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El último secreto de Hermann Hesse, de H. G. Quintana
(selección)

viernes 9 de junio de 2023
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“El último secreto de Hermann Hesse”, de H. G. Quintana
El último secreto de Hermann Hesse, de H. G. Quintana (El Barco Ebrio, 2022). Disponible en Amazon

El último secreto de Hermann Hesse
H. G. Quintana
Novela
Editorial El Barco Ebrio
Madrid (España), 2022
ISBN: 978-8415622260
265 páginas

Se dirige hacia la oficina de correos que estaba al final de la plaza de Montagnola. No lo hace con premura, sabe que tiene todo el tiempo del mundo para andar —¿o podía ser desandar?— el camino que ahora recorre. El tiempo es siempre un aliado, se dice, y trataba de mantenerlo como máxima de su vida diaria. Tampoco tiene muy claras las ideas de cómo exponer sus dudas. Las formas pueden ser importantes si quiere respuestas que no le ahoguen sus propias preguntas y no tiene decidido cómo hacerlas, cómo explicar que era normal lo que podía verse extraño, cómo dejar claro que no era un intruso sino una parte del entramado que se avecinaba. Sus pasos son decididos, con una cúspide de seguridad que tuvo desde que inició esta encomienda personal y que creía había perdido al llegar a Montagnola.

Se hace a un lado esperando a que una furgoneta azul claro descargara prensa en grandes paquetes atados con cinta. Da dos o tres pasos inseguros frente a la oficina antes de decidirse. Intenta ensayar un plan que le de la seguridad de poder llegar a lo que anhela y nada le parece adecuado para el momento. Un muchacho de más o menos su edad hace toda la operación de carga y descarga bajo la mirada e indicaciones de un hombre ya mayor que a veces coge un paquete y lo lleva despacio hasta la furgoneta mientras habla con el muchacho. A este último se le caen unos de los paquetes y puede oír desde donde se encontraba la reprimenda que le echa el otro. La gente confiaba en ellos y no podían defraudarlos de aquella manera, iba a tener que buscar un sustituto si no era capaz de hacer bien su trabajo. ¿Y por qué no?, se pregunta Leopold. ¿Por qué no podría intentarlo él?

El auto parte renqueando entre gemidos del motor mientras salva con destreza las ondulaciones y huecos de la vía. Concibe un plan, lo vio delante de sí mismo sin que fuese consciente antes de que fuera una vía adecuada para intentarlo. Así que sin pensarlo más entra a la oficina de correos.

Lee también en Letralia: reseña de El último secreto de Hermann Hesse, de H. G. Quintana, por Jorge Gómez Jiménez.

No es muy amplia, desde fuera se intuía. Imagina que aquel espacio es más que suficiente para guardar toda la información que podría salir o entrar de la ciudad. No era necesario más. Sólo una persona atiende detrás del mostrador. Hace cola detrás de una mujer con un abrigo descuidado y medio sucio que cobraba al parecer un giro enviado desde Alemania. Al menos eso parecía intuir de la conversación animada que tiene la señora con el hombre que está detrás del mostrador. Después de atenderla el hombre entra a un lateral de la oficina donde se no le puede ver desde el mostrador. La mujer sale despacio, camina con un esfuerzo sobrehumano. Imagina que viviría sola, en una casa oscura y llena de gatos o perros y un jardín olvidado. Quizá su hijo o su hija vive en Alemania —no puede imaginar de qué, y la prostitución no es improbable— y le envía dinero cada mes para que pueda sostenerse hasta su muerte. Esa hija no tiene intención de venir a verla o no puede por su trabajo, y está claro que vendría una vez al año o incluso cada dos años. Imagina que esa hija o hijo tendría reproches que hacerle a su madre, y conjeturando un grado más allá, hasta un punto de odio en el que se negaba a verla a menudo, y a la vez le impide dejarla morir de hambre. Ríe de su ocurrencia, leía demasiado a Balzac.

El hombre sale de su sitio tras el mostrador.

—Sí, dígame.

Leopold coloca las dos manos sobre el mostrador, cual si quisiera dejar ver la pureza de sus intenciones.

—Acabo de llegar a la ciudad y voy a estar un tiempo por aquí y me preguntaba si no necesitarían alguien en la oficina.

El hombre dibuja en su cara una sonrisa forzada.

—No, la verdad es que ahora mismo no necesitamos…

—Tengo experiencia, sé mecanografía y tengo muy buena mano para diseñar —lo interrumpe mientras repara en las paredes de la oficina.

—Debería hablar con el señor Petrini, pero ya le digo que no creo que necesite personal. Ahora no está, puede intentarlo más tarde.

—¿Demora mucho?

—¡Oh, no, debe estar al llegar! Puede esperarlo si le apetece.

—Muchas gracias, eso voy a hacer, si no le molesta.

—Por favor —dice el hombre mientras extiende su mano derecha ofreciéndole toda la oficina y vuelve a entrar a la parte trasera donde no se le puede ver.

Leopold piensa que es descortés al esperar allí. Podía haber usado cualquier pretexto para regresar más tarde, pero a la vez sabe que el hecho de poder entablar conversación con el hombre es una de las opciones más a la mano y eficaces para poder seguir adelante. No sabe cómo introducir el tema. Le daría su confianza al tiempo que, si se sabe aprovechar, es un gran aliado. Todo podría caer por su propio peso, sin forzar la conversación.

El hombre regresa del interior en unos minutos.

—¿Hace mucho que ha llegado a la ciudad? —pregunta el hombre sin convicción.

—Justo hace unas pocas horas, con el tiempo suficiente para un desayuno y salir a encontrar trabajo.

—Entonces piensa establecerse por largo tiempo.

—Es lo que intento. Vengo de una ciudad con mucha vida económica, necesito tranquilidad para la pintura.

Con el arte se necesita paz, aunque en estos tiempos esa palabra suene extraña.

—No está mal —dice el hombre con un amago de sonrisa, y pasa una mano por su cabeza como si sacudiera un insecto—. Con el arte se necesita paz, aunque en estos tiempos esa palabra suene extraña.

Mientras espera entra un anciano para enviar un telegrama y una niña enviada por su madre a comprar un sello.

—Veo que no tienen excesivo trabajo ahora —se le ocurre decir sólo por abrir un tema de conversación luego de unos segundos de silencio.

—Sí, en esta época menos —responde el hombre—. Hay otras en las que hay bastante trasiego de correspondencia.

—Imagino. Depende de ciertas temporadas y del tipo de persona que recibe correspondencia.

Se le ocurrió intentar arrojar un cebo por ver si el hombre cae en la trampa.

—Yo estuve en la oficina de Zúrich por unos meses —miente Leopold—, y el trabajo era intenso también.

Nunca ha trabajado en oficina de correos alguna. Su madre quiso colocarlo de aprendiz de algún taller de reprografía por aquellos años; él siempre se había negado, a pesar de tener una alta capacidad para ejercer cualquier trabajo. Sin embargo, comprendió que ya estaba listo su cebo; sólo faltaba arrojarlo.

—Teníamos entre nuestros asiduos a un músico muy apreciado en la ciudad. Componía para el teatro y tenía locas a las mujeres. No parábamos de llevarle correspondencia a diario.

El hombre lo mira con confianza. Quizá se siente comprometido a revelar algo de sí mismo porque el desconocido le había dejado ver algo de su propia vida sin que le preguntara.

—El señor Petrini se queja de un señor de por aquí también.

Leopold comprende que su cebo había sido picado.

—¿No me diga? ¿Recibe mucha correspondencia?

—Sí, demasiada. Es periodista y novelista. Su nombre es Hesse, Hermann Hesse.

—¡Vaya, si es periodista! —finge una sonrisa.

El hombre sonríe también. Leopold comprende que, si alguna vez tuvo algún titubeo, éste había quedado atrás hacía un rato.

—Y lo peor es que vive en la Collina d’Oro. Imagine, para llegar allí siempre es una odisea.

Así de sencillo fue colocar el cebo, piensa una hora y media después frente a aquel cartel amenazador en la entrada de una inmensa finca. No se permiten visitas, por favor. El texto lo intimida, acrecienta la turbación que ya acarreaba antes implícita. Intuye que no puede salir bien, que algo llevará a un punto oscuro e indeterminado en el cual las explicaciones serían vanas y carentes de sentido.

No se permiten visitas, por favor, está escrito en un cartel con letras muy grandes, de un marrón intenso, y dibujadas a mano con excesivo cuidado. Destaca sobre el fondo claro de un trozo de muro a la izquierda de la entrada a aquella enorme casa que parece sacada de un texto de Stevenson. Sabe que nada puede detenerlo, que un simple cartel, por coercitivo que sea, no debe detenerlo ni frenar su ímpetu, aunque sí lo detiene la posibilidad de violar las reglas del juego que le exponen porque no es la mejor vía para concluirlo.

No ha llegado hasta aquí para detenerse ante la primera adversidad, aunque no sabe si, por prudencia, debería dejarlo para otro día. No puede estar seguro de que hubiese la más mínima posibilidad de conseguir al menos una pequeña parte de sus propósitos en el día de hoy. Da un paso decidido hacia el interior de la finca y hace caso omiso al cartel imperativo de la entrada.

¿Cómo pudo dejar su vida tranquila —aparente, es verdad, pero tranquila al fin— para embargarse en esta aventura de locos?

Mira el camino que está entre el muro con el cartel y la puerta de entrada. Es largo y se pierde en un final impreciso, cual su propio destino. Sabe que franquear aquel portón conlleva el paso primero hacia lo que le embarga. Su cabeza es un hervidero. ¿Cómo es que ha llegado hasta aquí? ¿Cómo pudo dejar su vida tranquila —aparente, es verdad, pero tranquila al fin— para embargarse en esta aventura de locos?

Camina despacio, sin premuras, lo ha estado haciendo todo el día desde que sus pies tocaron Montagnola. No es usual en él. Su juventud le hace tener ciertos arranques que muchos llevan mal: esto es diferente. Aquí debe aplicar la teoría del tiempo como aliado y no por convicciones personales, sino porque es verdad. El tiempo debe tomarse con calma para que lo ayude en sus empresas, en ésta, sobre todo.

Al final del camino le parece ver un movimiento de personas que vienen de vuelta de la casa. Hace por detenerse. No, no viene nadie. Camina por un sitio cubierto de árboles. La sombra que proyectan le da un aspecto lúgubre a la vía por la que asciende. En escasos sitios se puede apreciar la luz directa del sol. Aquella carretera debía ser intransitable de noche, siente un escalofrío mientras se imagina solo en medio de aquel paraje intentando alcanzar la casa o la salida hacia la ciudad.

Llega a su destino. Delante de él se yergue la casa, cual un faro al que seguir o una empalizada que ganar. Es una casa de dos plantas, tallada en piedra, con una puerta recia bajo un arco de medio punto y una ventana alta, no muy grande a su derecha. Más allá de la ventana se ve otra a la misma altura junto a una puerta de dura madera que parece custodiar una torre que tiene una planta más que el resto del edificio.

No se aprecia movimiento alguno. Las ventanas de la vivienda están todas abiertas excepto las que pertenecen a la torre. Se percata de que una ventana de la segunda planta en la torre deja entrever una figura humana oculta tras las sombras del interior. Se siente abrumado. Presiente que llega a un punto muy importante. Hace un gesto con la mano hacia la figura y no recibe respuesta. Duda aún unos segundos. Se queda paralizado en el lugar un buen rato, sólo pendiente de la figura que se deja entrever por unos segundos más y desaparece en un costado.

Tras unos minutos surge, por lo que parece ser la entrada principal, un hombre delgado vestido con un traje azul, muy elegante. No trae una cara muy amigable.

—¿En qué puedo ayudarle? —dice con un ligero tono de intimidación.

—Perdone, no quiero molestar —las palabras le salen entrecortadas y dificultosas—. Sólo busco a Hermann Hesse porque me dicen que vende cuadros en su casa.

—No se hacen ventas en la casa. ¿No vio el cartel de la entrada? —al escuchar el motivo el rostro del hombre se hizo menos agresivo, sus palabras son aún duras.

—Perdone, no quería molestar. ¿Dónde puedo adquirir un cuadro de él?

—Mire, en la tarde estaré con los cuadros en la entrada principal. Allí donde está el cartel de que no se permiten visitas.

Leopold lo mira contrariado.

—¿Estará usted?

—Sí, claro, estaré allí con mis cuadros —el hombre le señala la carretera de entrada.

Leopold se vuelve a disculpar y retrocede sobre sus pasos. ¡Mal comienzo!, dice. Sabe que aquel hombre no es Hermann Hesse.

H. G. Quintana
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