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La noche del asesino

martes 7 de febrero de 2023
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Anochecía en el valle de Orontes. Una luna escarlata asomaba sobre las serranías. El fuego rebotaba contra los afilados kindjal y las piedras crujían bajo el poder de un inagotable trasiego. Pero nadie en el valle se detenía a observar el crepúsculo de las áridas cordilleras.

Los kurdos se detuvieron. Se arremolinaron alrededor del jefe y miraron de soslayo la cima de una montaña. Jamás habían temblado ante algún potentado de la tierra. Eran guerreros del desierto, hombres curtidos en el arte de la batalla. Sin embargo una angustia residía en las sombras y laceraba sus cerebros precipitando una lluvia de reflexiones supersticiosas. Se estremecían ante la noche y miraban temerosos el inexpugnable castillo en lo alto del peñasco, en el que, de acuerdo a las leyendas, moraba Rashid ad-Din Sinan, El Viejo de la Montaña.

Esta situación había revoloteado temores escondidos en el corazón de Saladino. El sultán sintió que resbalaba de la fortaleza cobijada en lo alto de las rocas. Pero nada se movió ante su visión. Conocía muy bien las artes por las que era famoso Rashid ad-Din Sinan. Una humareda de rumores cubría la verdadera apariencia del prohibido castillo. Las gentes del Masyaf aseguraban que El Viejo de la Montaña era un ser legendario de proporciones aterradoras como las de un efrit, y que sus acólitos eran enviados a través del viento a cualquier región de la tierra.

Saladino sacudió la cabeza, perturbado. No daba crédito a los rumores sino sólo a lo que sus ojos y manos atestiguaban. ¿Qué podrían hacer unos pocos hombres contra un ejército como el suyo? Tenía claro que para unificar política y religiosamente Oriente Próximo debía combatir toda doctrina ajena al verdadero islam. No era novedad que conspiraciones y asesinatos brotaran de colmillos ocultos en aquel fuerte desde los días del califa Ma’d Abu Tamim.

El jefe kurdo levantó la cabeza y recorrió con la mirada el pie de la montaña. Le pareció que había visto una silueta. Bajó de su caballo y ordenó sitiar la montaña con antorchas y ceniza. Si alguno del castillo intentaba escapar no pasaría desapercibido. Después mandó colocar tiendas de campaña y se reunió con sus comandantes.

 

***

 

Los hombres del valle dicen que el diablo vive en ese castillo.

En el centro de la tienda principal una lámpara arrojaba luz sobre una mesa en la que aguardaba un puntiagudo tulwar del Indostán, un mapa y varios objetos matemáticos. Alrededor tres hombres discutían sobre la táctica que se llevaría a cabo al día siguiente. Se trataba de hombres esbeltos, con brazos largos y macizos, y aceitunados rostros coronados cada uno con turbantes de seda. En la cintura de uno brillaba un curvo shamshir. Otro sostenía el tahalí de su kindjal en la mano izquierda mientras trazaba líneas invisibles con los dedos sobre la mesa.

—¡Mashallah! —dijo uno que correspondía al nombre de Sabek ad-Din—. No creo que podamos tomar esta montaña con facilidad. Los hombres del valle dicen que el diablo vive en ese castillo.

—El hambre suele ser mucho más letal que el filo de una daga —repuso con calma Saladino, mientras colocaba su tahalí sobre el mapa de la mesa—. Haremos lo mismo que hicimos contra Saif al-Din en Hama, y cortaremos los suministros que llegan a sus murallas.

—¡Por Alá! Nuestra posición no es ventajosa —dijo otro que era conocido como Ibn Jender—. ¿Qué nos garantiza que los zénguidas no intentarán tomar Hama a nuestras espaldas?

—Nada. Absolutamente nada —exclamó el jefe kurdo, acariciándose la espesa barba—. Sin embargo, después de su derrota y nuestra tregua, no hay probabilidad de que Saif al-Din o Gumushtigin nos ataquen.

Saladino bajó la mirada, pensativo. Sabía que la situación era arriesgada, y que Saif al-Din era astuto y podría llegar a circunstancias extremas, inclusive forjar una alianza con los frajs, también llamados cruzados. Pero el jefe sarraceno intuía que quien conspiraba en las sombras no era turco ni cristiano y que el zénguida era simplemente una marioneta.

—Por aquí caminan los mercaderes turcomanos —dijo, señalando con el dedo una pequeña cordillera en el mapa—. A partir de mañana ninguno llegará hasta el castillo.

El jefe kurdo volvió a sujetar su tahalí. Desnudó su kindjal, miró fijamente el filo y dijo:

—Y cuando haya pasado el tiempo suficiente, golpearemos como un rayo. Ya veremos si esos perros nizaríes tienen tanta magia como pregonan.

Los comandantes salieron de la tienda. Afuera reinaba el silencio, como si haber pronunciado el nombre del temible Sinan hubiera acallado la noche. Gran parte del valle había sido rodeado con antorchas, y en cada loma se había colocado un vigía. Los rayos carmesíes de la luna habían menguado bastante, pero aun así la macabra esencia de la oscuridad permanecía.

Era inevitable no sentir el frío aliento del miedo agazapado con una ponzoñosa daga en la mano.

Saladino bajó la cortina que funcionaba como puerta. Vagos temores turbaban su alma. Era inevitable no sentir el frío aliento del miedo agazapado con una ponzoñosa daga en la mano. Estaba seguro de que su plan y su acero no fallarían porque Rashid ad-Din Sinan era un simple hombre… un hombre que se había mantenido fuera de los límites humanos y a quien una monstruosa leyenda se sometía… pero un hombre al fin y al cabo.

Así, sumido en un torbellino de especulaciones, se recostó sobre las sábanas. Del lado izquierdo su filosa daga descansaba. La radiante kindjal, pulida con la sangre de valientes hombres, aguardaba a la derecha de su amo. El sultán fijó la vista hacia la parte más alta de la carpa. Del centro hacia abajo una vara de cedro se deslizaba como una pavorosa cobra del desierto. A mitad de la estaca resplandecía la lámpara. Una delgada flama brotaba en su interior con la intensidad de un pequeño sol. Saladino observó. Aquel fuego no era el fuego que acostumbraba a ver. Había algo raro. Como si detrás se ocultara una astuta malicia. Como si detrás se asomara un ojo vigilante.

Pronto la calma se convirtió en preocupación y la preocupación dio paso al peligro. El jefe kurdo extendió ambos brazos para sujetar sus sables. Pero había sido despojado de las armas. La respiración se aceleró como quien se encuentra a merced de un león. No se movió. Contempló una figura cuyos ojos eran como el negro fuego de Satán. Un turbante le cubría la cabeza e iba vestido a la manera de los antiguos persas. Era un hombre sin alma o un alma del infierno. Cuando se giró a la salida una risotada se arrastró tras él como la carcajada de una hiena.

Saladino volteó a la derecha. Su espíritu se quebró como el vidrio. Había una nota atravesada por una picuda daga. Se levantó de un salto y atravesó la puerta. Una luz rojiza remontaba el gran peñasco y se perdía entre los muros de la fortaleza.

Mario Ramírez Córdova
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