Sus hermanos mayores lo tenían entre ceja y ceja. Lo indisponían frente a la madre. Ellos araban la tierra y cosechaban. En cambio, Rolando era un simple pastor de ovejas. Cuando se le perdió una, le conminaron a irse del hogar. La capital era su esperanza para sobrevivir.
El recuerdo de los golpes que alguna vez le dieron (que no fueron muchos, pero sí certeros) le ayudó a sobrellevar el exilio, a abrazarlo como una solución. Rolando culminó la primaria, luego no tuvo opción de seguir. Requería de acémilas para ir a estudiar. Huérfano de padre, dependía de la voluntad de sus dos hermanos, quienes, con desdén, lo humillaban por ser pequeño de tamaño y poco útil para las fatigantes faenas del campo.
Rolando se despidió de su pueblito adornado de eucaliptos. En el camino vio casitas de fachadas desteñidas. Con el odio contenido por el destierro, Rolando cogió algo que no debió tomar. Lo llevó dentro de su pequeña maleta: el talismán del abuelo.
En Lima, su tía lo esperaba con desgano. Ella tenía un puesto de trabajo para el advenedizo sobrino, que no contaba con estudios que lo favorecieran. Rolando sería barrendero en un gran camposanto de la ciudad. En aquel lugar un espíritu, insurrecto y despreciable, atormentaba a todos los que pasaban cerca de su tumba. Era un brujo que había sido asesinado a traición, con una daga. Por causa de la envidia otro brujo lo mató en plena borrachera al no soportar oírlo jactándose de su poderío como vidente pactado. Por azares del destino fue enterrado en el Presbítero Maestro. Ahí su espectro atormentaba a visitantes y a otras almas que estaban de paso antes de su elevación. Gustaba de mortificar a quien se cruzase por su camino.
De Satán recibiría riquezas, larga vida y clarividencia; a cambio, él le daría su alma.
En vida abandonó a su hijo y su hogar porque su pacto con el príncipe de las tinieblas así lo demandó. De Satán recibiría riquezas, larga vida y clarividencia; a cambio, él le daría su alma. La marca de esa alianza quedó grabada en un talismán.
Mas su único hijo falleció al caerse en un abismo, por buscarlo en los pueblos aledaños, dejando huérfanos a su prole, entre ellos Rolando, el menor.
En el primer día de trabajo del muchacho, el espíritu del brujo reconoció el talismán que llevaba colgado en el pecho y, en sus ojos, los de su hijo muerto. Rolando había sido reconocido por su abuelo. A los pocos días de iniciada su labor en el Presbítero Maestro sufrió malestares físicos que se fueron intensificando hasta el punto en que sintió los gélidos toques dactilares de los atormentados en sus piernas. Pasados más días, empezó a escuchar cuchicheos, risotadas y pisadas, cuando a su alrededor no había nadie. Los ataques de los penantes eran cada vez peores. Rolando callaba por vergüenza. Un día, en plena labor, una extraña le habló:
—Ya no lleves ese talismán, por eso ellos te atacan —dijo la mujer al pasar por su lado.
Rolando se sorprendió al escucharla y, antes de poder contestar, ella prosiguió:
—Tu abuelo está cerca, luchando para que no te molesten. ¡Sácate eso ahora mismo, muchacho!
Rolando dudó; sin embargo, guardó el talismán en su bolsillo sin decir ninguna palabra.
—Soy vidente y médium, yo puedo solucionar tu problema. Dame unos cinco mil soles y será asunto arreglado.
Rolando se asustó al oír el monto, se ruborizó y se retiró sin contestarle a la médium. Desde ese día la veía merodeándolo. Él resistía los dolores que le infligían los espectros. Cuando ya no soportó ser el nieto del fantasma más odiado del cementerio, decidió regresar a casa para contar sobre su desdicha. En el camino soñó que su abuelo lo cargó y lo arrulló como a un bebé. Estando en su regazo, llegó un demonio y le introdujo un cuchillo en el abdomen. Uno de sus hermanos tuvo pesadillas también, vio al diminuto Rolando caer por un abismo infinito. Los hermanos mayores sentían culpa de haberlo enviado a la capital. Ellos tenían sus conciencias carcomiéndoles la existencia. Al verlo llegar, a paso lánguido, se alegraron, pero cuando lo tuvieron cerca enmudecieron. Estaba más delgado y ojeroso. Se había consumido. Rezaron y lloraron por él. El joven tenía fiebre y escalofríos. Mientras, en el Presbítero Maestro se desataba una fuerte lucha entre el abuelo contra otras almas malignas.
Al amanecer, trajeron al curandero del pueblo. Éste sacó su atado de coca. Fumó santiguándose y se concentró en la lectura del enfermo. Luego de ver el cigarro consumido y la coca anunció:
—Lucifer quiere su alma a causa de una deuda.
Los hermanos mayores le mostraron el talismán; el curandero no quiso tocarlo.
—No puedo hacer nada, su propia sangre lo ha maldecido, debe regresar y solucionarlo en el lugar donde todo ocurrió —dijo, y se retiró.
Viajaron a Lima. Lo ingresaron a un hospital. De inmediato fueron al Presbítero Maestro y allí encontraron a la espiritista, justo como Rolando la había descrito. Ella los miró de reojo.
—Ayúdenos, por favor, Rolando está grave, los doctores no saben qué tiene, él nos contó sobre usted. No sabemos qué hacer con el talismán —dijo el mayor.
—Yo no hago las cosas gratis —dijo reconociendo el talismán.
—Nuestro hermano se muere…
—¿Traen algo de valor?
—Solo cien soles.
El demonio no cumplió su parte del trato. No pudo llevarme a mí, tampoco podrá llevárselo a él.
—Lo haré por ese pequeño pago, sólo porque él me cae bien. En otras circunstancias cobraría mucho dinero por estos trabajos. ¿Saben? Me expongo a sufrir daño. Ahora váyanse —les dijo mientras guardaba el billete.
Ella hizo unas invocaciones, se contactó con el abuelo y le mostró el talismán.
—Debes irte a donde perteneces: al infierno.
—No lo haré.
—Por tu rebeldía le estás quitando la vida a tu nieto.
—El demonio no cumplió su parte del trato. No pudo llevarme a mí, tampoco podrá llevárselo a él.
—Ha ordenado a las almas impías acabarlo. Se lo llevará.
—Yo he luchado contra sus secuaces. Más no puedo hacer, estoy maldito.
—Fuiste tú quien hizo esa porquería de pacto.
—Pero fui estafado.
—Bueno, yo traté de razonar contigo —dijo ella y arrojó el talismán. No insistió ya que el pago brindado por los hermanos no ameritaba más de su parte.
El resto de las ánimas se burlaban y reían del hechicero, creyéndolo derrotado por el gran Satanás. El brujo se quedó quieto, pensativo.
Rolando caminaba sobre el delicado hilo que separa la vida y la muerte. Su madre y sus hermanos tenían la esperanza de que la médium hiciera su trabajo. Rolando no reaccionaba, dormía un profundo sueño. Pasada la medianoche, los que lo agobiaban se retiraron por el llamado de las tinieblas o acaso huyendo de alguna sacra presencia. En el cuarto de hospital Rolando abrió los ojos. Su madre y sus hermanos se contentaron al verlo reaccionar. A los pocos minutos dio sus últimos suspiros, dando bienvenida a la muerte. Falleció viendo las alas de un ángel que lo fue a recoger.
En tanto, la médium llegó a su casa y al abrir su puerta dio un grito desgarrador. La esperaba el mismísimo Belcebú, que, al saber sobre la intromisión en sus planes, sopló a sus ojos con su fétido aliento, dejándola ciega hasta el final de sus días.
- El talismán - jueves 12 de enero de 2023