Encuentras la página en alguno de esos recovecos oscuros y anónimos de internet. Por el nombre, Delicias.com, deduces que se trata de un foro de cocina.
Ingresas.
Te desplazas por la pantalla. Varias cosas llaman tu atención: el fondo oscuro sobre el que se destacan las letras rojas y blancas, los nombres de los internautas, las interacciones, la variedad más pintoresca en cuanto a platillos exóticos, las incontables maneras de prepararlos…
El ansia por formar parte de eso. Venías buscando cobre, y encontraste oro. De un tiempo a la fecha has decidido tratar tu depresión con esos remedios para calmar tus impulsos, que siempre parecen en ti a punto de reventar.
Revisas la barra lateral, en la que se muestra la lista de entradas por fechas, de la más reciente a la más antigua. Aprecias otro detalle: los nombres de las secciones han venido cambiando con el tiempo. “El ciclo natural de toda página”, te dices, yéndote hasta el fondo. Picas una al azar. Se abre otra ventana.
Contrario a lo que podría imaginarse, no te da asco, sino una curiosidad malsana.
Las imágenes que aparecen no concuerdan con las que viste hace apenas unos segundos: hay cuerpos con sangre y rastros de tortura en ellos. Son cientos. Los miembros del foro las subieron. Contrario a lo que podría imaginarse, no te da asco, sino una curiosidad malsana que aumenta de intensidad a medida que te acercas a los primeros días, a la fundación de la página.
Por curiosidad, abres una de esas imágenes y le das zoom. Es, si no te equivocas, un pedazo de pierna solo, con un corte en la rodilla. Tiene moretones y los bordes superiores son irregulares, como si la hubieran serrado mal. Todavía se alcanza a distinguir la blancura del hueso. El internauta la tomó con una cámara de baja resolución y la dejó allí, flotando en internet como una carnada. Los otros fueron cayendo como moscas ante la podredumbre de esa idea y de esa imagen y de ese lugar siniestro lleno de cosas oscuras y palabras oscuras y almas oscuras…
Luego bajas hasta la primera publicación. No hay nada, salvo una carita feliz y una fecha. Alguien había comenzado a subir las imágenes poco después. Los demás le siguieron. No las comentaban; se limitaban a mostrarlas. Las imágenes eran variadas: cuerpos maltratados de gente o animales sin distinción, máscaras incómodas de disfraces, ubicaciones en mapas, fotos de lugares…
En algún momento, a lado de lo que parecía una costilla cortada en pedazos, por fin uno de los internautas había motivado la participación preguntando por la mejor receta para prepararla. Otro había comentado algo al respecto, y se habían retroalimentado. Luego de aquella, otra publicación similar, y después otra, y otra más. Las recetas se habían acumulado y habían cambiado y la gente que se había quejado de la abundancia de éstas y reclamado estar perdiendo la esencia original del sitio había abandonado el foro hacía mucho, muchísimo tiempo. El administrador, en cambio, no cedió jamás: percatándose de aquello, cambió el nombre de la página, hizo un logo colorido y lo puso como cabecera.
A partir de entonces sólo compartieron recetas de los más extravagantes orígenes. Lo sabes porque siguen allí, ante tus ojos. Abundan sobre todo aquellas que tienen que ver con tu platillo favorito: la lengua.
Te da gusto que ninguno de ellos retirara la información valiosa que ahora te hace quedarte, feliz de haberla encontrado. Gente y recetas así son lo que, hasta el día de hoy, andabas buscando sin saberlo.
Con gusto, los proclamas “los tuyos”.
Poco después, decides que tienes que probar algo de aquello. Lo que sea.
Lo haces movido por el morbo, sí, pero también por acallar las constantes voces que llevas en la cabeza. Porque, pasando por ese fluido mar de información, más de una vez te asaltó el pensamiento de descubrir por ti mismo a qué sabría algo preparado así, tan exquisito a la vista. Además, los comentarios de la gente te hacían comprender que compartían tus gustos y tus reservas. Reíste ante la idea de interactuar con el mundo, aunque fuera de ese modo, sobre todo cuando, durante mucho tiempo, la comida había sido tu única aliada. La estudiaste minuciosamente por tu cuenta y luego la ejerciste con una pasión amateur. Era la mejor terapia: en la cocina te estaba permitido cortar, rebanar, desmadrar cosas que de otro modo no podrías: disfrutabas imaginando el dolor ajeno que en realidad no producías, y relamías, complacido, el dulce sabor de las cosas que se te deshacen en la boca.
Escoges de entre tus favoritas una que te llama la atención: comida de mar. Pero no la común: comida de mar especial.
Miras en la pantalla las recetas. Algunas incluso te indican cómo preparar carne humana. Tu dedo tiembla en el aire sobre el cursor y sientes el pulso latiéndote en los oídos. De pronto, te da calor. Pero sigues deslizando hacia abajo mientras te prometes, una y otra vez, que lo harás luego, quizá cuando estés viejo… aunque sea un pedacito…
O quién sabe, a lo mejor un día de estos…
Al final, escoges de entre tus favoritas una que te llama la atención: comida de mar. Pero no la común: comida de mar especial, preparada por alguien que hizo un comentario muy animado al respecto. Un platillo nuevo. Últimamente estás haciendo muchas cosas nuevas. Haces el pedido en la página anónima que el autor indica —el tipo de página que vende huevos de tortuga y quetzales y otros animales en peligro de extinción—, y mientras llega, lo preparas todo: acomodas la mesa para que cuando tomes las fotos salgan chulísimas, como de estudio. Acomodas también los utensilios principales, manipulas la luz a tu antojo. Y esperas.
La noche antes de la llegada del manjar, sueñas por primera vez con el mar salado.
Cuando despiertas, te sientes bien: relajado, pero con muchas ganas de orinar.
El cuarto de baño es un cuartito pequeño, alargado y estrecho junto a la sala y la cocina. De paredes blancas, deja entrar a veces luz por una ventanita minúscula de vidrio granulado color verdemar. Es la única de tu casa con vistas a la calle. Asomas la cabeza. El cielo es de un azul raso, intenso. Calle abajo, las figuras desfilan como hormigas. Con un ojo entrecerrado por el sueño, levantas la mano. Finges aplastar a un par de ellas bajo tu dedo.
Cierras la ventana de golpe y te vuelves a tu habitación haciendo bizcos. Tanta luz no es buena: te lastima los ojos.
Lo preparas todo muy apresurado.
Los ojos vuelan de un lado a otro de la pantalla, recorriendo las letras. Hace rato que esperabas este momento y hoy, que por fin ha llegado, no puedes retrasarlo más.
Fingiendo distracción, te deslizas con cuidado hacia las imágenes de miembros mutilados con rastros de tortura. Sin ser consciente de ello, te lames los labios.
Pasas por alto lo sabido, creyéndote un experto; te gustaría serlo en verdad: pensar que te contrataron por ser el mejor candidato, el más preparado; ignorar que en verdad lo hicieron por haber sido el que menos desastres provocó en esa prueba de admisión llena de aficionados.
Olvidas algo importante: a veces, la avidez te hace cometer errores. Y en ese sentido, tus ojos se desplazan de un lado a otro, absorbiendo lo básico: limpiar bien la carne, blablablá, lavarla adecuadamente, blablablá, verificar la presencia de parásitos, blablablá, período de cocción, blablablá, ensaladas para acompañarlo, blablablá, bebidas para potenciar el sabor…
Terminas demasiado pronto. Te decepcionas: en la receta, el sabor se anunciaba exquisito.
“¡Una exquisitez de mierda!”, gritas, soltando los cubiertos con furia. Eso es lo que dirás cuando escribas tu reseña anónima, en pugna con la del otro internauta. Te preparas a retomar tus cubiertos y masticas y masticas, buscando el sabor. La carne, levemente cocida, no suelta demasiado jugo. Está ya seca y, mientras la tragas, sientes cómo las grandes bolas atraviesan tu garganta y bajan por el estómago. Casi no masticas, aunque sería lo ideal. Quizá porque sigues enojado. De pronto, al cerrar la boca, algo sucede: sientes un desgarrón ligero, un dolor agudo en la lengua y escupes el embolo de inmediato: la plasta de carne choca contra el plato. En las orillas tiene un color rojizo.
Te examinas en el espejo con cuidado. Ladeas la lengua.
Te relames. El sabor metálico te llena de pronto el paladar y corres con urgencia al baño. Te examinas en el espejo con cuidado. Ladeas la lengua.
En la receta decía que debías deshuesar el pescado. Lo hiciste. O recuerdas que lo hiciste, aunque claramente no. Ves el hueso blanco y astillado enterrado en el dorso de tu lengua, junto a los molares. Con mucho cuidado, metes la mano y lo tocas. Un rozón, apenas. El movimiento, aunque ligero, te acarrea un dolor infernal, una punzada rápida que se siente como un piquete. Dudas un momento, pero al final metes más la mano y tiras de él sin pensar. Sientes el rápido fluir de la sangre por tu boca y escupes en el lavabo inmaculado un rojo que se diluye con el agua del grifo. Agachas la cabeza, y enjuagas. Haces gárgaras. Vuelves a escupir y después te levantas resignado y decides que no, que no es necesario usar gasas, que el sangrado detenido se curará tomando más agua.
Apagas la luz encendida —todo esto es en la tarde; ya casi oscurece— y regresas a la cocina a seguir comiendo, más por resignación que por antojo. Y por no perder el tiempo ni el dinero ya invertidos en tus “experimentos”.
Escribes una mala reseña. Subes las fotos —impecables, eso sí— del evento y casi cierras tu cuenta, pero algo te detiene: temes que los tuyos te rechacen, te traten como a uno de los haters que abundan en internet. Peor aún: temes que jamás hubieras encontrado a “los tuyos”. Quizá por eso dejas la página abierta mientras decides que no, que no es eso, que te estás dejando llevar por la emoción. Los restos de la cena están ya en tu estómago; tragaste la última parte por temor a dañarte más. No hay rastros del crimen ni tampoco testigos.
Es tarde y estás cansado. Bajas la pantalla. Te vas a dormir.
Al rato, te levanta un dolor agudo en la lengua. Lo sabes porque lo sentiste mientras soñabas de nuevo con el mar salado y revuelto. Temes haberte mordido sin darte cuenta, y vuelves a saborear, renovado, el saborcillo metálico en tu boca.
Te miras nuevamente en el espejo del baño. Hay sangre. La escupes, te enjuagas y vuelves a escupir. La herida, limpia. Con ayuda de un espejo más pequeño, en tu cartera, atrapas la luz del foco y la desvías con cuidado hacia los molares: eres capaz de ver el enramado aleatorio de tu lengua: las venas verdes y moradas de la parte posterior que cuelgan, encimándose, en la selva primitiva de tu boca. Al fondo, en los bordes en los que la lengua parece anclarse a la mandíbula, hay un pequeño bultito morado. Por fin puedes ver claramente los bordes de la apertura. Pensabas que era mínima, y no. Pero empieza a cerrarse, aunque siga morada. Sangre coagulada, piensas. Dejas en paz la luz y regresas a tu cama.
En tus sueños, vuelves al mar. Lo tienes en frente. Y las nubes lejanas anuncian tormenta.
Por la mañana, antes de ir a trabajar, te revisas de nuevo: la herida está igual que anoche, aunque te parece que algo ha cambiado: cerca de los bordes, aprecias varios hilitos blancos que son como pellejos. Quizá anoche los viste, y no te acuerdas. O quizá, urgido por el dolor, los ignoraste.
Miras con atención el interior cavernoso de la boca. Antes de cerrarla crees ver algo extraño. Como si uno de esos hilitos se moviera.
La lengua no te responde y cada que pruebas alimento, sientes como si estuvieras tragando arena.
Vas al trabajo.
En el trayecto, no dejas de sentir un leve hormigueo en la lengua. Es una sensación rara. Ni siquiera sabías que es un órgano capaz de hormiguear, pero descubres, sorprendido, que lo hace.
Ya en la cocina, cambiado, con el traje blanco y el pelo recogido por una red, te vuelves a mirar en un espejo: la lengua ahora está más hinchada que nunca, abultada irregularmente cerca de la zona del rasgado.
Cocinas todo el día adivinando el sabor: la lengua no te responde y cada que pruebas alimento, sientes como si estuvieras tragando arena. Algunos comensales se quejan. Te mandan llamar. El encargado te pregunta, mirándote a los ojos, si probaste la comida antes de servirla.
Dices que no y le enseñas tu lengua, que a esa hora es ya un bulto amoratado y purulento. El encargado ahoga una mueca de asco. Te grita recordándote lo insalubre que es eso y te pide ver un doctor. Te hace volver a tu casa.
Mientras sales de su oficina, lo escuchas llamar a tu reemplazo.
Cumples la segunda parte de la orden, pero ignoras la primera.
Por la noche casi no puedes dormir. La cabeza te martillea. Sientes un dolor agudo proveniente de la boca y sabes que no se trata de los dientes ni de las encías ni de lo que otros llaman la muela del juicio. Lo sabes: sabes que el dolor agudo proviene de tu lengua, que ya ha dejado de hormiguear pero que ahora parece incapaz de mantenerse quieta: palpita con una precisión pasmosa que se rompe a la una de la mañana en leves sacudidas parecidas a estertores.
Tomas algo, lo más fuerte que puedes, y te prometes que por la mañana llamarás al doctor.
Sentado en la barra sobre el banquito de madera que usas para comer y ver la tele en la sala, dejas que el hombre de blanco te revise.
El hombre saca de su maletero un instrumento de metal que echa luz y una lengüeta de madera y te examina. Te va haciendo algunas preguntas que tú a veces respondes y otras medio lo intentas, porque con la boca llena es imposible articular bien. Te cuestiona por qué no lo llamaste antes.
—Porque no era necesario —le dices.
El hombre saca aquella cosa de tu boca y se te queda viendo, muy serio. Luego continúa con su interrogatorio. Le cuentas, eso sí, que anoche tuviste un dolor de cabeza terrible y que por la mañana del día anterior te había salido pus, que tú limpiaste con algodón limpio al regresar de tu trabajo.
Señalas con la cabeza el baño y él, secándose el sudor de la frente, se mete y encuentra el bote a medio llenar con bolitas de un algodón todavía húmedo, rojo y amarillo.
Hace algunas preguntas más y anota una receta.
—Ah, y le sugiero no compartir alimentos con su esposa ni con sus hijos…, ya sabe, para no transmitir la infección —receta también, pero de palabra, porque nada de eso viene escrito en el rectángulo de papel que te deja, validado con su firma.
Y tú casi lo haces, te mueres por hacerlo, pero te contienes: no puedes decirle la verdad. Que no estabas comiendo un pescado cualquiera. Que ni siquiera sabías bien lo que eso era. Que no tienes esposa ni hijos y que lo único que quieres es que se vaya de una vez porque, de nuevo, las voces en tu cabeza te piden que hagas cosas malas con él, con esa persona en particular que ha tocado un punto sensible tuyo sin saberlo.
Así que tomas tu cartera, pagas la consulta cabalmente y le cierras la puerta en las narices.
El dolor sigue martilleándote un rato antes de desaparecer por completo, como la marea.
Abres la computadora una vez más. La ventana con la receta sigue abierta, pero la minimizas y buscas una farmacia en línea con entrega a domicilio.
Esa misma tarde, luego de la salida imperativa del doctor, empiezas a consumir las pastillas. Éstas te recuperan un poco la inflamación y hasta disminuyen el pus, pero el dolor sigue martilleándote un rato antes de desaparecer por completo, como la marea.
Sientes que por fin has recuperado la sensación de tu lengua, que ya no te hormiguea ni te pulsa ni te duele tan terriblemente. Pero tampoco parece deseosa de reconocer el sabor.
Antes de irte a la cama, mientras cepillas tus dientes, alcanzas a sentirlo de nuevo: entre un embate del cepillo y otro, un movimiento impropio de la lengua, como un latir apresurado.
De no haberlo vivido ya, apenas lo hubieras notado; pero este latir proviene del centro mismo de la herida, y mientras lo sientes, apartas tu cepillo para poder mirar: en medio de la espuma verdosa provocada por el menjunje, ves —y esto puedes jurarlo— al bulto amoratado de tu lengua cambiar de lugar.
Das un paso atrás, horrorizado. Luego te enjuagas lo más rápido que puedes y escupes sobre el lavabo: te has lastimado la herida; la has reabierto accidentalmente y ahora, mezclado con el verduzco de la pasta, encuentras también la sangre diluida y espesa que se te quedó atorada en la boca aquella madrugada…
Levantas la lengua y miras de nuevo. Hay algo más o, mejor dicho, algo menos: los pellejitos blancos que viste el día anterior ya no están ahí; o para ser precisos, apenas están: asoman levemente de la herida, como si algo dentro de tu lengua hubiera tirado de ellos en algún momento.
Sabes que no puedes ver más, porque corres el riesgo de vomitar. En lugar de eso, escupes y enjuagas una y otra vez hasta que la sangre deja de brotar y te sientes tentado a mirar de nuevo, levantando los ojos sobre el lavamanos.
Pero no te atreves.
El enjuague bucal que usas promete eliminar hasta un noventa y nueve punto nueve por ciento de bacterias en tu boca. Lo mantienes ahí durante bastante tiempo, a pesar de que el ardor es innegable y te quema horriblemente mientras haces las gárgaras.
No te importa.
Al final, escupes el chorro como un proyectil venenoso, con toda la rabia del mundo, y miras aliviado que el líquido sale igual de azulado a como entró. De ser por ti, lo hubieras bebido sin reservas para asegurarte de tu victoria sobre la infección. Pero no es así como funciona la naturaleza interna de su fórmula, ni de tu cuerpo.
Alzas la cabeza con orgullo y abres la boca, aliviado. Ya es de día. Venciste, quizá por primera vez, a los estertores de la noche. Te sientes pletórico. Lleno. Casi te dan ganas de sacar la lengua…
En lugar de eso, la retraes.
Vuelves a abrir el sitio web concurrido.
Las noticias no son novedad. La gente reaccionó a tu reseña como te lo esperabas: con interés renovado, preguntándote por qué habías dicho tal monstruosidad sobre la receta y cómo la habías preparado. Ni siquiera te pasa por la cabeza que lo hubieran leído en serio.
Algunos te aseguraban que la comida sabía mejor si la acompañabas con tal o cual otra bebida.
Con parsimonia, te atreves a responder uno a uno los comentarios. Algunos te aseguraban que la comida sabía mejor si la acompañabas con tal o cual otra bebida; algunos, con la carne preparada de tal o tal otra forma, pero todos estaban de acuerdo en algo: en que la experiencia de cocinarlo había sido una de las mejores de su vida y que el platillo, efectivamente, era un manjar que valía la pena para los comensales.
Si hay sarcasmo en sus respuestas, no lo notas.
Lo único que te duele más que la incredulidad general es el descalificativo propio de “imbécil” que más de uno te dio, y con el que varios estuvieron de acuerdo.
Dudoso, vuelves a la receta para cerciorarte de haberla seguido al pie de la letra. Lo hiciste. Llegas a la conclusión evidente: todos ahí son unos estúpidos.
Casi sin saberlo, pasas por alto la resequedad constante de tu boca, que cada cierto tiempo te obliga a tomar agua para mantenerse hidratada. Quizá porque resulta irrelevante: un efecto del calor húmedo que tanto te encanta. El tipo de calor que sólo tú eres capaz de sentir en esta época del año, y que te recuerda tanto al clima de playa en verano, a pesar de ser invierno…
Por la tarde tomas tu pastilla, pero al no encontrarla efectiva arrojas la caja al suelo, encolerizado.
Ya no cepillas tu boca. No es necesario. En lugar de eso, te pones el pijama, apagas todas las luces y avanzas a tu cama cómodamente, pero a medio camino algo pasa, la lengua se te despierta y te obliga a volverte al armario de medicamentos, en el baño. El dolor es tremendo: es como si algo ahí dentro se estuviera removiendo, pinchándote; sientes, por primera vez, un dolor equiparado al que sentiría un colmenero al que las abejas asaltan con el traje agujereado. La sensación es casi la misma, pero multiplicada por diez.
Llegas al armario, lo abres —presa de una desesperación irrefrenable— y al cerrarlo de nuevo contemplas horrorizado algo que, sin saberlo, ya intuías: que la lengua se te ha vuelto una masa amarillenta y reseca. Haces un cuenco con las manos y permites que se llene con el agua del grifo manoseado. Lo subes a tu cara. Luego sumerges tu lengua, colgante y pálida, y la dejas ahí durante un buen rato, hasta que recupera su humedad habitual.
Entonces, lentamente y con miedo, vuelves a ladearla: esta vez la herida está casi cerrada, pero te das cuenta de que algo malo pasa: al acercar tus dedos y palpar la capa externa, sientes asustado ese segundo latido involuntario que tú creías muerto y ahogado en el fondo de todo.
Luego, el horror: aquel bulto macizo y palpitante se mueve.
La ventana del foro sigue abierta, aunque minimizada. Vas a la barra del fondo y la expandes en la pantalla. Lees la receta una vez; dos. Por fin, a la tercera, te das cuenta de algo importante: el internauta que la había subido advertía levemente los cuidados que uno había de tener al remover las vísceras del animal.
“El peligro”, comprendes al fin, el peligro que te ha tocado, y al que has ignorado olímpicamente en tus sueños de compartir tu palabra con el mundo, yace en ese gesto en apariencia trivial, pero muy importante.
La palabra con “pe” resalta ahora, clara y poderosa, en medio de las demás. Lo curioso es que siempre ha estado allí. Y por primera vez, caes en la cuenta de todas las otras veces en que también la has visto, y hasta ignorado.
Abres una segunda ventana de inmediato. Buscas desesperadamente otras recetas similares que hablen de cómo preparar al mismo animal. No las hallas, o no las suficientes.
En todas se advierte de la limpieza profunda que uno debe tener antes de hervir la carne. Información valiosa, mas inútil ya.
El artículo va por secciones: ciclo de vida, hábitat, hábitos reproductivos, alimentación y, por último, la palabra con “pe”: parásitos.
En cambio, lo que abundan son documentales sobre el imputado y artículos de su vida silvestre. Abres uno de ésos. Te tiemblan las manos.
Tus ojos saltan ávidamente de una a otra las palabras volátiles de la pantalla. El artículo va por secciones: ciclo de vida, hábitat, hábitos reproductivos, alimentación y, por último, la palabra con “pe”: parásitos.
La ventana tarda una eternidad en cargarse. La información va apareciendo por cuadritos: habla de cierto tipo de parásitos de altamar que conviven en abierta simbiosis con ese animal. Su foto aparece al final del artículo. Dice, entre otras cosas, que se trata de un octópodo de mar —similar a la araña, pero con características notablemente distintas— que devora su lengua y reemplaza su función deglutiva dándole los alimentos ya triturados: “El parásito busca siempre rincones oscuros y cálidos como madriguera, condiciones difíciles de hallar en mar abierto, pero que una lengua presenta naturalmente; una vez instalado en su huésped, se aferra a este órgano y va consumiéndolo poco a poco, de adentro hacia afuera, hasta desaparecerlo. Entonces no corre peligro: se vuelve necesario. A partir de ese momento, el parásito lo reemplaza en funciones sin causar mayores molestias. Incluso después de que el huésped muere, sigue viviendo en él y usa su cuerpo como alimento para él y sus crías…”.
Sientes náuseas y corres al baño. Apenas te da tiempo de agachar la cabeza ante el lavabo cuando el líquido a medio digerir de tu comida sale expulsado con violencia. Parte de él cae en el lavamanos; la otra se desparrama tras una segunda arcada, una tercera, sobre el piso.
Quieres afianzarte a algo, pero tus manos, usadas como cáliz ante la catarata de vómito, están resbalosas y sucias, y no puedes hacerlo. En cambio, te las tallas con enjundia y luego, enjuagándote la boca por enésima vez, te atreves a mirar de nuevo: el bulto del fondo ya no se mueve.
Vas a la cocina. Tomas un cuchillo de sierra y lo llevas al baño, contigo; pasando por tu cuarto, tomas también una lámpara.
Luego te quedas esperando una hora o más el movimiento, hasta que la espera se te hace insoportable y tienes que actuar por tu cuenta, obligándolo a moverse.
Al principio reprimes una nueva arcada cuando sientes a tu índice rozar la campanilla, y sigues aplastando la bolita con los dedos hasta que ésta parece cobrar vida. Entonces, apuntándote con la lámpara para estar seguro, haces un descubrimiento horripilante: aquellos hilos blancos que antes confundiste con pellejos son en realidad las patas lechosas y largas que antes has visto en la pantalla. Las ves moviéndose a una velocidad alarmante por la apertura hasta que terminan de desaparecer dentro de la boca.
Decides actuar de inmediato. Al menos, todavía puedes sentir. Con suerte, el animal no ha devorado tanto… La lengua está ahora más hinchada que de costumbre y sientes dentro de ella una textura granulosa y rara, diferente a la de la mañana.
Hoy más que nunca te interesa hablar con alguien y pedirle ayuda. Lamentas profundamente no haber cultivado buenas relaciones a lo largo de tu vida. Suspirando, vuelves a mirarte al espejo y tomas el cuchillo de sierra.
Con los dos dedos de la mano izquierda, palpas la irregular superficie de la lengua sintiendo la resequedad y el olor putrefacto llegar a tu nariz de rebote. Lentamente intentas aplanar la superficie, primero con suavidad y luego con una viveza asustadiza. En algún momento, rozas con tus manos una zona más voluminosa de lo regular y el horror te paraliza de pronto, al sentir al animal moverse enloquecido de un lado a otro.
Arrastras lenta, pero pacientemente, al animal hacia la herida abierta.
Sin perder tiempo, apresas con tus dedos esa masa informe mientras imploras, con todo tu ser, no verte obligado a usar el cuchillo… En lugar de eso arrastras lenta, pero pacientemente, al animal hacia la herida abierta; lo sientes luchar rabioso dentro de tu lengua, golpeando los bordes casi como si fuera capaz de enterrarse todavía más o estuviera haciéndolo…
Pero la herida es demasiado pequeña, y ya ha sanado en algunas de sus partes.
Con el cuchillo, haces una apertura vaga e imprecisa siguiendo la línea original de desgarre. El filo irregular no facilita la tarea. El dolor se torna casi insoportable…
Por fin, con una explosión diminuta de sangre y líquido amarillo, logras expulsar al animal de tu lengua y lo ves aplastarse contra el interior de la mejilla, agitando con urgencia los flagelos suaves de sus patas. Entonces lo lanzas con todas tus fuerzas hacia fuera, fuera…
La cosa cae, aún viva, sobre el piso húmedo de vómito, y se desliza a gran velocidad hasta la esquina en donde se halla la tina. Tú la miras unos momentos, inmóvil y como hipnotizado, mientras se aleja cada vez más empleando las patitas blancas, que se desdibujan en el aire como sueños vagos e imprecisos…
Con un movimiento automático, te recargas en el borde mojado del lavamanos, pero resbalas y caes también al suelo, golpeándote la cabeza.
Sientes una nueva mordida sobre tu lengua, esta vez obra tuya. La visión doble, que vibra en el aire como la cuerda ondulante de una guitarra, va precisándose poco a poco y notas, ya en el piso, el lugar al que se dirige a toda velocidad: una coladera. Sin saber cómo, la parte instintiva e irracional de tu cerebro vuelve a apoderarse de ti y te lanzas al ataque.
Es una pelea rápida e intensa. Para cuando terminas, los miembros de aquella cosa están embarrados en el piso y tú jadeas, alegre de que la pesadilla haya terminado.
Es una lástima no haberla retratado: te habría gustado tomar una foto de aquella cosa cuando aún estaba viva, ya no para advertir a los miembros del foro lo que podría ocurrirles también si se animaban a preparar la receta, sino para tener una prueba fehaciente cuando hablaras con el médico y le expusieras el caso… a lo mejor ya no se acuerda de lo de la puerta… a lo mejor tiene reparación…
Pero estás cansado y confundido, y decides esperar hasta mañana.
Sin embargo, horas más tarde, algo te despierta de nuevo.
Un movimiento extraño en la lengua —como un entumecimiento— se cuela a través de tus sueños nublados por la lluvia que cae afuera y por la tormenta que ya cae dentro, en que una ola te lleva y te ahogas en medio de un mar despiadado, lleno a rebosar de creaturas desconocidas y poco exploradas, y mientras la respiración parece irse quedando en medio de aquellas bocanadas de agua que reclaman una vuelta al fondo como los seres primigenios…
Alzas la cabeza, y antes de que todo desaparezca, entrevés en la oscuridad del abismo un par de mandíbulas diminutas que se cierran sobre sí mismas en un anuncio infernal.
Te levantas con ese dolor horrible en la lengua y sientes que la cabeza te va a reventar.
¿Cuántas horas han pasado desde que mataste al parásito? El cuarto de baño sigue igual de sucio que como lo dejaste: hay hormiguitas rojas removiendo los restos de vómito y las patitas rotas del animal. Las ves avanzar con sigilo y desaparecer en una oquedad de la pared, junto al contacto de luz.
Luego te asomas fuera: debe ser ya mediodía. Quizá la una o dos de la tarde.
Y el hormigueo, que no conoce de horas, se reanuda.
Y a pesar de que no tienes tiempo, de que quieres aplazar por siempre tu visita a ese último rincón de tu lengua, te asomas.
Todo pasa igual de rápido que en una película.
El horror.
La visión deforme de ti que te devuelve el espejo, a través del vaho.
Las diminutas patitas blancas moviéndose ininterrumpidamente en todas direcciones.
El olor potente e insoportable del tufo de la boca, con las bacterias brotando casi visiblemente a través de las cuarteaduras y la resequedad. La visión deforme de ti que te devuelve el espejo, a través del vaho.
Cierras el agujero de inmediato. Quién sabe si alguna vez vuelvas a abrirlo.
Regresas a la computadora —aún abierta, pero suspendida— e inicias sesión nuevamente.
Sigues con tus ojos la lectura del parásito, pero es casi imposible hacerlo porque la vista resbala de una palabra a otra, y sólo hasta que encuentras lo que estás buscando te detienes: habla de las crías. Dice: “En condiciones óptimas, los parásitos pueden poner de seis a ocho crías; en casos excepcionalmente buenos —como en temporada reproductiva o en hábitats libres de cazadores del pez huésped—, éstas aumentan de doce a dieciséis… Las crías tienen un período de incubación bastante corto y su abundancia se debe al entorno hostil en el que viven, pues en su andar fuera de la caverna bucal son presas fáciles para otros depredadores…”.
Arrojas la computadora al suelo. No quieres saber más del asunto.
Regresas al baño, pero antes recoges del armario junto a tu cama la linterna de mano y el cuchillo de sierra recién afilado. Y te plantas frente al espejo.
Mientras miras, quizá por última vez, el miembro pálido y lánguido con las pupilas resecas, decides que, si no volverás a comer lengua, nadie más lo hará.
Diriges la luz con una mano, tomas el cuchillo con la otra.
Y esperas.
- Delicias.com - jueves 27 de abril de 2023