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Tres relatos breves de Michael Peñafiel

martes 28 de marzo de 2023
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Completitud

Es agosto. María no sospecha que el hombre con que fallecerá en un hospital por leucemia va hacia la misma dirección que ella. Llega al lugar a las 11, y ahí está.

El hombre no pierde la oportunidad de coquetearla y llevarse su número a casa. Llama después de una semana. La invita a cenar. Después de esa cena, María decide cortar un romance que ha estado manteniendo. Él no sabrá de esto nunca.

Los días pasan, y María un día se da cuenta de que ama a Germán.

Germán, sin embargo, tardará más tiempo en notarlo.

Sabe que es así el día en que una compañera de trabajo le sugiere ir a su departamento, y acto seguido reflexiona en María. Ese día Germán rechaza a esa mujer, busca su auto y busca a María.

Germán es un tipo que todo el mundo conoce por mujeriego, que no quieres cerca de tu novia, tu esposa o tu tía soltera. Y pese a que él creyó que María sería de un rato, ese día lo comprende: María es para todos los ratos.

María tampoco sabrá nunca que ese día, cuando la sexy compañera de oficina tomó la decisión de serle infiel a su esposo con Germán, él hombre entendió que tenía más principios y valores de los que era capaz de recordar.

Es mayo, y María muere en la cama de un hospital presionando la mano de Germán, quien se pulveriza en mil pedazos cuando el pulso de María se apaga. Es mayo, y ambos han tenido una vida de diez años juntos. Así es la vida, dirían algunos, y otros que así es el amor.

Germán pasará al menos tres años sin ella, pensándola, extrañándola y dejando flores en su tumba, pero rehará su vida tarde o temprano sabiendo que amó a una mujer con todo su corazón porque así sí es la vida.

 

Tejiendo distancias

Noté la atención que me estaba poniendo la novia de ese sujeto. Por un breve momento recordé cuántas veces me había sentido orgulloso por “robarme” a la chica de alguien. Cuando salí de las imágenes de ese pasado, le comenté a la chica que no me sentía cómodo. “¿Por qué?”, preguntó ella. “Porque no creo que sea apropiado que tú le prestes tan poca atención a tu novio”, dije yo. Ella dijo algo como “no estoy haciendo nada malo”, y yo le dije de forma casi automática: “No estoy de acuerdo. Por qué estás aquí. Tú sabes que no soy amigo tuyo, ni siquiera me conoces. Hablas conmigo porque te interesa, y ese interés no es el interés que un alumno le tiene a un profesor”.

Se me quedó viendo.

—Mira, María, más allá de eso —dije—, no me gustaría que mi novia hable con un sujeto con los ojos con los que me miras; creo que ni siquiera me gustaría que hablara con un tipo si yo estoy en el mismo lugar y me dejara de un lado. Honestamente, me sentiría traicionado. Y ahora siento que traiciono a mi novia si sigo aquí contigo, sabiendo qué es lo que sientes y deseas. Por eso, me iré —y eso hice: me fui.

Al salir, vi al hombre mirarme. Parecía entender que me había dado cuenta de sus sentimientos, y reconocía la dignidad entre nosotros. “Eres honorable”, parecía decir con sus ojos. Yo quería decirle: “Creo que ella no es la mujer que deberías amar” con los míos.

 

Precisión

“Es que tú piensas así”, dijo Carolina, una muchacha bonita y esbelta. “Pero es difícil encontrar a hombres como tú”, agregó quien le había estado sirviendo de espejo a José, que reflexiona sobre el comportamiento de un conocido que, a su parecer, podía ser diferente y más apropiado.

“Qué suerte tiene su novia”, pensaba ella a ratos. “Tiene una cara atractiva, y además es un hombre muy listo”, se corrompía su mente. Él hablaba, y hablaba muy bien, y decía cosas realmente interesantes. Fue entonces que se dio cuenta de que tendría que tratar.

Un viernes, cuando la novia de él no pudo acompañarlo, le sugirió ir a su departamento. Honestamente, tenía ganas de cogérselo. El vino había avivado el deseo. Se lo imaginó encima de ella, encima de él, con su pene en su boca, con sus manos en su pene, masturbándolo, con las nalgas presionadas por su peso. Lo había imaginado gimiendo y eso la había excitado. Se le insinuó.

José, sin embargo, le quitó la mano del muslo y su cuerpo le solicitó que no lo volviera a hacer. Ella se sintió apenada.

José, regresando a su casa, pensó que podía acostarse con ella, claro. Podía acostarse con algunas chicas, pero sólo hacer el amor con una. Sólo amar a una. Sólo experimentar esa ternura, esa dulzura, la suavidad del sexo de su novia, el cariño implícito en los movimientos conscientes de amor en la intimidad con ella, y aquel pensamiento inicial se volvió una afirmación de amor. Él amaba a su enamorada, y estaba bien con aquello. No necesitaba conocer otros muslos, otros traseros, otras piernas.

Entonces se rio amablemente. “Te has acostado con tantas mujeres, ¿y alguna vez se te cruzó esto por la cabeza? Ni una sola vez, a decir verdad”, se dijo a sí mismo. El silencio de la calle, el auto encendido, la vida que pasaba, lo convencieron de que así era el mundo: precisaba la existencia en el momento menos idealizado. El amor, como la mayoría de cosas en la vida, era concreto y aburrido, pacífico y verdadero.

Esa noche, José llegó a hacerle el amor a su novia, y luego se la cogió, le dejó las piernas temblando. Así también era la vida: sexual. Las reflexiones intelectuales sobraban, el amor se expresaba con los genitales.

Michael Peñafiel
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