El sábado nos casábamos, así que fui a buscar el vestido el jueves por la mañana. Tenía un buen trecho con el coche. Escuché música tanto de ida como de vuelta, y cogí los peajes. Llevaba unas gafas de sol grises y un pañuelo que había comprado en las rebajas, de lunares, atado a modo de diadema.
Maricarmen no estaba, era el funeral de Dolores. Había dejado mi vestido preparado con la aprendiz. Estaba colgado en su funda blanca, frente al espejo. Me lo probé por última vez antes del sábado, con los zapatos y el velo, para comprobar el largo. La aprendiz sacó el cinturón que yo había pedido, de raso. No me gustó, pero no dije nada porque Maricarmen no estaba y porque había muerto Dolores. Pagué la última cuota y la aprendiz me preguntó dónde había aparcado. Cuando supo que el coche estaba cerca, dudó y dijo, por educación:
—Si quieres te acompaño, para que no vayas tan cargada.
—No, no hace falta —respondí yo.
—Que seáis muy felices, entonces —dijo.
—Sí, gracias —dije yo, guardando la tarjeta.
—Y envíanos algunas fotos, cuando las tengas.
—Claro que sí.
Era una chica más o menos de mi edad, pero ya tenía una arruga siempre marcada en el entrecejo.
Me preguntaban: “¿Cuándo te casas? ¿Cómo se llama el novio?”.
De camino al coche tuve que pedir ayuda a dos señoras que pasaban por allí, recién peinadas de peluquería. “Claro que sí, maja”, dijeron. Una llevó la caja de los zapatos, la otra la bolsa del velo y el cinturón. Me preguntaban: “¿Cuándo te casas? ¿Cómo se llama el novio?”. Llenamos los asientos traseros. Una de las dos era rubia, la otra ya se había dejado las canas.
—Que seáis muy felices —me dijeron las dos—. Y ojalá que de aquí al sábado se vaya un poco el calor. Si no lo pasaréis muy mal.
El volante y la hebilla del cinturón ardían. Tuve que esperar, con el aire acondicionado en marcha, antes de poder salir. Me dolía la cabeza y sudaba. En la radio hablaban de una ola de calor.
Cuando llegué a casa bebí tres vasos de agua muy fría. No había nadie, así que encendí la radio para no sentirme sola. Fui a mi baúl y abrí la hucha. Había estado esperando hasta ese día para hacerlo. Allí estaban todos mis ahorros desde los dieciocho años. Había apartado cinco euros cada semana: tenía unos 1.500 euros. “Este dinero no es mucho, pero es sólo mío”, me dije. “Con él me daré un último capricho”.
Habíamos decidido que el jueves no nos veríamos: él tenía que trabajar, era su último día. Yo tenía que hacer los últimos recados.
Por la tarde, después de comer, fui a hacerme las uñas. Todavía no sabía qué color escoger.
—¿Tendréis niños pronto? —quiso saber la esteticien.
—No lo sé, nunca se sabe.
—Si no queréis niños todavía ir con cuidado. Sois muy fértiles a vuestra edad. Yo me quedé embarazada enseguida, en la luna de miel.
—Anda, mira.
—De regreso, en el avión, lloraba.
—Anda.
—Tenía veintidós años. Me daba mucho miedo el parto. Y más miedo todavía me daba quedarme gorda, como mis hermanas.
—Anda.
—¿Tú tomas la píldora? —me preguntó.
—Sí —dije—, hace tiempo.
Cuando salí de allí sólo quería caminar y notar un poco la brisa, pero no había brisa. Tenía que ir a la farmacia, a comprar el jabón para desmaquillarme, y el lápiz de ojos. La farmaceuta sólo me miraba las uñas.
—Hace calor, ¿eh? —dijo—. Pobres los que se casen este fin de semana.
—Sí, pobres.
Al verles yo giraba la cara para que no me reconocieran, y así no tener que saludarles.
Salí a la calle. “Iré a verle”, pensé, y me eché a caminar. Eran las seis menos diez. El sol me quemaba en la nuca. Me senté en el portal de la mercería, enfrente del taller, y esperé a que saliera. Empezaron a salir sus compañeros uno por uno. Al verles yo giraba la cara para que no me reconocieran, y así no tener que saludarles. Al fin salió, el último de todos, a las seis y diez. Daba calor verle con el uniforme, sucio de grasa. Llevaba una carpetita con su nómina.
—Vamos a nadar —le dije—. ¿Qué me dices?
—¿Ahora?
—Sí.
—No puedo —contestó. Se reía—. ¿No te acuerdas? Voy a recoger el traje.
—Ya, sí.
—Me caso pasado mañana —dijo—. No sé si te acuerdas.
Y se reía, llenando toda su cara de alegría. Los ojos le brillaban. Tenía unas mejillas magníficas, sanas. Le di un beso. Le empezaba a salir la barba. Me habría gustado estar tranquila y feliz como él.
—¿Tú no tenías que recoger algo de las flores? —preguntó.
—¿Los prendidos?
—Sí.
—No es hoy —dije—. Es mañana por la mañana.
Empezamos a caminar hacia su coche.
—Entonces ¿mañana no nos vemos? —preguntó.
—Sí, claro.
—¿Cuándo?
—Para ir al hotel —dije—. A mediodía. ¿No te acuerdas?
—Ahora que lo dices sí.
Insistí y fuimos a tomar un helado en la esquina. Me recalcó que sólo tenía diez minutos; estaba ansioso por llegar tarde a recoger el traje. Yo tenía la necesidad de estar sentada con él, frente a frente, para mirarle en detenimiento. Todo el día me había torturado el miedo.
No paraba de hablar: hablaba del viaje, de los pasaportes, del poco tiempo que tendríamos para hacer las maletas después de casarnos.
Tomé leche merengada y él un cono de vainilla. No paraba de hablar: hablaba del viaje, de los pasaportes, del poco tiempo que tendríamos para hacer las maletas después de casarnos. Hablaba de regresar los dos al trabajo, detestaba esa perspectiva de normalidad. Al final se acordó, con un sobresalto, de los anillos: no sabía quién los tenía.
—Mi madre los tiene —le dije—. No te preocupes tanto. Te preocupas demasiado.
Nos mirábamos a los ojos. Siempre me habían gustado sus ojos. Eran limpios. No encontré nada desagradable en él, ni en su cara, ni en su modo de hablar.
Me acordé de aquella vez, al principio de nuestra relación, en que yo había querido dejarle. Él no lo había sabido nunca, pero aquello había ocurrido en mi cabeza.
—Ven aquí —dijo. Me abrazó y dio besos. Olía a grasa—. Anda, mañana nos vemos. Descansa un poco.
—Iván —dije.
—¿Qué?
—¿No crees que nos tendríamos que haber casado en otoño?
—¿En otoño? —preguntó—. No. ¿Por qué?
—Habríamos podido aceptar el trabajo en Madrid.
—No lo habríamos aceptado de todos modos —me aseguró—. Nunca habríamos ido a vivir a Madrid. No nos habríamos ido de aquí.
Cuando se fue me quedé mirando el humo de su coche, estancado en el aire caliente. No se disipaba. Ya se había ido y yo todavía veía sus ojos en el retrovisor, cuando se había despedido de mí con un gesto.
De repente me acordé de Dolores y sentí pena de no haber ido a su funeral. Me acordé de lo que me había dicho la primera vez que me habían tomado medidas en el taller.
—Ahora os queréis mucho, ahora todo es como un cuento. Espera que pase el tiempo y verás. Cuando estés sentada en tu camita, doblando sus calzoncillos, pensarás: ¿qué hago yo aquí?
Maricarmen se enfadó.
—Dolores… —le dijo—. No seas así. Hoy en día no es como antes. Cuando nos casamos nosotras era diferente. Esta chica hace mucho que conoce a su novio. Le habrá visto los calzoncillos varias veces. Y doblarlos, seguro que se los dobla él mismo.
Subí al coche con el sudor cayéndome por la espalda. La pantalla marcaba 32ºC. Arranqué el motor y encendí el aire acondicionado… Miré el reloj: eran las siete menos diez. Dolores ya estaría enterrada. Y me reí, acordándome de la expresión que tenía aquel día, cuando hablábamos de los calzoncillos de Iván.
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