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El clon

martes 5 de septiembre de 2023
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Primera parte

Estaba nerviosa. Entraba al baño cada cierto tiempo para cerciorarme de que me veía igual de bien que la última vez que me había mirado en el espejo. Había esperado poco más de un mes para volver a verlo, pero nuestros itinerarios y la lentitud en la comunicación no nos habían permitido reencontrarnos. Yo estaba en París y, después de un curso de verano para aprender francés, por fin era libre de subirme al tren que se me diera la gana, así que le escribí un e-mail preguntándole si se le antojaban besos sabor durazno, que era la fruta de temporada. Me contestó muy pronto que claro que se le antojaban y que le dijera la fecha y la hora de mi llegada en cuanto hubiera comprado el boleto. “Llego el viernes a las 12:40”, le respondí desde el café internet de los árabes enfrente del hotel. No teníamos otra forma de comunicación, los smartphones no habían conquistado aún todas las vidas del planeta. Nos habíamos conocido hacía un mes en un concierto de Arctic Monkeys en Nîmes. Yo iba con un amigo y su novia, pero ellos se perdieron en la multitud tratando de llegar hasta enfrente cuando todavía estaba tocando Arcade Fire. Me quedé sola en medio de un montón de franceses adolescentes sin saber para dónde moverme. No había acordado con mi amigo un lugar de encuentro en caso de perdernos entre la turba. El escenario se vació de los Arcade Fire y los técnicos empezaron a acomodar los instrumentos de los Arctic. El aire olía a marihuana cada tanto y la gente tomaba cerveza con poco gas en vasos grandes desechables de cartón. Me llamó la atención que el público esperaba el siguiente acto más o menos calmado y no chiflaba ni aventaba vasos de cerveza al aire para demostrar su impaciencia como es común en mi país. Pasaron unos veinticinco minutos hasta que escuché los gritos extasiados de la gente anunciando que Alex Turner había puesto pie en el escenario. Grité contagiada por la emoción de todo mundo al verlo y dejé de sentirme sola. Abrieron con The View from the Afternoon, que obviamente hizo que el piso retumbara de tanta gente brincando superenergizada. Yo a Luis lo veía todo el tiempo desde atrás porque sobresalía por su altura. Nos fueron acercando nuestros brincos hasta que nuestros hombros se rozaron mientras gritábamos junto con la banda y el público al ritmo de Balaclava. La gente gritó emocionada cuando Alex Turner se sentó frente al teclado, anticipando la siguiente canción en el setlist. Yo debo haber gritado particularmente fuerte porque él volteó a verme por primera vez y sonrió ante el paroxismo de mi reacción al ver a un tipo sentándose frente a un teclado. Sus ojos verdes eran naturalmente tristes, de forma que cuando sonreía, su rostro, todo, se volvía contradicción. Pareció que estaba por decirme algo, cuando la primera nota superreconocible del teclado sonó y los gritos de los fans ensordecieron el aire. Era 505, mi canción favorita, que se trata de una despedida en un tren, y de Alex cubriéndole los ojos a una mujer, y de esa misma mujer recostada sobre su costado con sus manos entre los muslos, y de cómo él se desbarata al verla llorar. “Merci”, dijo Alex Turner con ese acento inglés irresistible, entre los gritos entusiasmados de la gente, mientras los miembros de la banda abandonaban uno a uno el escenario agitando los brazos y las manos para despedirse. La multitud comenzó a dispersarse y caminar hacia la salida del anfiteatro y entonces Luis me habló. “Where are you from?”, preguntó amistosamente. “Mexico”, contesté, and you?”. “¡También!”, exclamó sorprendido. “No pareces mexicano”, lancé yo. “Mis abuelos eran todos extranjeros”, contestó apenado. Su sonrisa contradictoria transmitía una especie de bondad melancólica que me provocaba confianza. Salimos juntos del lugar. Le conté que mi amigo y su novia se habían perdido y me acompañó a esperarlos a la salida hasta que se vació por completo la arena, pero no los vimos. Me propuso ir a comprar una botella de rosé y caminar un rato por la ciudad esperando encontrarlos. No teníamos hotel porque habíamos viajado a Nîmes sólo para ir al concierto en nuestro paso hacia Toulouse. Luis estaba trabajando en el viñedo de un tío por el verano en Perpiñán, a donde planeaba regresar por la mañana después de dormir en la estación un par de horas, pero me encontró. “Excusez-moi, monsieur”, le preguntó con su acento perfecto a un señor que iba pasando, y después algo sobre una épicerie que sinceramente no puedo recrear (lo poco que aprendí en mi curso lo olvidé con el tiempo por falta de práctica), y el señor le dio indicaciones de qué calles tomar para encontrar la tienda de abarrotes. Nos pasábamos la botella uno a otro mientras platicábamos de cualquier cosa caminando sin rumbo. “¿Cómo es que hablas tan bien francés?”, le pregunté. “Porque tengo familia en Francia y vengo de visita todos los veranos”, repuso. Luego se nos fue el tiempo hablando de literatura y así nos fuimos, poco a poco, enamorando. Hermann Hesse, Albert Camus, Simone de Beauvoir, Juan Rulfo, Virginia Woolf; nada fuera de lo común, pero sentimos una conexión indescriptible, del tipo del que los dos sospechamos que se tiene pocas veces en la vida. La mayoría de mis amigos eran más cinéfilos que bibliófilos y los chicos que me gustaban normalmente leían cosas de la escuela por obligación, si acaso, y más bien se la pasaban comprando discos nuevos de las bandas más interesantes del momento. Él también, pero además de eso leía mucho y hablaba tres idiomas perfectamente. No era, lo que se dice, guapo. Tenía la cara larga y una nariz protuberante que denotaba su herencia francesa. Era superdelgado y tenía unos brazos muy lindos, como de que de vez en cuando hacía ejercicio. Me encantaba verlo sonreír.

De mi amigo y su novia no hubo rastro, se los comió la tierra o se acabaron a gritos enfrente del escenario. Tarde en la madrugada decidimos caminar a la estación y tratar de dormir allí un poco. Dormimos tirados en el piso sobre mi mochila, que había dejado guardada en un locker. Subimos al mismo tren a las cinco de la mañana, aunque yo iba a transbordar en Narbona y él se seguía a Perpiñán. Dormimos abrazados, cubiertos con mi sleeping bag, despertándonos cada tanto para asomarnos por la ventana y presenciar los cambios de luz afuera, en el campo, que el movimiento rotatorio de la tierra iba provocando, hasta que tocó bajarme.

Nos dimos un beso en la boca, sin lengua, y prometimos volver a vernos.

 

Qué tal que lo veo y ya no me gusta, pensé, acordándome de esa escena devastadora de El amor en los tiempos del cólera.

Un mes más tarde, aquí estaba, a punto de llegar a la estación. Fui una última vez al baño para asegurarme de que mi belleza no hubiera disminuido en el trayecto. Salí emocionada y nerviosa del tren. Llevaba shorts de mezclilla y un tank top negro. Era un día soleado, hacía calor. A la salida de la estación había gente joven y linda. Mi mirada escaneó el entorno minuciosamente, el corazón iba más rápido de lo normal. Qué tal que lo veo y ya no me gusta, pensé, acordándome de esa escena devastadora de El amor en los tiempos del cólera (libro del que curiosamente habíamos hablado aquella noche) en la que la protagonista ve a su amado después de una larga separación y se le cae en un segundo la imagen del ser fantástico que ha creado su mente al confrontarla con la triste y dura realidad. De eso tuve mucho miedo. Después de quince minutos de espera se calmaron los nervios de verlo y que no me gustara, y ahora los nervios eran de que simplemente no llegara. Me puse mis audífonos para distraerme de ese pensamiento y le di play al disco de los Arctic Monkeys con el que nos habíamos conocido, imaginando que cuando él llegara, yo caminaría hacia él sonriendo sin quitarme los audífonos y lo besaría escuchando 505 en el fondo. Fantaseaba con la escena, cuando al fin lo vi llegar. Alto, delgado, narizón y medio güero, con la cara quemada por el sol, una camiseta sin mangas que dejaba ver sus hombros y los músculos marcados de sus brazos largos. Parecía una versión joven, sana y afrancesada del Quijote. Me paré y caminé hacia él, sonriente, tal cual imaginé la escena en mi cabeza, aunque todavía faltaba para la canción que yo quería que tocara en el fondo. El sol pegaba con fuerza, yo sentía que éramos como imanes que aún no se acercan lo suficiente el uno al otro para pegarse completamente, pero en los que el magnetismo ya empieza a surtir sus efectos de atracción. Él tenía la mirada perdida, como si aún estuviera buscando, mientras yo me acercaba cada vez más mirándolo, como diciendo, aquí estoy, me puse linda para ti, estoy feliz de verte y creo que me sigues gustando y no vamos a repetir la historia horrible de Fermina y como sea que se llame el otro personaje. Llegué tan cerca de él que enredé mis manos en su cuello y me paré sobre mis puntas para besarlo. Él contestó mi beso con un aire confundido y precavido, pero en cuanto nuestras lenguas se acostumbraron al sabor del otro, aumentó la intensidad por ambas partes. Duramos con las bocas enlazadas cosa de cuarenta segundos, cerrando los ojos, hasta que paramos para separar las caras y vernos. Él me sostenía por la cintura con sus manos largas. Me quité los audífonos para escucharlo. “Qui es-tu, ma belle?”, me preguntó, y sólo entonces caí en cuenta de que el que tenía en frente no era Luis, sino un francés hiperparecido a él que no tenía ni idea de quién era la tipa que se le había colgado emocionada para besarlo sin conocerlo.

 

Segunda parte

Yo había ido a la estación ese día a esperar a un amigo que me visitaba de Burdeos, cuando una chica pequeña y morena se acercó a mí para besarme de la nada, sin conocerme. Al principio pensé que estaría caminando hacia mí porque había alguien detrás mío que ella conocía, cuando de pronto ya la tenía pegada a mi boca. Como no me supo mal lo que me daba y parecía muy complacida con lo que mi boca tenía que ofrecerle, no me separé y dejé que tomara las riendas en el asunto. Cuando por fin se me quitó de encima, dos minutos después de comenzar el beso, me miró confundida, quitó las manos de mi cuello, y dando un paso hacia atrás, puso sus dos manos sobre la boca e hizo un sonido de sorpresa que no sabría cómo explicar. Un sonido como tragando aire, como exclamando, ¡ah!, sin exclamar realmente nada. ¡Perdón!, exclamó, en un francés con un acento insoportable, ¡perdón, perdón, perdón!

Nos enteramos de que los dos hablábamos español (yo había hecho Erasmus en España y cruzaba la frontera seguido), y entonces me dijo que estaba muy cansada del viaje y por eso me había confundido con alguien más que se parecía muchísimo a mí; que no había querido acosarme de esa forma y jamás lo habría hecho de no haber estado cansada y de no parecerme yo tan ridículamente a la persona que ella estaba esperando, que por lo demás, era un mexicano de ascendencia francesa que según ella tenía la misma mirada verde caída que la mía, la misma nariz como montaña alargada y alrevesada, y algo sobre una contradicción cuando sonreía que no entendí muy bien.

Mi amigo escribió un mensaje de que había perdido su transbordo y decidido regresar a Burdeos. Como Karen y yo nos gustamos desde el primer beso y ella estaba muy decepcionada de que su mexicano no hubiera llegado por ella a la estación, se vino conmigo y pasamos una semana inolvidable juntos.

*

Me la imaginaba allí, esperando, volteando al lugar equivocado (aunque no había forma de mirar a ningún lugar equivocado).

Ese día olvidé mi sombrero en casa, uno muy bueno que me trajo mi tío de México la última vez que vino a revisar el viñedo y que yo estuviera trabajando como debía y cuidando su departamento. El sol me calaba los ojos, sudaba como cerdo y no hacía más que esperar la hora de salida para correr a la casa, bañarme, y apurarme para llegar a tiempo por Karen a la estación. Me la imaginaba allí, esperando, volteando al lugar equivocado (aunque no había forma de mirar a ningún lugar equivocado), y a mí, cubriéndole los ojos desde atrás, preguntándole al oído “¿quién soy?”, para sacarle una sonrisa, como en la canción de los Arctic Monkeys que tanto le gustaba. Llegó la hora de la salida y dejé el viñedo corriendo para tomar el camión y regresar a tiempo a casa, pero el camión no pasó en punto como siempre. No sólo eso, sino que no pasó. Esperé media hora, y nada. Decidí pedir aventón. Seguramente alguien me llevaría, pensé, pero no fue tan fácil. Me veía cansado y sucio, lo admito, pero pasaba por cualquier hippie haciendo el clásico tour de Europa en verano. Por fin un auto se detuvo y el conductor me preguntó a dónde iba y aceptó llevarme, pero en el camino se le ponchó la llanta, ¡carajo!, así que me bajé, di las gracias y vi en el reloj de mi celular que Karen ahora me debía estar esperando ya cosa de quince minutos. Como somos mexicanos, tuve una leve esperanza de que me hubiera esperado, pero no fue así. Llegué a la estación dos horas tarde y no la vi.

*

Descubrimos que teníamos gustos parecidos en música en cuanto llegamos a mi departamento y ella se puso a observar mi pequeña pero atinada colección de CDs. Puso Favorite Worst Nightmare de Arctic Monkeys, que acababa de salir y le encantaba. Mientras ella merodeaba mi pequeño piso, armé un porro para relajarnos y platicar. Lo fumamos en el balcón, que daba directamente a la Place de la République, donde justo esa semana tocaban varias bandas en un festival de música africana. Era evidente que no fumaba con frecuencia y su risa de principiante, junto con las estupideces que decía, me contagiaron y no paramos de reír hasta que se nos bajó el efecto y decidimos ir a comer pizza con el argelino buena gente de a dos cuadras de la plaza. Pedimos dos pizzas para llevar y una botella de vino tinto que disfrutamos en el balcón escuchando The Libertines en el fondo. Desde el balcón hacíamos voces graciosas diciendo lo que nos imaginábamos que decían las personas que veíamos abajo pasar. Luego hicimos una larga siesta. Cuando despertamos, intentamos hacer el amor, pero no pudimos. Lamentablemente, no se me quiso parar por más que quise y lo intenté.

*

Pasada una hora de espera en una de las bancas cubiertas por un árbol afuera de la estación, fui al café internet esperando que Karen hubiese escrito algún correo diciéndome que estaba en un hotel y me esperaba allí para recogerla, o en el peor de los casos, que había perdido el tren en París, pero llegaría al día siguiente. Abrí mi cuenta y tenía un correo de la última chica con la que había tenido algo que ver en México, antes de venir a Francia, pero de Karen, nada. Ni una mentada de madre, ni un “pinche güey, me dejaste esperando como estúpida en la estación”, nada. Chingada madre, pensé, y me sentí como un pendejo regresando solo, buscando lo que fuera de comer, camino a casa.

*

Le eché la culpa de mi disfunción a un medicamento que estaba tomando para combatir un problema que tenía en el hígado y esperé que ella lo creyera y que los siguientes días fueran más exitosos que este. Ella no parecía estar enojada ni triste, lo tomaba con mucha calma y naturalidad. La vie est tellement belle et folle et courte, pensaba yo, mientras platicábamos desnudos en la cama, hasta que nos dio hambre, así que calentamos una lasaña congelada y compartimos una última cerveza que encontramos en el refrigerador. Después dimos una vuelta por la plaza y algunas calles aledañas buscando gitanos, sin encontrarlos. Volvimos a la casa para fumarnos otro porro juntos y dormimos como bebés en mi colchón en el suelo, sin entender nada y sin necesidad de entender nada.

*

Yo no entendía nada y supuse que me estaba confundiendo.

“¿Se te olvidó algo?”, me preguntó el algeriano al verme. “Muy guapa tu novia, ¿de dónde la sacaste?”. Yo no entendía nada y supuse que me estaba confundiendo. Cuando estuve más cerca de la barra me pidió perdón por haberme confundido, argumentando que hacía unos momentos había venido un tipo idéntico a mí con una chica muy linda, pequeña y chichona, decía en francés, haciendo semicírculos con las manos sobre su pecho para denotar la cualidad física de la chica gráficamente. Pues qué afortunado él, pensé, que seguramente sí llegó a tiempo a recoger a su novia. Llevé mi pizza para comerla en casa. Estaba exhausto y descorazonado. Intenté leer un rato antes de dormir para distraerme, pero no pude. En lugar de eso, me masturbé pensando en ella, creyendo llamarla con la mente, diciéndole cuánto la deseaba y arrepintiéndome de no haber rentado un cuarto de hotel aquella noche mágica para poder dormir con ella y sentirla. Ahora tenía que pensar qué hacer durante mi semana libre. Por suerte había un festival de música africana en la ciudad y podía ir de vez en cuando a la plaza a ver a las bandas tocar.

*

Así se nos fueron pasando los días. Desayunábamos cereal en el balcón, íbamos al mercado a comprar frutas. A Karen le encantaban las nectarinas, dulces y jugosas, la metáfora perfecta de ella misma. Buscábamos las calles de los gitanos para verlos porque nos daban curiosidad. Pasábamos por la plaza cien veces y veíamos a las bandas del festival tocar, rodeadas de grupos pequeños de gente viendo. Alguna vez nos paramos a ver a una banda y fuimos los únicos entre la bola de compatriotas aburridos que bailamos. Ella me guiaba, diciendo que estábamos bailando “norteña” al ritmo de tambores y trompetas senegalesas. No entendí de qué me estaba hablando pero le seguí el juego. La gente que circundaba a la banda nos miraba con una mezcla de admiración y envidia, como si tuviéramos acceso a una forma de diversión que a ellos la naturaleza les había negado, pero en ese momento les daba al menos la oportunidad de apreciarla en seres extraños como nosotros (aunque sabían que yo era más bien uno de ellos y la que los apantallaba en verdad era Karen). De repente, uno de los miembros de la banda me robó a Karen, asegurándole que ahora iba a aprender a bailar comme un noir, mientras ella se ponía a brincar con él en el centro del círculo como en el ritual de alguna tribu, aventando los brazos a la nada como para espantar a los malos espíritus, sacudiendo las manos como si fueran de trapo y bajando las caderas en pequeños brincos, hasta que las nalgas casi tocaban el suelo y de regreso. Ella se reía como loca y volteaba a verme como diciendo, mira, me invitaron a mí a bailar porque soy la única divertida entre esta bola de blancos que no se mueven más de lo que lo hace un tronco con poco viento. No puedo creer que no se me pare, pensaba yo al verla, mientras veía sus caderas llenas de vida y movimiento. Tal vez es mi piso que está maldito, pensé. Mis cosas todas desordenadas que no me dejan concentrarme. Me encantaba verla sonreír. Cuando logró salir de entre las trompetas, los tambores y los negros, le propuse ir juntos a París al día siguiente.

*

Al día siguiente me quedé en casa leyendo. Solamente salí por un kebab al puesto de la esquina y regresé a seguir leyendo y a dormir, no sin antes masturbarme pensando en ella y en todos los libros que su pequeño y moreno cuerpo habían absorbido a su corta edad. En el fondo, a lo lejos, se oía la música de las bandas africanas que no paraban en la plaza.

*

Pensamos que sería muy lindo pasearnos por el Sena tomando vino, enamorados.

Ella había estado un mes en París, tomando un curso de idioma (que poco le había servido para mejorar su horrible acento), pero pensamos que sería muy lindo pasearnos por el Sena tomando vino, enamorados. Compramos los boletos al mediodía para viajar en la tarde. En el regreso a casa se nos ocurrió entrar a la Fnac y se nos fue el tiempo allí adentro escuchando las novedades musicales. Cada uno se ponía los audífonos para escuchar un disco distinto y si nos gustaba, hacíamos una señal con el dedo pulgar arriba para que el otro viniera a escucharlo. Cuando nos dimos cuenta, se había hecho tarde, así que corrimos al departamento, empacamos cualquier cosa en nuestras mochilas y corrimos de vuelta a la estación a toda velocidad, ella con su eterno vestido de flores azul (se lo ponía todos los días, como caricatura) y unos flip flops rosas que se quitó a medio camino porque se le venían saliendo y corría más cómoda descalza sobre el asfalto caliente y las sandalias en la mano. La carrera fue tan ridícula como inútil, pues llegamos tres minutos después de que partiera el tren. Regresamos caminando lentamente de la mano a la casa. En el camino pasamos al supermercado por dos botellas de vino que tomamos muertos de risa en el balcón. De mi capacidad eréctil, esa noche, ni rastro.

*

Regresaba un día en el camión a mi casa, cuando justo al dar vuelta y alejarnos de la calle principal que lleva a la estación, me pareció ver corriendo de espaldas a un tipo muy parecido a mí con una chica muy parecida a Karen; ella iba descalza y llevaba sus sandalias en la mano. Los vi sólo un segundo y mi ingenuidad no me dejó creer que era Karen la que corría por allí descalza. No habría tenido ningún sentido. Tenía que ser alguien muy parecida a ella y no sería insólita la coincidencia: personas similares atraen personas similares. Cualquier otra cosa parecía la trama de una muy mala ficción.

*

A mí las noches empezaron a darme pavor por la cuestión del (mal)funcionamiento de mi miembro. Ella se había acostumbrado, decía que no le importaba, que ya tendríamos otra oportunidad para saldar esa cuenta. Que ella estaba feliz de haberme encontrado y que me imaginara qué tristeza habría sido que yo —como mi réplica— no hubiera llegado nunca a la estación. Ella habría tenido que regresar sola a París y habría odiado la ciudad lumière, el país, y la vida entera, y que dejara de imaginarlo porque era un panorama horrendo, etcétera. En las noches hacíamos de todo, excepto eso. Ya ni siquiera intentábamos, de la pena. Yo ponía toda clase de pretextos. El medicamento para el hígado, la marihuana, que últimamente fumaba más de lo acostumbrado, que ya le tenía que parar, etcétera.

*

Cansado de leer amargado y solo en el departamento, al día siguiente decidí visitar a un amigo que vivía cerca. “Ayer te vi con tu novia y les hice señas pero ninguno de los dos reaccionó”, me dijo al verme, mientras cerraba la puerta de su edificio al salir. “No era yo”, le contesté, irritado. “Era un tipo idéntico a ti, entonces”, aseguró. Le conté que no era el primero en confundirme y pensar que me había visto con “mi novia”. Que hasta yo mismo ya me había visto “con mi novia”. También le conté que no había llegado a tiempo a la estación a recoger a Karen, y que no había tenido noticias de ella desde entonces. Ahora estaba solo, aburrido y caliente. Encontramos graciosa la idea de que hubiera un tipo parecido a mí con una chica pequeña y morena parecida a Karen (por lo menos vista de espaldas), aunque hay miles de tipos distintos de chicas pequeñas y morenas en el mundo, de forma que podía tratarse de alguna chica superdiferente a ella, únicamente con estas dos particularidades en común, paseándose por la ciudad con un tipo idéntico a mí. Parecía, en todo caso, una mala broma.

*

Un día se nos ocurrió ir a la playa. Ella se puso un bikini negro debajo del vestido azul de siempre.

Despertaba de nuevo la aurora y salíamos al balcón en calzones, ella topless, cuidando que sus senos quedaran tapados por las toallas que colgábamos a secar en el barandal para que los vecinos o la gente abajo en la plaza no la vieran (putain! ¿Cómo no se me para?, pensaba yo al verla), y comíamos sandías enteras que habíamos comprado en nuestro puesto favorito de frutas del mercado con el señor que ya nos conocía y nos regalaba nectarinas extra para la “petite brunette”, como le gustaba llamar a Karen. Un día se nos ocurrió ir a la playa. Ella se puso un bikini negro debajo del vestido azul de siempre, empacamos toallas y otro par de cosas en las mochilas y nos fuimos. En la playa, nos tiramos a tomar el sol, después de fumar un porro juntos. Al lado de nosotros había una pareja de niños, habrán tenido dieciséis y dieciocho años. Parecía como que toda la felicidad que estaba ausente en el mundo en ese momento estaba concentrada en esos dos seres perfectos. Aunque no eran mucho más jóvenes que nosotros, lo parecían por la fuerza de sus risas y la energía de sus movimientos. Corrían de aquí para allá, como persiguiéndose, y entraban al mar salpicando agua y arena mojada a cada paso, antes de que las olas cubrieran sus cuerpos perfectos hasta el cuello y dieran vueltas en el agua salada abrazados como dos hijos de Tritón que habían nacido para ser amigos del sol y del mar y de las conchas, etcétera.

*

Tanto escuchar del clon con la novia y verlos de espaldas, me dejó con una especie de paranoia en la cabeza. No tenía sentido que la novia del clon fuera Karen, pero qué tal que Karen no se había tomado un tren de regreso al no verme en la estación, sino que se había quedado en Perpiñán sin decírmelo. Empecé entonces a buscarla en la ciudad, obsesivamente. Era una opción que no había considerado y que no parecía nada descabellada. Comencé a poner mucha atención. Observaba a la gente en los cafés de Place de la République, buscaba alguna chica solitaria desayunando con un libro en la mano, ponía atención a los camiones de las rutas más comunes para encontrar alguna mirada melancólica pegada a la ventana. Buscaba en el súper, el mercado, el centro, cerca del Castellet, a lo largo del canal, y el día que fui a la playa, al fin la vi. Fui con un amigo y mientras buscábamos un espacio de arena vacía para asentarnos, vi un cuerpo moreno y pequeño quemándose al sol sobre una toalla. A su lado había otra toalla vacía. Corrí muy cerca de ella camino al mar para salpicarla de arena a mi paso y que levantara la cara, me viera y viviéramos un momento sumamente incómodo, en el que ella me reconocía, se avergonzaba, se le iban las palabras de la boca y yo le decía que callara, que no necesitaba disculparse, que la culpa había sido mía, que qué bueno era por fin encontrarla y que por qué no cancelaba las noches en su hotel, se venía a mi departamento y hacíamos cosas lindas (el amor, sobre todo) los últimos días que le quedaban en Perpiñán. Pero no pasaron así las cosas.

*

Al lado de aquellos seres de luz, nosotros parecíamos dos babosas lentas y cansadas incluso para darse un beso o hacer cualquier seña mínima de afecto. Yacíamos cada uno sobre su toalla deslavada, yo con mis audífonos puestos y ella con un libro de un tal Saramago que nunca entendí por qué seguía leyendo, si vivía quejándose de lo aburrido y soso que era. Al atardecer, empacamos de nuevo las cosas, no sin antes lavarnos la pereza en el mar sin abrazarnos, porque nos daba pena imitar a los diosecitos que habían puesto ya el ejemplo.

*

Yo trataba de evadir su cara para poder imaginarme a Karen.

Cuando volteó, me di cuenta de que no era Karen. Le pedí perdón (por aventarle arena a propósito, y por haberla confundido con otra persona, aunque todo esto no lo agregué a la disculpa). Me dijo que no pasaba nada y me sonrió. Más tarde, me la encontré en el mar y se acercó nadando a hablar conmigo. Era francesa de padres iraníes. Terminamos cogiendo esa noche en su casa, pero yo trataba de evadir su cara para poder imaginarme a Karen. Cuando terminamos, ella me dijo, fumando, que había conocido hace poco en uno de los conciertos del festival a una mexicana que andaba con un francés que curiosamente se parecía bastante a mí. “Linda pareja”, me dijo, “Karen y Louis”.

*

Llegamos a la casa a bañarnos juntos. Yo no me quité el traje de baño para que Karen no viera mi triste y flácido miembro, sin que yo pudiera dar respuestas claras de su comportamiento, ni corregirlo. Ella sí se desnudó completa bajo la ducha de agua caliente. Su pubis estaba cubierto de una masa espesa de vello negro (yo jamás había visto semejante oscuridad cubriendo la parte inferior de nadie), que le rasuré con mi máquina porque parecía un arbusto fuera de control en el que si algo se perdía no regresaría nunca más a la luz.

*

Todo el mundo parecía verlos todo el tiempo, excepto yo. Iba a la Fnac a escuchar discos nuevos y ellos ya habían pasado por allí. Me enteraba porque alguno de los empleados me preguntaba si me había gustado el nuevo álbum de los Kooks que supuestamente había comprado hace un par de días. Lo mismo con el frutero (“¿no le llevas nectarinas a tu novia hoy?”), e incluso el africano de una banda (“¡qué bien baila tu novia, como toda una negra!”, me gritó desde el otro lado de la plaza).

Me empecé a sentir como un perseguidor, porque aunque no lo hacía de forma activa, les iba siguiendo la pista, sin dar con ellos nunca. Para sacarme la frustración de estar siempre un paso muy tarde, empecé a coger con mi vecina, la del piso de arriba, una negra de unos treinta y tantos años, que llevaba todo el verano coqueteando conmigo cada vez que la ayudaba a subir la carriola de uno de sus hijos o a cargarle las bolsas del súper. Hacíamos el amor en su departamento normalmente antes del mediodía, que ella tenía que ir a recoger a sus hijos a la guardería. Aunque era experimentada y hermosa, para mí a sus treinta y tantos ya era una vejarrona que podía ser mi madre, así que cuando cogíamos yo pensaba en Karen y mi estúpido clon, porque pensar en ellos cogiendo era como pensar en ella y en mí cogiendo y eso me ponía cachondo y me dejaba ir con todo mientras la negra gemía salvajemente, como extasiada de estarse acostando con un mero adolescente.

*

La última noche juntos, fuimos al cine. Nos sentamos hasta adelante, aunque la sala estaba semivacía y en la oscuridad decidí meter mi mano por debajo de su vestido e intentar que mis dedos lograran lo que mi derrotado compañero no había podido lograr toda la semana. Karen pareció satisfecha y mis dedos quedaron húmedos y felices, llenos de ella. Regresamos a la casa y salimos al balcón. Yo me senté en una de las dos sillas que estaban allí de planta desde que ella había llegado. Sentada sobre mi regazo, ella me abrazó escondiendo su cara en mi cuello. En algún momento sentí una gota tibia sobre mi hombro y supe que estaba llorando. La abracé fuertemente y esperé a que se le pasara el llanto, tratando de consolarla.

Esa noche traté por última vez de hacerle el amor, pero no pude. A la mañana siguiente, salí temprano al trabajo y ella me despidió en la puerta, los dos aguantándonos el llanto, su maleta a medio hacer sobre mi colchón en el fondo. Cuando regresé por la tarde a la casa, ella obviamente ya no estaba. Se me quemaban los dedos por escribirle que volviera y cuánto la extrañaba y cuánto estaba la casa vacía sin ella y la plaza y la playa también. Corrí al café internet para revisar si me había escrito algo. Abrí mi correo y sólo había algo de un tal Luis.

*

Será que engañó a Karen todo este tiempo haciéndose pasar por mí y ella nunca se dio cuenta, pensé en mi delirio.

Le envié un correo a mi réplica contándole mi situación, cómo los había perseguido por toda la ciudad y cómo había conseguido su dirección de correo electrónico, gracias al marroquí del internet que me dijo qué computadora había usado él la última vez. No sabía qué esperar de él, ni podía pedirle nada realmente. Será que engañó a Karen todo este tiempo haciéndose pasar por mí y ella nunca se dio cuenta, pensé en mi delirio, después de tan poco sueño y tanta masturbación. Supuse que Karen dejaría Perpiñán el lunes por la mañana, porque era la fecha que me había dado a mí de su partida. Incluso me había mandado en un correo el ticket electrónico, así que sabía en teoría la hora exacta de salida del tren. Era temprano, y aunque puse el despertador a una hora para que me diera tiempo de bañarme y llegar a la estación presentable para confrontarlos a ambos y acabar con el asunto de una vez por todas, cuando sonó lo apagué y seguí durmiendo, de forma que cuando desperté definitivamente, vi que ya era casi la hora de partida de Karen y no me dio tiempo de bañarme, ni nada. Me puse los jeans corriendo y la playera del día anterior (que era la misma que tenía puesta el día del concierto, para que esta vez no hubiera ningún tipo de confusión) y bajé la escalera a toda velocidad, cruzándome con la vecina que iba bajando la carriola para llevar a uno de sus hijos al kínder. Corrí como un loco a la estación pensando en ellos, en cómo seguramente ya estarían allí, despidiéndose de besos y abrazos, prometiéndose la vida entera porque no sabían que yo estaba de camino y que no me había comido la tierra. Llegué a la estación sudando, ansioso de verla y por fin hablar con ella. No la vi en el hall principal y supuse que estaría ya sobre el andén, dándole las últimas gotas de saliva al clon, que a su vez, estaría creyendo que se iba a salir tan fácilmente con la suya. Al pensar en estas imágenes, a pesar de toda mi agitación por la carrera y el nerviosismo, se me paró un poco la verga, como era de esperarse, y eso sólo logró encabronarme. Faltaba un minuto para que partiera el tren. Treinta segundos y yo por fin había llegado al andén. La vi con su vestido de flores azul subiendo sola y le grité, “¡Karen!”, pero la puerta se estaba cerrando y no escuchó. El tren comenzó a moverse puntualísimo, como todos los putos trenes en ese país que nunca esperan, ni siquiera cuando se tienen que resolver dramas vitales como este, y en un momento los vagones, todos, habían desaparecido de mi vista y yo me había quedado solo, como estúpido, preguntándome por qué el clon no estaba allí para despedirla, así, por lo menos, le habría podido dar un puñetazo en la cara o algo, y luego pensando que ya qué más daba eso, que qué importaba ya cualquier cosa, y al final, saliendo por la entrada llena de jóvenes tomando el sol, esperando un tren, o a una persona o a un clon, pensé, o más bien, con todas mis fuerzas deseé, que al menos al pinche francés robanovias no se le hubiera parado la verga ni una sola pinche vez.

Isabel Ferrer
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  • El clon - martes 5 de septiembre de 2023

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