Cuando descendió a la orilla, había dos hombres y un muchacho entrando al río por la parte más ancha. El Santana tal vez no llega a los tres kilómetros de largo, cuando se pierde allá atrás, casi debajo del puente de la carreterita por donde antes se iba hasta el mismo Mariel. Pero en la boca parece un río importante, que se da el lujo de algún meandro, vistosos manglares y media docena de fajes de sábalos cuando está cayendo la tarde. Eso es en la parte donde no dejan pescar, desde el puente de la carretera panamericana hacia el bajo, porque es el tramo que coincide con la costa de la antigua academia de marina. De ahí en adelante se abre el canal, hasta alcanzar la mitad de la anchura que tiene en la entrada la bahía de la ciudad, sin mucha exageración, y a lo mejor igual de profundo, que por años hubo quien aseguraba que los submarinos llegaban hasta el mismo muelle de tablas bien cepilladas, que todavía es un asombro que sigan ahí.
El viejo aparcó la bicicleta a la sombra de un mangle ralo y se puso a desamarrar la vara del cuadro metálico y una mochila de la parrilla de la vieja todoterreno, mientras seguía con ojos inquietos las brazadas de los tres nadadores hacia la orilla opuesta. La marea había entrado del todo en el llenante y cuando alcanzaron el centro del cauce, aquellos locos se pusieron a hacer escándalo y revolver la superficie, dando golpes estrepitosos con las palmas de las manos y las piernas, enfilando desde ahí en contra de la corriente, en dirección al mar abierto. El que venía detrás no, ese se impulsaba silenciosamente con las piernas y mantenía la cabeza gacha, observando con una careta lo que pasaba dentro del agua y manteniéndose no más de metro y medio detrás del pataleo de los delanteros. Tenía las manos ocupadas con una fija de larga empuñadura, le pareció al viejo.
Eran nadadores bastante buenos, le pareció al viejo, que del asunto tenía apenas la idea que le dejaban las competencias de natación que un par de veces en el año pasaba la televisión, porque él mismo hacía muchos años que no entraba al agua más arriba de la cintura, y eso cuando el entusiasmo lo llevaba a buscar mejor picada. La fuerza del llenante iba aumentando, lo sabía porque las hojas amarillas de mangle y una botella plástica con su tapa puesta iban retornando con un poco de prisa por el cauce adentro, como si se hubieran arrepentido de escapar al otro lado de la rompiente. Tenían que bracear bruto para vencer la masa de agua forzada hacia el interior del cauce por la atracción de la luna llena. Tomaban impulso, avanzaban diez o quince metros, y descansaban, mirando en torno como si vigilaran. Pero antes de perder toda la distancia, volvían a mover fuerte brazos y piernas para alcanzar un punto más adelante. Los tres a la vez, como si tuvieran entrenamiento de tropas especiales. El mayor, que pasaría de los cuarenta, era el que marcaba el avance por alguna mata, una piedra o un palo seco de la orilla de enfrente, porque siempre levantaba la cabeza antes de parar. Venía la curva que precedía al bolsón de la boca, terminado allá donde las espumas del rompiente se levantaban a un lado del cañón profundo que la vista no puede descubrir desde tan lejos.
El viejo pensó que los perdería de vista y ya sentía inquietud por aquellos nadadores.
—Estos están locos —se dijo sin entender el pescador, mientras tomaba una pausa para empinarse el frasco ámbar de anticatarral y darse un trago de café.
Los vio pasar la curva y nada sucedía. El viejo pensó que los perdería de vista y ya sentía inquietud por aquellos nadadores, pero sobre todo comenzó a pensar que el de atrás no era mucho más que un chiquillo, por mucho que pareciera el mejor nadador de todos, como si a él lo hubieran entrenado en una piscina olímpica y los otros dos tenían sus mañas de haber crecido cruzando riítos y lagunatos de tierra adentro. Por eso nadaban duro y corto, pensaba el viejo, mientras bajaba los ojos hacia la cartuchera, a ver si decidía cuál de los señuelos iba a poner para hacer su primer lance con su caña vieja y fuerte y el molinete casi de estreno. Estaba en duda entre un rapala de media agua y un popper, que viene por encima, pero la revoltura que dejó el trío le daba desconfianza.
—Mejor el pollo, vamos a ver qué anda por allá abajo —musitaba, escogiendo un pescadito de cabeza plomeada y cola amarilla de pelos de chivo, al que los pescadores de vara y carrete llamaban pollo, desde siempre.
Entonces ocurrió: poco más adelante de la curva el sonido de un faje brutal le hizo enfilar hacia allá los ojos, espantados ahora con la revoltura que curvaba la superficie.
—¡Cooño, que pasó ahí! —lo gritó. Porque aquello que había puesto tal explosión de espumas y aquel borbotear que quedó arriba del agua no podía ser un hombre. Nada bueno podía ser.
Corrió hacia allá por la orilla, hasta que los mangles que ya bordeaban toda la costa desde la curva del cauce hasta la desembocadura le impidieron seguir. Entonces penetró en el agua, hundiéndose incluso en el cieno del fondo, porque sentía que no podía perder de vista a aquellos tres, a los que había dejado de mirar un par de segundos. Dos de ellos llegaban casi a la orilla del lado de la academia y se veía que afincaban ya los pies en el fondo duro de aquel lado, porque se erguían. Nada veía del tercero, que era el que más peligro corría, si le salía un peje por detrás.
—¡Oyeeee, qué pasó, dónde está el otro! —vociferó con el resuello cortado, un tropel latiéndole en los huesos del pecho.
Aunque tenían que haberlo escuchado, los de la orilla de enfrente lo miraron apenas, y el viejo habría jurado que una sonrisa fruncía la cara del mayor de los tres. El otro, concentrado, comenzó a mover los brazos hasta que se hizo visible la línea tensa de un tramo de nailon de esos de doscientas libras de resistencia que usaban los palangreros del alto, al que le aguantaba trachonazos que seguro le estaban cortando el pellejo de las manos. El compañero se le encimó para ayudarlo a recobrar cordel. Entonces fue que vio al muchacho salir del agua y tirarse allí en un pañito de arena, dejando a los otros dos en su asunto. El viejo comprendió. Primero vio levantarse del agua el asta de la lanza, y enseguida los círculos concéntricos de un pescado bien grande que se debatía, hasta que, en el último impulso, cuando ya iban a sacarla a la orilla, pudo ver la cabeza gris con las protuberancias a cada lado y el blanco sucio debajo del cuerpo.
—Una cornúa.
Buen lector, recordó casi palabra por palabra lo que escribió uno apellidado Parra: “El macho de la cornuda tiene tres varas y media, y la hembra quatro varas, el grueso de una, y otra una vara. Tienen la cabeza en forma de martillo, el macho del ancho de tres quartas, y la hembra de tres quartas y media…”. El viejo pensaba que debe ser horroroso que un bicho de esos te venga arriba, con una boca que casi tiene el ancho de dos mosaicos de piso, los dientes enfilados apuntándote al cuerpo y mirándote con unos ojos cenicientos y un iris negro como una maldición.
—La madre de las cornúas. Y están vivos los tres.
Hizo el viejo como si se despertara y salió a zancadas largas, haciendo el camino de retorno, no fuera a ser que su bicicleta se convirtiera esta tarde en la captura de alguno que anduviera por allí, disimulado entre las matas.
Ahí estaba, bajo el manglecito ralo, las gomas a cuidado del sol como la dejó, para que no fueran a estallar los neumáticos reusados. La mochila abierta, enganchada del manubrio, abandonada la caña al pisotón de un entretenido, por el piso el rapala, el popper y el pollito anudado, abandonados con la prisa y el susto. “Un regalo para cualquier merodeador orillero. Me estoy poniendo viejo”. Como para darle la razón, había ya gente bajando por el trillo que viene de la orilla alta del río. De pronto son tantos que se pregunta de dónde habrán salido, porque parecen ya brotar del herbazal a sus espaldas, cada uno con un cubo, o una cazuela, un saco vacío de los de envasar arroz o una jaba de nailon, el que menos.
—¿Usted es el primero, viejo? —pregunta al de la bicicleta una señora que cargaba una olla de hierro, prestigiada con el tizne de muchos almuerzos.
Ya el cuchillo afilado, escondido a pocos pasos de donde se sombreaba la bicicleta, desnuda la carne del selacio.
“El primero de qué”, iba a preguntar el pescador, pero ya lo sobrepasaba la tropa parlanchina, delante de la cual varios chiquillos vociferantes competían para tirarse al agua, dando por sentado que los próximos en hacer aquella nueva forma de pesquería serían ellos. En el jolgorio del encuentro saltan expresiones admirativas: “¡Bicho!”, “Este sí está bueno”, “¿A cómo la libra, Tondique?”. Mientras, ayudan a los tres cazadores a subir el animal al dienteperro de la orilla, que muerto y todo es una presencia amenazante con aquellos cuernos brutales y los dientes expuestos. Nadando, lo habían cruzado el canal después de matarlo, de retorno al lado donde los esperaban los compradores.
Ya el cuchillo afilado, escondido a pocos pasos de donde se sombreaba la bicicleta, desnuda la carne del selacio. Y el entusiasmo de la clientela se enfila al mercadeo.
—¿Trajiste la pesa, Eulogio? —pregunta un pariente al de mediana edad de aquel trío, que halaba el animal por la caudal oscura y larga como una espada.
—Esto es a ojo de buen cubero —advirtió el llamado Tondique, mordiendo la voz por el esfuerzo.
Otro, que todavía no acaba de gastar las bromas del día, preguntará como siempre:
—Oye, ¿y a quién pusieron hoy de carnada?
—A quién va a ser, al pichón de corúa este —y el muchacho aludido, que va para serio, ni siquiera sonríe, guardando en alguna parte el orgulloso sentido de sí. Se tira otra vez al agua, entonces, como si le hiciera falta gastar un poco más de energía, o porque alguna Katia o Yusimí se hace presente, arrimándole miradas a aquellos huesos flacos que la elegida ha de ver hermosos.
El jefe de la partida de pesca va cortando los trozos y dándolos, y el primo Eulogio, que no se le separa, mete en la gorra los billetes después de estirarlos, precaución aprendida del acecho de inspectores e informantes policiales. El viejo, pasmadas las ganas de pescar, acomoda los avíos y se echa a los hombros la mochila, enfilando el timón de la bicicleta en gesto de marchar. Como si de pronto se le viniera encima alguna idea, pregunta al vendedor:
—¿Qué va a hacer con la cabeza, señor?
—Si la quieres te la cambio por una botella de chispa.
—¿En alguna parte por aquí la venden?
—Por allá arriba, pregunta por Ramón, el Químico —le responde el pescadero, apuntando con el mentón a algún sitio más allá del ancho paño de gramínea reseca que muere casi en el talud de la orilla. Adivina el viejo la coposa mata de almendras que es casi el único punto de referencia, detrás de la cual todo parece verde manigua. Advierte que es por un costado del tronco grisáceo y picado de pájaros carpinteros que se pierde la gente con las lonjas de tiburón acabadas de comprar.
—Ahorita se la traigo.
—Tráela ahora y te la doy limpia y todo.
—No. Yo me encargo —pronunció, pensando en cuánto le daría un artesano en la plaza de la catedral por la taxidermia que iba a montar. No era mala pesca. Y empujó la bicicleta en busca de la botella de aguardiente artesanal que alguno destilaba en el caserío. Ya se dejaban ver los techos entre el matorral de la ladera que bajaba desde la carretera hasta el bajo del Santana.
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