Quedamos en vernos a las diez y se aparece con atraso de cuarenta y dos minutos. Alfredo se disculpa. Me explica que estaba esperando que abrieran el local donde mandó a reparar su reloj y que el encargado llegó treinta minutos más tarde. Me niego a permanecer sentado en la cafetería, porque ya, a esa hora de la mañana, por alargar la espera a mi amigo me tomé las dos cervezas diarias que me he prometido beber. No hay problema, responde Alfredo y me propone caminar por ese callejón cuya salida conduce a una plaza. Mientras me cuenta el asunto personal por el cual quedamos en vernos, mi amigo se ajusta el reloj, lo mira muchas veces con deleite y sonríe. Antes de que yo imagine que está tocado de la cabeza me confiesa que se trata del único recuerdo material que le dejó su padre al morir. Me habla de la enfermedad y de cómo su papá se quitó el reloj con no poca dificultad horas antes de fallecer y con igual apuro se lo puso en el brazo al hijo como si se tratara de un acto de comunión. No digo nada pero me detengo en pensar por qué algunos padres en sus últimas horas acaban por regalarle el reloj por lo general al hijo mayor, como una suerte de traspaso de mando. No sé. En eso estábamos; es decir, Alfredo hablándome del padre y del reloj, y yo cavilando acerca del misterio de transferir al hijo el símbolo del tiempo justo en las horas finales, cuando nos sorprendió un asaltante y, pistola en mano, nos obligó a entregarle nuestras pertenencias. Asustado, yo obedecí de inmediato, pero Alfredo se negó a despojarse del reloj, imagino por todo el valor sentimental del que venía contándome, de manera que surge un forcejeo entre mi amigo y el atracador, y yo, presa de miedo, me paralizo sin saber cómo ayudarlo. En eso estaba cuando me estremece el disparo, Alfredo se derrumba con un hilillo de sangre en la cabeza y el sujeto aprovecha para huir. En el suelo han quedado Alfredo sin vida, el reloj que no se dejó arrebatar y la pistola del tipo. Aprovecho para tomar el arma y dispararle al ladrón en los metros finales de su huida. Como nunca he tenido una pistola en mis manos, una bala perforó la vitrina de un almacén y la otra fue a dar contra la ventana de un apartamento. Con el arma en una mano y el reloj en la otra intento ponerle el valioso recuerdo a mi amigo y hasta pienso decirle unas palabras de despedida, como “Alfredo, tu padre estaría orgulloso de ti”, cuando llega la policía, me ordenan echarme al pavimento, me ponen las esposas y ahora escribo estas líneas desde una celda insalubre que hiede a orín. Ni mi esposa ni la mujer de Alfredo me han visitado porque se niegan a creer en mi versión. Sólo dependo de un joven abogado, novato, debilucho y nervioso, quien me defenderá en el juicio y que hoy ha llegado demasiado tarde a la audiencia. En la sala, ante el juez y el fiscal que insiste en acusarme de homicidio, el abogado se disculpa en voz baja por llegar tarde. Me dice que en mitad del camino tuvo que volver a su casa porque cuando iba en el metro se dio cuenta de que había dejado el reloj en la mesita de noche de su habitación. “Es el destino —me dice el compañero de la celda cuando me ve regresar de la audiencia—, te pasas la vida saliendo del tiempo y volviendo a empezar”.
- Tiempo circular - sábado 25 de febrero de 2023