Un par de semanas después de las vacaciones de invierno, Eduardo cumpliría los quince, ¡sus primeros quince años en este mundo! Acaso ansiosa por adivinar tempranos indicios del jovencito que su hijo algún día debía llegar a ser, su mamá le explicó en tono poco emotivo:
—Dadas todas estas cuentas impagas acumuladas, no habrá celebración por tus quince años. No te pierdes gran cosa en realidad. De hecho, yo tampoco tuve celebración cuando cumplí los quince, porque en esa época mis papás, en fin. Lo que quiero decirte es que hice arreglos para que vayas a pasar las vacaciones en Valdivia donde mi hermana, tu tía Nena. Seguramente, no la recuerdas mucho porque lleva años viviendo allá, pero me dijo que estará muy contenta de recibirte en su casa. Ella ha estado sola todo este tiempo, hasta donde sé, así que es probable que te parezca un poco extraña, pero sé que se llevarán bien.
Sin una imagen precisa sobre su tía, cuando días más tarde el bus de Eduardo dobló por la costanera de Valdivia para ingresar al terminal, él esperó encontrarse tan pronto una atractiva mujer madura similar a la fantasía de tantos adolescentes curiosos, como una anciana de moño y bastón, la encarnación misma de la senilidad. Apenas bajarse del bus, una mujer de aspecto mucho más jovial que su mamá lo saludó sonriendo, enfundada en una larga parka forrada que hacía imaginar un oso gris, aunque mojado. Tía Nena.
—Primero que todo, Eduardito, voy a avisar a tu mamá que ya hicimos contacto, como dicen en las películas.
Caminaron bajo una cortina de lluvia que por momentos hacía pensar en el diluvio definitivo, cuando después de haber soportado los desengaños de esta vida, además nos espera la ira de Dios. Finalmente, ingresaron en una casa a media cuadra de la costanera. La casa de tía Nena.
A veces llueve tanto que todo el día parece como sumergido en una suerte de penumbra.
—No siempre está así —comentó tía Nena mientras disponía las ropas de ambos cerca de la estufa encendida—. A veces llueve tanto que todo el día parece como sumergido en una suerte de penumbra, impidiéndote distinguir con claridad el contorno de las cosas, hasta que te acostumbras… te acostumbras a no distinguir el contorno de las cosas. Mira quién está aquí, Puponcito.
Con aspecto de desear el afecto del visitante, un gato blanquinegro se acercó hasta los pies de Eduardo, ofreciéndole su cabeza para ser acariciada. El gato de tía Nena.
—Entre paréntesis, Eduardito, ¿tu mamá te incluyó un traje de baño en tu bolso? No me mires como si estuviera loca. Desde luego, no se trata de que vamos a ir a darnos un chapuzón en el río en estas condiciones, pero sumergirse en una piscina termal mientras afuera está lloviendo o nevando es una experiencia inolvidable, y por si no lo sabes, Valdivia está rodeada de termas, aunque supongo que ésa es la manera agradable de decir que está en una zona de gran inestabilidad geológica.
Eduardo respondió que no estaba seguro de haber traído traje de baño, lo que era su manera de decir que probablemente no lo trajo. Antes de preparar su bolso, su mamá, con una parquedad digna de un empleado público, le enumeró todo cuanto debía incluir, pero no recordaba que allí mencionase algún traje de baño, o sandalias, o pantalones cortos. De todos modos él hizo una lista, para asegurarse de no olvidar nada a la vuelta, pero probablemente se sintió avergonzado de revisar ese papel delante de su tía.
—En fin, no importa si no tienes traje de baño. Cuando deje de llover tanto iremos y te compraremos uno. Sí, a veces escampa un rato. En todo caso, después podrás decir delante de tus amiguitos que tu tía favorita admiró tus piernas antes de escogerte el traje de baño, para despertar su envidia. Entre paréntesis, Eduardito, ¿tienes muchas amiguitas?
Eduardo admitió que no tenía muchas amigas, lo que era su manera de decir que no tenía ninguna. Sí le atraían algunas de sus compañeras, admitió, o una para ser más precisos, pues le parecía indebido admirar a más de una al mismo tiempo.
—¿Una sola?… Estás mintiendo, flagrantemente. Nunca he conocido un hombre interesado en una sola mujer; ya sé que aún no cumples quince, pero pronto vas a crecer para convertirte en uno. Entonces vas a admirar a una distinta todos los días.
Eduardo protestó algo azorado, aduciendo que ese tipo de conducta iba en contra de sus principios, aunque anteriormente rara vez había empleado esa afirmación.
—Confieso que nunca he tenido algo así como principios inamovibles, Eduardito, o si los tuve alguna vez los cambié por otros más apropiados, como quien se muda de ropa, de traje de baño, por ejemplo. Justamente, ya descubrirás que a veces los principios se parecen un poco a la ropa, pues dependen de la estación del momento. En todo caso, admiro a las personas de principios, pues eso significa que ellas no andan por ahí sin cuestionarse nada, aunque admito que cuando una está llena de deudas es difícil que se ponga a cuestionar gran cosa. No creo que tu mamá, por ejemplo, tenga mucho tiempo en estos momentos para ponerse a reflexionar sobre sus principios.
Efectivamente, admitió Eduardo, su mamá andaba algo neurótica en estos días; incluso se atrevió a confesar que se había preguntado si enviarlo a pasar las vacaciones en Valdivia no pudo tratarse, al menos en parte, de alejarlo de ella por unos días, para darse un descanso a sí misma.
—¿Por qué?, ¿acaso has hecho algo para que ella necesitase alejarte por unos días?
Esta vez Eduardo guardó silencio, como pensando concentrado, antes de negar con su cabeza.
—Eres un dulce, Eduardito —aseveró tía Nena mientras acariciaba la cabeza de Pupón instalado sobre sus piernas—. Ojalá esa compañera tuya en la que estás interesado resulte digna de ti, aunque me temo que vayas a desilusionarte. Al final una siempre termina desilusionada cuando espera algo de la vida. Además, las niñas no necesitan crecer tanto para admirar a un hombre distinto todos los días.
Antes de retirarse a dormir, tía Nena le pidió a Eduardo dejar abierta la puerta de su dormitorio, por si a Pupón se le ocurría ir a dormir sobre su cama también.
Con el transcurso de los días, obligado a permanecer encerrado junto a tía Nena debido a la incesante lluvia que caía bajo todas las formas imaginables, las preguntas comenzaron a acumularse dentro de Eduardo de manera similar al agua que debía estar escurriendo por las alcantarillas de Valdivia.
Cuando tu mamá me preguntó sobre tu eventual visita, me apresuré a solicitar vacaciones también, para poder hacerte compañía todo este tiempo.
—Por supuesto que tengo un trabajo, Eduardito —afirmó tía Nena contestando una de esas tantas preguntas, mientras comprobaba que el chocolate derretido a baño maría estuviese a punto—. Pasa que cuando tu mamá me preguntó sobre tu eventual visita, me apresuré a solicitar vacaciones también, para poder hacerte compañía todo este tiempo. No se necesita ser experta para saber que a esta altura del año va a llover intensamente por acá, así que probablemente ibas a tener que pasar todos los días encerrado, ¿qué clase de anfitriona habría sido si te hubiese dejado solo en la casa?, bueno, solo no, porque está Puponcito. Además, con todas las preguntas que debes tener dentro de tu cabeza producto de tu edad, imagínate cómo la habrías pasado si hubieses estado solo (bueno, con Puponcito).
Cogido de sorpresa, Eduardo inquirió cómo ella podía adivinar que él tenía tantas preguntas.
—Veamos, alguna vez también tuve tu edad, ¿no?
Eduardo asintió poco convencido, expresando su momentánea impresión de que tía Nena, prácticamente desconocida para él hasta días atrás, siempre había sido la misma identidad, para expresarlo en términos matemáticos.
—Oh no, desde luego que no —aseveró tía Nena—. A veces cuando me pongo a pensar en cómo era mi vida algunos años atrás, no termino de convencerme de que se trata de una misma historia. En todo caso, Eduardito, si piensas que los adultos conocemos todas las respuestas, te sugiero que lo pienses de nuevo, pues he encontrado que las únicas personas que se precian de saberlo todo son las que practican alguna religión o las que enseñan economía, que ahora también es un tipo de religión.
Eduardo miró con atención a su tía antes de decidirse a formular un comentario sobre su mamá.
—Bueno, Violeta es mi hermana mayor, así que siempre ha pensado, o se ha comportado más bien, como la que tiene la razón. De hecho, siempre ha tenido la razón, no tengo inconvenientes en admitirlo.
Eduardo preguntó entonces a su tía si eso no la hacía dudar de sí misma.
—Ésa es una cuestión interesante —sostuvo tía Nena—. Supongo que también creo en mí, lo que quiera que eso pueda significar. De todos modos, nunca logro saber si estaré a la altura de las circunstancias, aunque de nuevo supongo que eso tendrá que ver más bien con la inseguridad de mi carácter. En todo caso, me da lata averiguarlo, así que lo he dejado como un tema sin resolver, un asunto en transición, como decimos los chilenos. A propósito, ése es un llamativo contraste con Violeta, quien es capaz de demostrar perfecta compostura, aun cuando sea evidente que a veces está metiendo la pata.
Antes de mencionar las ocasiones en que, según su opinión, su mamá había metido la pata, Eduardo quiso saber si tía Nena también lo había hecho.
—Por supuesto que sí, Eduardito, a veces hasta el fondo, un completo bochorno. Lo peor es que no logras deshacerte de ese recuerdo, permanece contigo tal como un acto de mala conciencia por ejemplo, o una deuda impaga con un familiar. Pero ¿sabes algo?, no me arrepiento de haber pasado por eso, pues he descubierto que sumando y restando soy un producto tanto de mis errores como de mis aciertos.
Una vez rellenada una masa base con el chocolate derretido, tía Nena procedió a dar su aprobación a unos almendrados recién retirados del horno. Mientras tanto, sentado en un sillón con una taza de chocolate caliente y Pupón sobre sus piernas, Eduardo se entregó a mirar la lluvia golpeando contra la ventana.
Preocupado de acariciar la cabeza de Pupón, Eduardo tardó unos instantes en darse cuenta de que todo el lugar había quedado repentinamente en silencio, tal si estuviesen a solas, hasta que la voz de tía Nena emergió de una de las habitaciones:
—Acaba de escampar, Eduardito, así que prepárate, porque vamos a salir a buscarte un traje de baño. De todos modos hay que llevar paraguas, porque estas pausas sólo duran un instante.
Antes de volver a casa, tía Nena llevó a Eduardo a un amplio salón de té a pasos de la Plaza de la República.
Efectivamente, fueron varias pausas, algunas con un poco de sol e incluso un arcoíris, intercaladas con períodos de intensos aguaceros desencadenados por los oscuros nubarrones que se resistían a despejar el cielo de Valdivia. Finalmente, antes de volver a casa, tía Nena llevó a Eduardo a un amplio salón de té a pasos de la Plaza de la República, cuyo acogedor ambiente y motudo cubrepiso rojo invitaban a permanecer mientras afuera la lluvia y la oscuridad volvían a arreciar, a la espera de otra pausa.
—¿Cómo era mi papá? —preguntó Eduardo con perfecta curiosidad, después de consumir un aliado doble, un trozo de küchen de moras y una taza de chocolate caliente, como si esa ingesta le hubiese despertado el apetito por preguntas imprevistas, agregando mientras miraba a la calle a través del amplio ventanal del salón:—. En mi casa hay fotos donde estoy en sus brazos, pero en realidad no lo recuerdo para nada. Tú sí lo conociste, ¿no?, ¿qué recuerdas de él?
Tía Nena fijó su mirada en Eduardo tal si intentase adivinar sus intenciones, antes de responder que la destinataria de esa pregunta bien debía ser su propia mamá, lo que Eduardo protestó con sinceridad, aduciendo que ella nunca parecía tener tiempo para hablar del pasado.
—Cuando le pregunto sobre esas cosas, ella parece recordarlas en detalle, pero no tarda en dejarlas de lado diciendo que ahora todo eso es pasado. A veces incluso me pregunto si en verdad las recuerda de algún modo —explicó Eduardo.
Tía Nena apuró un trago de cerveza rubia antes de decidirse a hablar.
—Tu papá era un hombre encantador, Eduardito… No, en realidad era un hombre seductor. Yo tenía quince años cuando Violeta lo trajo por primera vez a casa, para presentarlo: entonces me volví loca por él. Incluso llegué a escribirle una carta confesándole mis sentimientos.
—¿En serio?, ¿y se la entregaste?
—No, por Dios. Eso sí habría sido un tremendo bochorno, una carta de amor escrita a los quince años al novio de mi hermana, aunque ahora no me da tanta vergüenza hablar de ello. No, sólo la escribí en mi diario, aunque supongo que él igual se dio cuenta de todo, pues cuando hablaba conmigo tenía ese brillo confiado en la mirada, típico de los hombres que se saben irresistibles. Tu abuelo también solía tener ese brillo en la mirada, como advirtiendo que acercarte donde él era exponerte a jugar con fuego.
Eduardo pareció recibir con agradable sorpresa el comentario sobre su papá. Después de unos instantes, sin embargo, estuvo listo para inquirir:
—¿Mi mamá supo alguna vez que estuviste enamorada de mi papá?
—Sinceramente, no lo sé, ni creo que le haya importado mucho.
—¿Quieres decir que a ella no le importó si tú sufrías en silencio?
—No, tal vez me expresé mal. Creo que a ella sí le habría importado causarme daño —se apresuró a corregir tía Nena mientras intentaba concentrarse en sus palabras—. Lo que quise decir fue que en esos días tu mamá era una mujer muy atractiva, joven y dotada como siempre de esa personalidad suya segura y confiada, conocedora de la primera y la última palabra, por tanto no le importaba si había otras mujeres interesadas en tu papá, entonces su novio, pues sabía que él nunca encontraría otra como ella.
Cuando tía Nena agregó a continuación que ese matrimonio había sido en cierto sentido una unión entre iguales, pues ambos eran personas muy atractivas en su propio derecho, Eduardo quiso saber si esa unión había sido feliz también, pero ante la mirada de reprimenda de su pariente, como advirtiéndole nuevamente que debía dirigir esa pregunta a su propia mamá, él volvió a aducir que ella nunca le hablaba de eso. Entonces tía Nena terminó apoyando su rostro sobre sus manos, en actitud reflexiva.
—Sí, creo que fueron un matrimonio feliz, al menos por un tiempo. Hasta que naciste tú.
—¿Por qué hasta que nací yo?
Tía Nena miró sorprendida a Eduardo, antes de recordarle que ella no sabía todas las respuestas.
—Sólo sé que así fue. Después de tu nacimiento las cosas entre ellos cambiaron, no me preguntes por qué. Entonces al cabo de un tiempo tu papá… Empezó a tener aventuras con otras mujeres. Hasta que Violeta se enteró y decidió que la relación entre ambos estaba terminada. Esa misma tarde te recogió a ti y abandonó a tu papá.
En el silencio que se hizo entre ambos pareció no sólo que la lluvia hubiese cesado abruptamente, sino que toda conversación al interior del salón se hubiese interrumpido.
—Entonces por eso a mi mamá no le gusta hablar de ese tema…
Tía Nena miró a su sobrino con expresión algo inescrutable, antes de agregar:
—Después vino el cáncer de tu papá y antes de terminar ese año él ya no estaba entre nosotras.
En el silencio que se hizo entre ambos pareció no sólo que la lluvia hubiese cesado abruptamente, sino que toda conversación al interior del salón se hubiese interrumpido. Sin poder abandonar del todo su confusión, Eduardo se atrevió a preguntar:
—¿Nunca más volvieron a juntarse?
Tía Nena guardó un silencio prudente antes de responder a esa pregunta.
—Sé que tu papá quería volver con Violeta. Él mismo me lo contó. Pero ella lo rechazó.
—¿Entonces él la siguió amando pese a todo?
Esta vez se dibujó una sonrisa comprensiva en el rostro de tía Nena.
—Eduardito, una nunca puede asegurar qué hay exactamente en el propio corazón, mucho menos en el de otra persona. Cuando se lo comenté a Violeta en el funeral, repuso, fiel a ella misma, que descontando la escasa credibilidad que le merecía tu papá, bien podía haberse tratado de que, simplemente, sintió su orgullo herido al ser el abandonado, en vez del abandonador. Incluso… Incluso agregó que ella nunca se propuso darle una lección, pero dado el abrupto final de tu papá, no podía evitar pensar que finalmente sí había terminado dándole una lección, lo que no dejaba de agradarle del todo, pese al natural remordimiento. Mi hermana puede parecer alguien fría, Eduardito, pero nadie discute que es sincera —terminó aseverando tía Nena mientras asentía con la mirada.
Después de hacer la mayor parte del camino en silencio bajo una tenue lluvia, cuando esa noche volvieron a entrar en casa de tía Nena, Pupón pareció el más animado de los tres, bostezando y reacomodándose en su sillón favorito cerca de la estufa encendida.
Cuando tía Nena se desprendió de la toalla que cubría su cuerpo antes de ingresar a la piscina termal, la vista de su figura esbelta luciendo como a propósito traje de baño de dos piezas despertó una mirada más que atenta de parte de Eduardo, así como de varios otros en el lugar. De hecho, a juzgar por su manera de mirarla, pareció que Eduardo no hubiera estado en compañía de la hermana de su madre, sino de una prima más bien o una hermana mayor, mientras los otros en tanto miraron a Eduardo como el molesto cuñado pequeño. Quizás porque esa impresión aún estaba viva en su mente cuando más tarde volvían a Valdivia, Eduardo no tardó en acomodar su cabeza en el hombro de tía Nena dispuesto a dormir plácidamente durante el largo camino de regreso.
—¿Duermes aún? —inquirió con discreción tía Nena en el ambiente de silencio y murmullos dentro del bus, una vez terminados los ronquidos de su acompañante.
—¿Dijiste algo? —preguntó Eduardo con voz somnolienta tras una pausa de varios instantes.
—Sí —repuso tía Nena con tono divertido—. Te acabo de contar todo lo que supe sobre tu papá, con pormenores y detalles.
—Oh, eso. Está bien, está bien. Te enamoraste de mi papá cuando tenías quince, pero como él prefirió a mi mamá, te viniste a Valdivia.
—Algo así.
—Dime algo —agregó Eduardo tras otra pausa—, ¿cuándo te desenamoraste de mi papá?, ¿cómo puede uno desenamorarse de una persona?
—Oh, no conozco esa respuesta ni tampoco sé si podría explicarlo como sumando dos más dos. Creo que cuando te enamoras, sientes un instante cuando el rostro de la persona deseada te llena de luz, parece prometerte que la vida será un sueño, un lindo sueño. En cambio, no sé si hay un instante preciso (aunque tampoco puedo descartarlo) cuando dejas de estar enamorada: simplemente, al cabo de un tiempo llegas a sentirte desengañado, porque tu sueño ya no es tal sino una desilusión. Entonces te das cuenta de que ya no estás enamorada.
—Cuando te viniste a Valdivia, ¿ya habías dejado de soñar con mi papá?
—¡Mira, Eduardito, estamos pasando por el Castillo de Niebla! No, no hay nada que mirar en realidad, está muy oscuro.
Tía Nena se quedó mirando a su sobrino con una sonrisa divertida.
—Eduardito, “El mar es tan grande y mi barca tan pequeña”. Esa era una de las citas favoritas de John Kennedy.
—¿Qué quiere decir?
Hay tanto por conocer, tantas verdades por descubrir, que una sola vida no es suficiente.
—Justamente eso. Hay tanto por conocer, tantas verdades por descubrir, que una sola vida no es suficiente. Si a los quince no entiendes gran cosa de la vida, a los treinta te das cuenta de que nunca acabarás de entenderla —comentó tía Nena, antes de desviar la mirada para agregar:—. Eduardito, en esa época yo era una veinteañera, así que aún conservaba todas mis ilusiones. Cuando tu papá me contó lo de su enfermedad, sentí compasión por él. Estaba solo en ese momento. De modo que me mudé con él, para cuidarlo. Hasta el final.
Tía Nena miró el rostro cariacontecido de su sobrino mientras asentía, como reafirmando sus palabras.
—Yo ya había empezado a trabajar, atendiendo las mesas en un local de comidas ahí en el Mercado Central, en Santiago, así que pude arreglármelas para poder salir de la casa de mis papás.
—¿Por qué hiciste eso?
Tía Nena hizo un leve encogimiento de hombros.
—Me llené de compasión, supongo. O quizás en el fondo una parte de mí soñaba que él sanaría milagrosamente, y entonces permanecería a mi lado en agradecimiento. No estoy segura. En realidad, no me importaba la razón o si ocupaba un lugar, por mínimo que fuese, en su corazón. Sólo pensé que esa era la oportunidad de poder estar al fin junto a tu papá. Por eso me hirió mucho cuando me contó que aún amaba a Violeta. Que ella era la única mujer de quien se había enamorado en realidad. Porque Dios sabe que dentro de mí no quería otra cosa sino escucharle decir alguna vez: “Manena, huyamos juntos a vivir nuestra pasión”. Lo habría seguido adonde quisiera. A México, a la Polinesia, o a cualquier otro lugar. No habríamos durado nada juntos, porque eso no tenía ningún futuro. Habría sido una locura, lo sé, pero si él me lo hubiese pedido, lo habría seguido sin pensarlo.
—¿Por qué estás tan segura de que habría sido una locura?
—Oh, porque las cosas no podrían haber resultado de otro modo con un hombre como tu papá. Mira, te contaré una historia de muchos años atrás, cuando tu abuelo, mi papá (para quien yo era su hija favorita, así como Violeta lo era para mi mamá) mientras andaba de viaje por acá en el sur vendiendo sus productos, sufrió un accidente en la carretera. El problema fue que en ese momento él no andaba solo. Lo acompañaba una amiga suya, ¿comprendes, Eduardito?, ¡estaba con una de sus amantes!, la que también resultó herida en el accidente. Entonces él fue y me llamó a mí para que lo ayudara a contar una historia delante de mamá, omitiendo la presencia de su amante, lo que logramos hacer. Ésa es la clase de hombre que era tu abuelo, Eduardito. Y tu papá calzaba el mismo número de zapatos.
El incómodo silencio que siguió a continuación fue interrumpido cuando Eduardo agregó en tono algo inseguro:
—Pero tú te quedaste junto a él, pese a que no te amaba, en cambio mi mamá nunca lo perdonó, lo que demuestra….
—Eduardito… —interrumpió tía Nena, dirigiendo una mirada de gentil reprimenda a su sobrino—. Algunos hechos de esta vida carecen de una explicación racional. Sólo cabe aceptarlos. Nadie puede afirmar quién amó más, o quién amó de verdad, a tu papá. Simplemente, así fue como sucedieron las cosas. Por lo demás, Violeta sí lo perdonó, como él mismo sabía.
—¿Lo perdonó? Entonces, ¿por qué no quiso…?
—¿…volver con él? Yo le hice esa misma pregunta en el funeral y ella me contestó con perfecta sensatez que no había tenido inconvenientes en perdonar sus infidelidades, porque entendió que simplemente estaba en su naturaleza ser un donjuán, y cuando la cabra tira hacia el monte, no hay nada que hacer. Pero lo que resultaba imposible para ella era volver a imaginar que aún había un futuro posible junto a tu papá, después de lo que hizo. Se dio cuenta de que su época juntos había quedado atrás. No sé si logras captar la diferencia, pero una cosa era dejar pasar su falta, y otra muy distinta volver a confiar en él. No tengo idea de si eso era perdonarlo, pero tu mamá, como la mujer aguda que siempre ha sido, sí tenía clara esa diferencia. Incluso hasta yo la comprendí. Ojalá hubiese tenido un décimo de esa agudeza suya. Me habría ahorrado un montón de heridas.
Tras un silencio, Eduardo preguntó:
—¿Quedaste muy herida después que mi papá murió?
Creí que iba a enloquecer. Entonces fue cuando decidí venirme a Valdivia, porque necesitaba alejarme de alguna manera de todo eso.
—Sí. Inesperadamente, quedé bastante herida —se apresuró a admitir tía Nena, antes de agregar con tono más personal:—. Pasé un año casi, o al menos a mí me pareció como un año, sin poder encontrarle sentido a la vida. Me preguntaba por qué el destino había sido tan injusto conmigo. Por qué tu papá había llegado a conmoverme de esa manera. Si acaso algún día lograría olvidarlo. En fin. Me daba vueltas todo el día pensando en las mismas cosas. Creí que iba a enloquecer. Entonces fue cuando decidí venirme a Valdivia, porque necesitaba alejarme de alguna manera de todo eso, para poder seguir adelante con mi vida. Aunque igual traje conmigo las cenizas de tu papá.
—¿Lo incineraron?
—Esa fue otra historia —aseveró tía Nena mirando a lo lejos nuevamente, para explicar una vez de regreso:—. Lo que sucedió fue que cuando murió, tu mamá dijo que no tenía un cinco para pagarle una sepultura, ni estaba muy interesada en hacerlo. Entonces acordamos pagar a medias su incineración, siempre y cuando yo conservara las cenizas, porque Violeta dijo que, si de ella dependiera, no tendría problemas en dejar el ataúd reducido a cenizas en una fogata en medio de la calle.
—¿Y dónde tienes sus cenizas ahora?
Una expresión de ligera contrariedad apareció en el rostro de tía Nena, mientras desviaba la mirada en otra dirección.
—Tiempo después… Cuando apareció otro hombre en mi vida, al fin fui capaz de superar el recuerdo de tu papá. Entonces decidí que había llegado el momento de deshacerme de sus cenizas, supongo que como una especie de símbolo de dejar ir el pasado. Así que un día recogí el ánfora y vine hasta el Fuerte Niebla, para arrojar sus cenizas sobre el mar. Pero justo ese día, para variar, se encontraba cerrado, porque estaban haciendo trabajos de reparación. Al principio pensé que podía ser alguna señal del destino, pero mientras esperaba en el paradero por la micro de vuelta a Valdivia, tuve tiempo para cambiar de opinión. Entonces cogí una barcaza para cruzar hasta Corral y arrojé las cenizas mientras hacía el cruce. Esparcí las cenizas de tu papá sobre las aguas de la Bahía de Corral, Eduardito, no muy lejos de donde debemos estar pasando ahora.
Eduardo volvió la cabeza para contemplar con aire confundido más allá de la ventanilla del bus la oscuridad de la noche valdiviana, bajo el cielo cubierto del invierno.
Una vez de regreso de sus vacaciones, Eduardo no pareció encontrar gran inconveniente en reacomodarse a su rutina habitual. En casa volvió a escuchar con atención, aunque también con cierta lejanía, las instrucciones diarias de su mamá, pronunciadas con brevedad y precisión, desde la primera hasta la última palabra, a la manera de inspectora de colegio. En el liceo, en tanto, volvió a aplicarse en los estudios con su actitud acostumbrada, con esmero pero sin gran interés, tal si desdoblándose. Días después de regresar a clases, se topó por casualidad con su anterior objeto de deseo, pero no pudo evitar prestarle poca atención cuando ella se hizo la interesante. Una semana más tarde, sin embargo, en la víspera del día de su cumpleaños, despertaría animado por primera vez tras volver de vacaciones. Entonces más tarde se sentaría y comenzaría a escribir en su diario: “Querida Magdalena…”.
- Querida Magdalena - sábado 28 de enero de 2023