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Tordos, de Emilce Acuña
(primeras páginas)

martes 14 de febrero de 2023
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La escritora argentina Emilce Acuña ganó en 2022 el Premio Ciudad de Salamanca, en España, con Tordos, una novela donde el duelo, el crimen y la soledad, se mezclan en la vida de Agustín Fonseca, quien debe investigar un homicidio sucedido en un pueblo de provincia, justo allí, donde nunca antes había pasado nada. Luis Alberto de Cuenca, poeta, filólogo, ensayista, crítico y editor literario, ha dicho que Tordos es una historia contada con sobriedad y tensión narrativa que refleja de manera admirable la desolación de paisajes y almas de una comunidad rural de la Provincia de Buenos Aires. Hoy presentamos a nuestros lectores las primeras páginas de esta novela.

 

Algunos piensan que vivir en un pueblo debe ser tranquilo, y es verdad que de tanto aburrimiento uno olvidaba todos los males del mundo, pero eso no podía durar para siempre. A veces creo que la culpa fue mía, que fui yo el que trajo la peste, y otras veces creo que pasó porque tenía que pasar, cosas del destino. Sea como sea, ahora que me estoy yendo las cosas son distintas. Tal vez escribo la historia de este pueblo como una despedida. Y no es que vaya a extrañarlo. Si me fui de la ciudad fue para alejarme de las preocupaciones, para olvidarlo todo y para que me olviden, pero en eso también me equivoqué. No hay nada peor que vivir en un lugar donde todos saben tu nombre.

“Tordos”, de Emilce Acuña
Tordos, de Emilce Acuña (Ediciones del Viento, 2022). Disponible en Amazon

Acá nunca había pasado nada. Puertas abiertas, pibes en bicicletas, autos sin alarmas y casas sin rejas. La plaza en el centro del pueblo y, más allá, la escuela, la municipalidad, la iglesia y el destacamento. Algunas despensas, el cementerio, un banco y un hospital. Nadie parecía necesitar nada más, pero el crimen de Lucía lo cambió todo, como una moneda que vuela en el aire y cae del lado equivocado de la vida. El pueblo entero quedó enredado en una telaraña de sospechas y empezó a hundirse en su propia mierda. Pero no sólo fue lo que sucedió, tuvimos que lidiar con los rumores que la misma gente inventó alrededor del crimen y creo que eso todavía mete miedo, lo que dicen que pasó.

Hoy viven en este pueblo los condenados a no poder escapar. Algunos hasta tienen miedo de pronunciar su nombre en voz alta, como si callándoselo, se alejaran de su maldición, pero no es cierto que el pueblo esté maldito. Los monstruos somos nosotros, siempre somos nosotros.

 

Habían ocurrido algunos robos y peleas callejeras, pero una cosa así, nunca. Lo más grave había sido el asalto a unos viejos que vivían en el campo. Los habían amarrado de pies y manos con un cable de televisor. Cuando llegué la mujer estaba inconsciente en el piso de la cocina y el viejo no paraba de gritar. Gritaba que estaba muerta. Desaté a la mujer y ahí nomás, intenté reanimarla. Su corazón comenzó a bombear otra vez y de repente la vieja abrió los ojos. Aunque nunca atrapamos a los ladrones, tres semanas después me nombraron oficial del destacamento, y Souto, que hasta entonces había ocupado ese cargo, fue promovido a teniente. Sé que mi ascenso se debió al rescate con vida de los viejos, pero sé también que si llegaba diez minutos más tarde, la historia hubiera sido otra. Diez minutos hicieron la diferencia. No hay mérito en eso.

 

Apenas lo conocí, vi algo en él que me dijo de entrada que era un tipo confiable.

Gómez se convirtió en mi compañero desde el día en que llegué a este pueblo. Es diez años mayor que yo, tiene unos cuantos kilos de más y el pelo blanco al ras de una calva que va ganando terreno en su cabeza. Usa la camisa bien planchada, por eso supuse que vivía con una mujer, pero nunca hablamos de eso. Apenas lo conocí, vi algo en él que me dijo de entrada que era un tipo confiable, o por lo menos, que no era un canalla de esos que duermen en paz. Lo supe aquella noche que me invitó a tomar una ginebra al boliche de Pángaro y, cuando ya teníamos varias a cuestas, me confesó que en un descuido había matado a su mejor amigo de un balazo en el pecho. Desde entonces llevaba su arma descargada.

Mire, Fonseca, dijo y me enseñó el tambor vacío de su revólver. Después me contó que lo habían tratado como a esos pedófilos que la iglesia intenta esconder en algún rincón. Levantó las cejas como quien dice me sonaron. Le habían dicho que era un tiempo, mientras durara la investigación. Pero todavía estoy acá y nadie sabe nada, dijo.

No fue su culpa, dije, pero él no pareció escucharme.

¿Sabe qué es lo más absurdo, Fonseca?

Me lo preguntó como quien no espera respuesta. Y entonces me dijo que en veinte años de servicio nunca le había disparado a nadie. Jamás, dijo, y terminó la ginebra de un trago. Apoyó el vaso en la mesa de madera con un sonido sordo. Siempre pienso en mi amigo, dijo. Tengo días mejores, pero otros.

De alguna manera me sentí su hermano porque ese día, y no otro cualquiera, me di cuenta de que los vínculos más fuertes son los de la fatalidad. Se notaba que tenía que contárselo a alguien. Hay cosas que si no son dichas quedan dentro, en un lugar oscuro que empieza a derramarse en nuestro interior contaminándolo todo igual que petróleo en el mar. Yo conozco esa oscuridad. Y aunque esa vez me quedaron algunas dudas sobre lo que me había contado, no le pregunté nada. No quería que se sintiera incómodo. Además era eso lo que me gustaba de su compañía: nunca iba más allá de lo que yo quisiera contarle. A Gómez, si no se lo invita a pasar, no da una patada a la puerta y entra igual, no. Gómez respeta esas cosas que uno intenta proteger de los que aún consideramos extraños.

Esa noche lo alcancé a su casa con el auto. Yo estaba desorientado porque habíamos dado un par de vueltas y la ginebra se me había subido a la cabeza, y aunque el pueblo siempre es un pueblo, para mí, en aquel entonces, cada calle era nueva.

Es ahí, dijo, y señaló una casa que tenía la luz de entrada prendida, como si fuera la única estrella en el cielo. Gracias por traerme.

Bajó del auto y se alejó a los tumbos, tratando de mantener el equilibrio.

Antes de entrar me saludó desde la puerta y yo supe que desde entonces tendría un buen compañero.

Emilce Acuña
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