zona debido a que el gran Carlomagno, fallecido ocho años antes, estableció allí una corte en la que se llevaron a cabo diferentes concilios. Un palacio real se alzaba orgulloso en el centro de la villa, el propio Carlomagno había visitado y pernoctado en la ciudad varias veces y desde su muerte en el 814, su hijo Ludovico Pío, rey de Aquitania, emperador de Occidente y rey de los francos, al que también se le conocía como Luis I el Piadoso, pasaba en la avanzada aldea breves estancias.

La villa se había dividido en tres zonas. La primera en torno al palacio real, donde vivían las familias más acaudaladas, aquellos que disponían de tierras o que contaban con el favor de la iglesia o de los caballeros de noble apellido que habitaban las cercanías, incluso algunos descendientes más o menos directos de la dinastía Carolingia se habían instalado allí. No había casa en aquella zona noble que no mostrase un escudo de armas a la entrada de la vivienda. Estaban hechas de madera fuerte y gruesa que guardaba de los fríos inviernos y protegía del calor en los cortos pero asfixiantes veranos.

En una segunda zona, mucho más amplia, se hallaban aquellos que se dedicaban a algún oficio: herreros, carpinteros, artesanos del cobre, carniceros, o los que trataban con telas, vinos, cereales o ganado. Era la zona del pueblo con más ajetreo, con más ruido, y el corazón que llevaba la vida a las gentes del lugar. Los mercaderes llegaban a diario, sobre todo a hacer negocios con las tinajas de vino, con creaciones en cobre o con cabezas de ganado o potros de tiro, famosos en la zona por su fuerza y resistencia para el trabajo. Las caballerizas donde se exponían los pencos eran limpias y amplias para que los tratantes pudiesen ver todo el esplendor de los animales. No muy lejos, en otras corralas se encontraba el ganado vacuno y lanar, cientos de cabezas dispuestas para la venta o el canje por otros elementos necesarios para la vida.

Algo más apartadas se encontraban las conejeras, bien cerradas con tela de malla para cuidar a los animales de los asaltos del zorro y, un poco más alejados e incluso algo tapados por maleza, estaban los cercos que guardaban a los cerdos que, aun durmiendo a la intemperie, tenían su espacio reservado, aunque alejados estratégicamente para que su mal hedor no hiciese huir a los comerciantes llegados de fuera.

Unos metros más abajo, después de una buena pendiente difícil de sortear para los carruajes, se encontraba la zona más humilde, donde las lavanderas y las gentes comunes que trabajaban los campos de los señores llevaban una vida dura y complicada. Aquella zona del pueblo ni siquiera estaba dividida en callejuelas, las chabolas se amontonaban unas al lado de otras con la intención de burlar los temporales que podían hacer caer las casas hechas de paja, ramas y, con suerte, algunos troncos y que a duras penas se mantenían erguidas. Aunque esas eran las gentes que más valor daban al pueblo con su trabajo, eran a la vez los que peor vivían y para quien las ratas eran unos vecinos más con los que convivir.

Cerca de ellos, el río, fuente de vida y alimento. También fuente de trabajo e ingresos para las lavanderas, que cada mañana se amontonaban afanadas y casi sin hablar a lavar las vestimentas y ropa de cama de aquellos que moraban la zona noble de la villa.

Y entre tanta diversidad y apogeo se alzaba orgullosa la iglesia que no estaba ni abajo en la zona pobre, ni arriba donde moraban los nobles, ni en la mitad donde el pueblo latía con más fuerza. Se había situado como por arte de magia en un espacio casi neutro donde nada ni nadie molestase, era como si quien diseñó la villa hubiera querido que la iglesia hubiese quedado al margen de todo y que, al no estar ni de un lado ni del otro, sirviese a todos por igual porque todos eran hijos de Dios. Junto a ella, el camposanto, con mucho espacio libre para dar cobijo a todo aquel que debiera reunirse con el Altísimo, aunque bien cierto era que no a muchos, aquella aldea aún era territorio pagano, ya que no fue hasta el dominio Carolingio y con la llegada de sacerdotes francos e ingleses, que el cristianismo empezó a tomar forma y los ritos paganos fueron desapareciendo poco a poco.

Se vivía aquella mañana en la zona baja del poblado una actividad frenética pese a las inclemencias del tiempo. Llovía en abundancia en toda la comarca, era una lluvia recia, que causaba pesadez en los habitantes, ya que el piso se había vuelto una alfombra de fango. Aún bajo tal tempestad, no había tiempo que perder. Una de las hijas del lugar había requerido la presencia de la matrona de la comarca y esta había acudido rauda a realizar su faena.

En una de las casas más pobres entre las ya pobres, los gritos aterradores de una mujer se sucedían mientras otras no dejaban de entrar y salir.

En el interior de una de las chabolas de madera y paja, en una de las casas más pobres entre las ya pobres, los gritos aterradores de una mujer se sucedían mientras otras no dejaban de entrar y salir de la casa afanándose en sus tareas. Una partera de brazos fuertes y manos grandes intentaba traer al mundo una nueva vida y no era fácil desempeñar aquella función, los partos eran difíciles y dolorosos y, aunque la comadrona tenía sobrada experiencia, nunca se sabía cómo podía acabar la aventura de la llegada de un recién nacido.

La matrona estaba reconocida por el derecho canónico de la Iglesia Católica. La hora del parto se consideraba un momento tan fatal y peligroso que la parturienta debía preparar antes sus mortajas y confesar sus pecados por si la muerte llegaba durante el alumbramiento. Un requisito indispensable para las matronas era recibir una licencia venida directamente del obispo de su diócesis. Antes de brindársela, se obligaba a la partera a jurar que rechazaba el uso y la práctica de la magia para llevar a cabo los partos.

Frente a la casa había llegado ya Gebert con el cubo del blanco líquido. Se mostraba lleno de nervios fruto de la suma del parto y de lo que había tenido que ofrecer a cambio de la leche que le había pedido la matrona a fin de ofrecerle algo a aquella que daba a luz. Entregó la leche a una de las ayudantes, que cogió el cubo de mala gana al considerar que el hombre había tardado más de lo necesario en llevarla hasta donde se necesitaba;

—¡Trae eso aquí, pedazo de…! —Fue el único agradecimiento que recibió mientras le arrancaban el cubo de sus temblorosas manos.

El truhan jugaba de forma nerviosa con una pequeña cruz de madera que él mismo había tallado y que llevaba colgada al cuello con un cordel, se puede ser pagano o incluso no ser creyente de nada, pero cuando el miedo azota el alma, cualquier reliquia es buena para pedirle buena fortuna.

Oía sin poder hacer nada los gritos de su mujer aquejada por el dolor del parto. Las mujeres de la aldea ayudaban a la matrona calentando agua y portando hasta la casa telas con las que absorber la sangre que brotaba de la vagina de la preñada, resbalando por sus muslos hasta el frío suelo donde quedaba mezclada con la arena y la paja. Ninguna de ellas atendía o informaba a Gebert, pasaban junto a él sin prácticamente mirarle. Algunos hombres habían acudido a su lado para ayudarle a hacer frente a los incesantes gemidos de dolor que salían de la chabola, las mujeres del pueblo se habían apostado en otra zona, rezaban en lo que parecía silencio, aunque un molesto murmullo sobresalía entre ellas.

Dentro, en condiciones poco higiénicas y deficientes en cuanto a materiales, una mujer se debatía entre la vida y la muerte por dar a luz a su hijo; estaba en pie, subida a unos bloques de arcilla que permitían a la que debía traer al mundo una nueva vida, hacer su trabajo con mayor facilidad.

La sangre y el líquido amniótico empapaban ya buena parte del suelo de la casa debido al trajín de las ayudantes y sus pisadas de uno a otro lado, las mismas intentaban con la mayor celeridad posible secar el piso para que el trabajo no se convirtiese en más pesado si cabía, ya bastante pesado era apartar a las ratas que llegaban en tropel a la llamada del olor de la sangre que se unía al ya mal olor de esa zona de la aldea.

—¿Puedo hacer algo? —Gebert estaba asustado por los gritos de dolor de su mujer y, sabedor de que lo que había hecho poco antes era doloso a los ojos de todos, se ofrecía a ayudar. La conciencia es incluso para aquellos que parecen no tenerla.

—¡Solo molestarás ahí dentro! —Una de las ayudantes de la partera contestó sin el más mínimo tacto.

—No deja de gritar, ¡la mataréis! —Gebert hizo el amago de ir hacia la casa, una mujer lo paró de malas maneras cuando se dio cuenta de lo que el hombre intentaba.

—¡Quieto aquí! Podías haberlo pensado antes de yacer sobre ella. No te preocupes, no morirá, ya sabes el dicho —la mujer bajó algo el volumen de su voz para no ser oída por quien no debía oír—, cuanto mejor es la bruja, mejor es la matrona.

Las ayudantes rieron por el comentario de la que era la de más edad, la más experimentada, la que ayudaba en todos los partos de aquella zona, un comentario de otros tiempos sí, pero que todavía tenía su uso siempre y cuando no anduviese por allí ni el cura, ni ningún soldado.

El monje tenía amplios conocimientos médicos que había aprendido de su padre en tierras escocesas, pero en el caso de los partos no se le permitía tomar parte por su condición de hombre.

El sacerdote del pueblo, Theodor, un joven monje benedictino llegado desde Escocia con la intención de introducir el cristianismo en aquella particular zona de Germania, llegó en ese justo instante y se puso junto a Gebert. El monje tenía amplios conocimientos médicos que había aprendido de su padre en tierras escocesas, pero en el caso de los partos no se le permitía tomar parte por su condición de hombre.

Aunque joven, había mostrado su valor enfrentándose no en pocas ocasiones a los paganos que aún acudían al pueblo buscando a familias desgraciadas, con la excusa de que los dioses nórdicos eran su salvación y no aquel que había muerto en una cruz como un insignificante mortal más. El monje dedicaba sus rezos a San Cosme y San Damián que, junto a San Lucas, eran los patronos de los médicos católicos y bautizados con el sobrenombre de “Los no cobradores”, por ejercer la medicina sin recibir nada de aquel que no pudiese pagarles. El monje decidió intentar dar ánimos a Gebert:

—No te preocupes, hijo. Dios no permitirá que le pase nada a Saskia ni a tu hijo, él te ayudará. Coge con fuerza tu crucifijo y reza junto a mí por sus almas.

—Padre, en este momento creo que su Dios no puede ayudarme. —El hombre no estaba para rezos.

—¡Blasfemia! Dios puede ayudar en cualquier situación. No seas pagano, Gebert, recuerda quien da la vida y quien la quita.

—Precisamente, Padre, espero que Dios no quite la vida a mi mujer. ¿Acaso no oís sus gritos? ¿Por qué permite su Dios tal sufrimiento?

—Así está escrito en el libro del Génesis, donde se cita el castigo que Dios ordenó para las mujeres en vida por la desobediencia de Eva: “Multiplicaré los sufrimientos de tus embarazos, darás a luz a tus hijos con dolor. Sentirás atracción por tu marido y él te dominará…” Y así debe ser.

Gebert se mostró irónico con el monje:

—Gracias, Padre, sois de mucho consuelo.

Otros hombres se agruparon junto a Gebert a la espera de los acontecimientos, el hombre era primerizo y los nervios estaban a flor de piel. Uno de los mozos que se acercó hasta él llevaba un pellejo de jabalí repleto de licor a base de patata y tomillo, los allí reunidos bebieron de la piel que hacía de contenedor para el fuerte brebaje, incluso el monje se rindió al espirituoso líquido con el fin de oír lo menos posible los gritos de la mujer que eran cada vez más fuertes y consecutivos.

Pasados algunos minutos los gritos cesaron. Una de las mujeres jóvenes que ayudaban a la matrona salió corriendo de la casa de Gebert, parecía llorar. La más mayor de las ayudantes también salió, se secaba las manos y negaba con la cabeza, buscó con la mirada al joven párroco.

—¡Monje! Acercaos… —Gebert palideció, el monje le miró antes de iniciar su camino. El marido y futuro padre no pudo contenerse y corrió hacia la casa, la mujer intentó pararlo en la puerta.

—¡No entres ahí!

Cuando estuvo dentro, vio cómo la matrona limpiaba a la criatura, ni siquiera la había oído llorar, fue dentro de la casa cuando escuchó el llanto de aquello que se veía envuelto en una sábana blanca repleta de sangre. Cuando miró la estancia con detenimiento vio a su esposa tendida en el suelo entre un enorme charco de sangre. La partera, ruda y de formas toscas, se acercó a él.

Muy joven era para morir dando a luz… Eres padre de una hembra.

—No he podido hacer más que salvar a la criatura, mal parto, mal asunto debía llevar dentro esa pobre mujer además de a la criatura, muy joven era para morir dando a luz… Eres padre de una hembra. —Esta le alcanzó a Gebert a la niña para que la cogiese en sus brazos, pero Gebert no apartaba la mirada de su esposa.

—¿Qué ha pasado? ¿Y ella… por qué no dice nada? —Gebert temblaba.

—Ahora es el monje quien puede ayudarte, yo ya no tengo nada que hacer aquí. —La comadrona, viendo que el padre no cogía a su hija, la dejó sobre una mesa y comenzó a lavarse las manos en un barreño.

—Pero… ¿qué decís? ¿Está muerta…? ¡Saskia! —gritó desesperado el hombre esperando que su esposa contestase.

El monje fue hasta la mujer tendida sobre la sangre y le tocó la frente, fue raudo, no tardó en darse cuenta de lo que había pasado, sacó de debajo de sus vestiduras un rosario y una pequeña biblia y comenzó a rezar por el alma de la malograda madre que había fallecido durante el parto, ya nada se podía hacer más que orar por su alma.

—Hermano Gebert, únete a mí para pedir a Dios que reciba a su sierva en el reino de los cielos como se merece. —El cura le ofreció la mano al desconsolado marido, no la aceptó, se acercó hasta la criatura, dejó sobre su pecho la cruz de madera tallada por él mismo y se dio media vuelta para salir huyendo de la casa sin mediar palabra con nadie. Hubo un momento de silencio, de confusión, de no saber si correr tras el padre o rezar por la madre, fue lo segundo lo que se decidió, el padre volvería una vez recuperado el aliento, la prioridad era la criatura y darle paz al cuerpo de la madre.

Él joven monje dio la extremaunción a la mujer que yacía sin vida en el centro de la habitación. La partera miraba la escena cansada, habían sido varias horas de parto, un parto sin éxito que, aunque había traído al mundo a una criatura, se había llevado la vida de la madre. Podía pasar, era una posibilidad que algo así ocurriese, pero, aun siendo común, no dejaba de ser una muerte horrible que además llevaba aparejada dejar huérfana de nacimiento a una criatura.

El marido y padre tenía fama de ser un gañán, un hombre de baja cuna y poca palabra, tramposo y que ya había tenido que vérselas en más de una ocasión con los señores de diferentes tierras por la desaparición sospechosa de algunas cabezas de ganado que él guardaba. Su fama de cobarde y ladrón no le habían forjado una buena reputación en la región. No así a su esposa que, aun siendo también de vida pobre y nula educación, siempre se había mostrado gentil y honesta con sus convecinos. A pocos les extrañó la espantada de Gebert, aunque todos daban por hecho que algunas jarras de vino después y con al menos dos noches vagando por algún pueblo de la zona, donde dejaría a deber algunas monedas que no tenía, aparecería de nuevo por la aldea en busca de su hija.

Pasaron días, semanas y meses. El padre no volvió al poblado, desapareció. El monje y algunos hombres del pueblo preguntaron por él en villas cercanas, en las tabernas y en casas de meretrices, pero nadie dio razón alguna de haber visto a Gebert.

Eldora también dio recados a mercaderes por si le vieren en otras aldeas de que le estaba buscando, si bien era poco hombre para ella, también era el único que se había fijado en la vaquera, aunque solo fuese para obtener leche gratis, y con la muerte de su joven esposa, Eldora vio una buena oportunidad de hacerse con un marido que, aunque enclenque, embustero y borracho, le serviría al menos para limpiar los establos.

Incluso un noble, a petición del padre Theodor, ordenó a sus soldados que saliesen en busca de aquel desgraciado por los bosques cercanos, no obtuvieron resultado alguno, la tierra parecía haberse tragado a Gebert. O bien era eso, o se había metido en algún lío de dinero y su cuerpo yacía muerto en la ribera de un río.

En edad aun temprana, una joven pareja de vecinos, Reigdig y Hannabel, se hicieron cargo de la pequeña.

La niña había sido llevada a una nodriza que residía en los aledaños de la aldea, quien la amamantó como si fuese suya. Después, en edad aun temprana, una joven pareja de vecinos, Reigdig y Hannabel, se hicieron cargo de la pequeña; la alimentaban con lo poco que tenían, pan mojado en leche de cabra y tocino cuando las cosas iban bien, aunque bien es cierto que la pequeña había tomado fama por la espantada de su padre y la muerte de su madre en toda la villa y no eran pocos los que cuando podían aportar algo de ropa de abrigo o comida, lo llevaban con gusto a la joven pareja y a la pequeña.

El monje Theodor también se sintió responsable de la pequeña y procuraba por ella llevando pan y algunas telas a la casa donde había sido acogida. La llamaron Johanna y, aunque no bien alimentada del todo y viviendo en condiciones muy básicas, la pequeña parecía con fuerza suficiente como para sacar su vida adelante y el fraile no dudó en prometer que le daría la mejor de las educaciones posibles siendo mujer.

Rafa Limones
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