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El Segundo Nombre

sábado 8 de abril de 2023
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Es Leonardo Javier Landa Bucarán, identificación de uno de tantos a quien no conocen por el segundo nombre. Despedido de la oficina de Cobranzas después de dos años, y todavía querían hacer trampas con la liquidación. Pero nunca era de esos tipos que reclaman, y tampoco era que necesitase la plata urgente. Como que trabajaba por un capricho de liberación y ya. Leía unos ensayos de Vargas Llosa sobre la estructura del cuento, y escribía relatos que enviaba a una revista mexicana (Micenas) de pequeña difusión, para reivindicar un deseo literario que practicaba en secreto con una ex colega de contabilidad. Estaba en una racha de malas creaciones: puros dramas trillados y argumentos que ya se habían planteado de muchas formas, como ese de las pestes.

El celular se puso a vibrar sobre unos relatos impresos que se acumulaban desde el pasado carnaval (proyectaba publicarlos en mayo con la mediación de un agente). El libro que leía quedó por la mitad y con las gafas en el medio. Era una voz de hombre enfermo: ¿Leonardo Landa? Sí, dígame. Malparido ladrón: bien sabe que esa vaina no es suya. ¿Perdón? Esto no se va a quedar así, ¿me oyó? ¿De qué me habla? Aquí tengo su nombre completo: Leonardo Manuel Landa.

¿Manuel? ¿Aló… aló? Era cómo que había colgado. Mientras esperaba allí por un rato, sólo se escuchaba en la bocina el ruido de una lluvia que, aunque era media mañana, hacía pensar que el hombre llamaba desde alguna noche. La voz no regresó. El error de los nombres podía haber sido un jueguito de mal gusto para quienes botaron del ministerio. “Muy bonito le quedó” fue un mensaje de texto a Miguel Ángel Galbán, el de Recursos Humanos, que era el que vivía con las mamaderas de gallo; insoportable como ninguno, el tipo. No respondió el mensaje, no obstante todo aquello despertó el interés por un asunto colateral. El libro quedó cerrado y sin separador; era de las pocas veces que dejaba un libro incompleto.

El desempleo y el bloqueo literario componían un espacio donde por primera vez en la vida no quería ser Yo. Lucía Otero lo supo, por encima, en un almuerzo que se sostuvo en la Avenida Primera de El Cafetal.

Para los dos, tenía pinta de Diego. Quizás, tal vez. Había comenzado a vivir poniéndoles nombre a las caras inéditas.

—Hasta las tres de la mañana, dándole vueltas a lo del nombre.

—No joda, Leo. El país cayéndose y tú con eso. ¿Has escrito algo?

Entró un latero al recinto con un costal de basura, tenía el pellejo sucio y herido, una ropa negra y caminaba como golpeado. Para los dos, tenía pinta de Diego. Quizás, tal vez. Había comenzado a vivir poniéndoles nombre a las caras inéditas. Sin embargo, el tipo se veía tan abandonado que parecía, más bien, no tener ningún nombre. Se acercó para pedir plata con olor a comida muerta y dialecto de callejón que daba un poco de asco y miedo a quienes almorzaban.

—Siempre es Leonardo o Leo, pero nunca Javier. ¿Cuál es tu segundo nombre, Lucía? —Lucía se cagó de la risa.

—“Lucía” es el segundo. El primero es “Laura” —estiró la mano y robó papas fritas de un platito que había pedido con ravioles.

—¡Coño, no me habías dicho! “Laura Lucía”, entonces. Y por qué te llaman Lucía, pues.

—¡Ay, Leo, qué afán! Qué voy a saber yo. Creo que por mi mamá: siempre era Lucía esto, Lucía aquello. Y bueno, Lucía me quedé…

Iba a llamar a Juan Carlos Landa —los únicos responsables de esas cosas eran los padres— para preguntarle quién eligió el nombre Javier de segundo. Juan Carlos manifestó, en una tos, el desaliento porque fuese un asunto de esos el que “reparaba” la relación, tras siete meses de riña familiar. Riña por la cual había dejado de llamarle padre por un tiempo.

Pareció de primeras no recordar cuándo ni cómo, no obstante después de una breve exhalación letárgica, como de animal grande, le llegó el recuerdo a los ojos. Según, tuvo la idea por un bisabuelo suyo, Xavier Landa Ortiz, quien había tenido una participación ínfima en la guerra federal, y que había tratado en pequeñísimos grados con el militar Guzmán Blanco. Pero añadió de inmediato que fue una ocurrencia tan banal que la tuvo cuando buscaba en la cajita de las gasas el medicamento para unos cólicos. Tan accidental todo que propuso el nombre de segundo y, además, con una letra equivocada.

No pasó mucho para ver en aquel vínculo un pretexto que, lejos de vulgarizarse, había adoptado una energía legendaria. Ansioso, comenzaba a escribir en una hoja blanca —sólo para justificar la actividad de pensar— el primer nombre y el segundo en una caligrafía de casi cuarenta líneas desgreñadas y azules —tenía años sin escribir a mano. Al final veía los nombres allí regados, como idiomas diferentes, y tenía, desde hacía rato, el impulso de buscar las carpetas donde estaban los archivos burocráticos: actas de grado, colaboraciones, historias médicas, partidas de nacimientos, denuncias de autoría, planillas electorales y facturas de posesión. Los desplegaba uno por uno sobre la mesa, y encerraba en círculos el segundo nombre de los encabezados para escrutarlos con absoluta investigación. El nombre de una persona tiene mucho que ver en su vida y, a veces, suponía que sería un poco diferente de haber tenido un nombre distinto.

Encontraba una coincidencia, dicho sea de paso, en que nombre y hombre fueran palabras casi gemelas y que la única disparidad estuviera en la primera letra. No importaba si aquello se debía a combinaciones lingüísticas del latín arcaico, pero la hache en la palabra que define, y el ruido de la ene en la palabra que etiqueta, parecía deliciosamente esotérico como para dejárselo a la necedad de un idioma fallecido. Y no sabía si el hallazgo fue una genuina configuración de las ideas o el atajo inconsciente a una poesía de Borges. Quién sabe, podrían haber sido las dos. Ahora veía en el segundo nombre un disfraz. Creía que el nombre Javier de primero, y el Leonardo después, tendría la misma permutación en las relaciones con el mundo, en la consciencia y la subconsciencia, en la fealdad y la belleza, en el bloqueo literario y en la lucidez intelectual, en el Yo y en el Él.

“…El hombre no es uno sino dos…” Era la cita de un cuento clásico que tenía en una edición de Enimat del año 99. Parecía natural que la examinación del segundo nombre requiriese hurgar la enrevesada etimología nominal, arrojada a la literatura de las penínsulas y las colonias: el primer hallazgo fue el significado de Javier como “casa nueva”, por una semántica de origen vasco. Luego quería encontrar la huella de aquel antepasado, Xavier Landa Ortiz, pero no hubo resultados en ninguna cesta bibliográfica (así de fugaz había sido el tipo). Había un pasaje histórico interesante donde un tal Laureano Diógenes Benavides fue rebautizado como Diógenes en seco, a solicitud del general Boves, ya que ese nombre tenía más médula de guerrero medieval, rajado. Era de 1805. Al final encontraba cosas que ya sabía por cultura aprendida en bachillerato, como el extenso nombre de los emancipadores patricios; por ejemplo, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, José Francisco de San Martín y Matorras, Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla Gallaga Mandarte y Villaseñor. Mierda, y era aceptable, pues. Sabía muy bien que todo tenía una razón que tocaba la herencia y los patrimonios de la época. Pero, sin hacer abuso de esta exposición, el hallazgo no tuvo de revelador más que sugerir la cita, ligeramente reescrita por la cabeza, de que el hombre no es uno ni dos tampoco, sino muchos —¿y por qué no podía ser, pues?—, y que el interés con el segundo nombre poco o nada tenía que ver con la raíz enterrada en su historiografía y onomástica, sino más bien con ese tópico popular del dualismo, de la doble personalidad, que ya había sido contemplado simbólicamente por Herman Hesse en Demian, por Saramago en El hombre duplicado, y en esa pieza magistral de Robert Louis Stevenson. Hasta Cortázar tenía un cuento lindo de desdoblamientos y separaciones.

La aversión a quienes tenían nombres compuestos parecía letal: las Ana Lucía, los Juan Manuel, los Víctor Hugo.

Era como tener una segunda opción, ¿no?, cosa que no tienen los de un solo nombre y ya. Y que no equivalía lo mismo adoptar otro nombre de manera aleatoria que sustraer el segundo nombre de los registros, como si se exhumase la cáscara de un nuevo cuerpo, que había tenido en silencio, por debajo de la tierra. Como que llevaba las consideraciones sobre esto al extremo, lo sabía. Por eso, quizás, la aversión a quienes tenían nombres compuestos parecía letal: las Ana Lucía, los Juan Manuel, los Víctor Hugo, que sonaban como uno solo, como unidades completas, porque se componían de dos naturalezas al mismo tiempo.

A partir del próximo año comenzaría a usar Javier como nombre principal, Javier para quien sea. Y ahí se vería qué pasa.

—¡Te lo juro! Reto a cualquiera a hacerlo. Es casi imposible. Olvidaba el segundo nombre en cada presentación, en reuniones, en entrevistas y hasta en fiestas.

—Qué exagerado, Leo, ¿y cómo pa’ qué querías hacerlo?

—Si no lo intentaba no me iba quedar quieto.

—Hubieras seguido siendo el mismo, mijito. El mismo chamo miedoso, terco y medio… —y se hacía circulitos aéreos en la sien—, te llames Javier, Juan, Trifulcio, Zutano o Mengano —se acercó y comenzó a tocar: presión, tanteos, como verificando si estaba frío o caliente, si todavía existía allí—… Si a estas alturas piensas cambiar algo es pura cosa tuya, y la gente cambia, no digo que no, pero no me le vengas a estar echando culpa a ridiculeces de nombres, hazme el favor.

Estaba en silencio, veía la ciudad por la ventana ahumada. Pura gente ruidosa, hostil, tráfico, calor, pero detrás del vidrio era una película muda que dejaba pensar en cómo se llamaría toda esa gente de afuera.

—¿Has escrito algo? No me has respondido.

—No he escrito un coño.

—¿Por qué no escribes sobre esa vaina del segundo nombre, ya que estás tan mortificado?

—No sé. Tengo miedo que me salga una versión ridícula del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, qué va.

—¿Y qué tiene?

—¿Cómo que qué tiene? ¿Sabes la rabia que da escribir algo que ya se escribió?

Probablemente sea un capricho de los escritores. Lucía lo sabía, ella era así cuando se le ocurrían frases bonitas. Saltaba de la cintura para arriba, los ojos se le congelaban; no importaba dónde estuviera, miraba a donde creía que estaba la calle y preguntaba, ¿eso ya se escribió, de casualidad?

Así, tal cual: igualito a como pasa en un cuento de García Márquez.

—Sí, Leo, pero también es el desafío más grande: contar algo que ya se contó no lo hace todo el mundo —robó papas fritas. Eso lo decía Vargas Llosa también.

Ese día (no sabría decir si fue por un sueño) —creía no haber dormido, y cuando no dormía toda la noche, a la mañana siguiente pensaba haber dormido sin notarlo— se formaron unas palabras en la cabeza, palabras que hacían rimas, algo de sombras y algo de máscaras, luego venían cobras, alfombras, lámparas, y se iban. Era rarísimo, nunca aspiraba a ser poeta porque sufría para sentirle el saborcito a la poesía, y siempre estaba mal por eso: incómodo, pésimo, como destinado a hacer poesía mala.

Sin embargo, algo había sido diferente, ahora. Fue una lucha para considerarlo aceptable. La métrica, la sonoridad y la cadencia fueron suficientes, entre comillas; parecía que esta vez resultó. Tenía que llamarlo El Segundo Nombre, sin dudas, porque terminó siendo sobre eso. Reposaba en la computadora, en dos semanas lo enviaría a la revista Micenas. Fue un alivio: más que usar el segundo nombre, era escribir sobre él. Ese era el capricho.

—Pero entiendes que eso no tiene sentido, ¿verdad?

—Pues, diciéndolo así, no.

La mano temblaba al mostrarle el celular a Lucía, con el correo que la revista envió esa mañana.

—Seguro, ¿no lo compartiste? Antes de enviarlo a la revista, ¿no se lo diste a Carlitos o a Teresa, o a Miguel Ángel?

—No.

—Discúlpame que insista, Leo. Pero mírame —la miraba—. ¿De verdad tú lo escribiste?

—¿Otra vez?

—Es rarísimo, tú nunca escribes poemas. ¿Me muestras el correo, por fa?

La mano temblaba al mostrarle el celular a Lucía, con el correo que la revista envió esa mañana, en respuesta del poema. Lucía sabía de ella porque se vendía en un quiosquito dominical de Sabana Grande.

—Mira, hasta te dijeron dónde fue publicado… y el año. ¡Dios mío! Se publicó en el 87.

La respuesta de la revista se mostraba muy tajante: se dirigía como si hubiera concretado un plagio, con puntos y comas idénticos. Y exhortaba que no volviera a enviarles ningún otro trabajo.

Lucía notó que estaba desmoralizado, alicaído, y aún más cuando buscó el poema por Internet. Ya había sido publicado tanto en revistas impresas como en portales. Para colmo, se dio con el autor en la publicidad de una feria; su nombre era Javier Lavarre y tenía fichas que mostraban su teléfono, la dirección y unas fotos domésticas.

—Y para colmo se llama Javier. No se parece en nada a mí, el desgraciado.

—Eso es lo de menos, Leo, mira: cerca de La Previsora está la oficina de derechos de autor. Mi papá es abogado. Esto hay que reclamarlo, no puedes quedarte de brazos cruzados. Te quieren joder. En tu computadora deben estar las fechas registradas de cuando escribías el poema. Yo te acompaño.

—No sé, de verdad.

—Mírame, no puedes dejarlo así, entiendes.

—Primero se me ocurre escribir otra vaina antes que a este país se le ocurra hacer algo por mí. Mañana vemos.

Esa misma noche no hacía más cosa que releer. Leía en voz alta porque había escuchado en unas conversaciones de Octavio Paz y de Borges que la poesía es la única pieza que se lee y se dice a la vez. La leía de pie, con exaltaciones, intensidades, interrupciones: se le habían ocurrido cosas muy buenas al tipo este. Ya comenzaba a hablar como si fuera una poesía ajena y por eso cerraba el computador. Comenzaba a mirar los documentos sobre la mesa, la caligrafía de nombres, regada en la hoja como los cabellos de una mujer muerta. Leonardo Javier, Leonardo Javier, Leonardo Javier… pensaba estresado cuál de los dos era.

—Eres un pendejo, Leonardo, eso eres —cuando decía Leonardo y no Leo, es porque la cosa era seria—. ¿De verdad, no hiciste nada?

—Nada, Lucía… Bueno, sí hice algo, pero es como nada, pues.

—¿Qué cosa?

—Lo llamé. Llamé al tal Javier Lavarre… Le dije bien clarito que era tremendo ladrón y que él más que nadie sabía que esa vaina no era suya… Y como para meterle un susto, le dije que tenía su nombre completo en mis carpetas, y que iba a tomar medidas en los ministerios.

—No puedo creerlo, Leo. Siempre te has dejado joder de la gente —estiró la mano y robó papas fritas.

—¿Crees que te duele más a ti que a mí?

Sigo sin parar de escribir sobre el segundo nombre.

—En ningún momento, Leo. Pero me molestó que te botaran del trabajo y no hicieras nada, que tu papá te haya quitado plata y no hicieras nada, que venga alguien, robe tu obra ¿y tampoco?

Estaba concentrado, porque veía al latero por la ventana, cruzaba una calle, el mismo latero del año pasado, era como que dormía por las calles de allí.

—¿Has seguido escribiendo? —pregunta Lucía.

—Sigo sin parar de escribir sobre el segundo nombre.

—¿Todavía? ¡Ay, Dios! Qué andas escribiendo ahora.

—Toda vaina. A veces son pensamientos y ya, reflexiones. He intentado escribir poemas, pero nada, ya no me sale nada como ese poema de Javier Lavarre; definitivamente lo mío es la narrativa.

—No es de ningún Javier Lavarre. Es tuyo, Leonardo.

—He pensado que quizás esa vaina nunca la escribí yo, no sé. Estoy en la mierda.

—Ves lo que pasa por no hacer nada.

—Pero bueno, ahora estoy trabajando en un cuento.

—¿Sobre el segundo nombre, también?

—Sí, creo que será la única protesta al respecto. Lo voy a anexar con una selección de relatos que escribí hace un par de años, y voy a publicar el librito de cuentos, para ahorrarme el problema de los derechos, de una buena vez. Y se lo voy a enviar a la misma revista, ¿sabes? Voy a abordar mis obsesiones con el segundo nombre, de nuevo: el dualismo, esa doble personalidad que será la superficie y el fondo. No se notará cómo pasa el tiempo, lo hice de tal manera que pueda ser leído tanto desde el Yo como desde el Él; porque un hombre puede ser los dos: el primer nombre y el segundo, blanco y negro, prosa y poesía. Y les diré con un personaje que son todos unos incompetentes, que conspiraron en el plagio de un poema, que son unos farsantes, unos traidores a las letras. Voy a llamarle El Segundo Nombre, igual que el poema, y al final les firmaré el relato con los dos nombres para restregarles en la cara que ambas piezas las escribí yo.

Leonardo Javier
Alexandro Xavier López Baquero
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