“Y pensar que a todo se acostumbra uno. Hasta a esto”.
Roberto Arlt, La isla desierta
El plan era simple.
Debía llegar al trabajo un martes antes de las seis. Los martes el camión descargaba los bidones de agua para toda la semana y, durante varios minutos, el molinete quedaba abierto; entonces, ella podría pasar sin necesidad de colocar su huella digital. Debía ser antes de que llegara el oficial que revisaba los bolsos y que, a las seis en punto, cada mañana, se instalaba firme junto a la puerta.
Llegaría temprano y se prepararía café y tostadas. Se sentaría en el escritorio a repasar las principales portadas de los diarios. Tendría que esperar hasta las diez a que todos llegaran y ocuparan sus lugares y entonces sí, comenzaría por Manuel, para que no se escapara luego de la advertencia que suponía el disparo inicial.
Se odiaba a sí misma cuando podía recitar de memoria los nombres de cada una de las vedettes que habían bailado en la televisión en horario central.
Hacía ya siete años que trabajaba en ese lugar rodeada de la misma gente. Día tras día, escuchaba las mismas conversaciones, las mismas charlas vacías, los mismos chistes mediocres, los mismos saludos. Sin quererlo, sin darse cuenta siquiera, sabía de memoria la formación de Banfield y las lesiones de Gago. No le interesaba, pero, aun así, sabía quién había protagonizado el último escándalo en la farándula local. Se odiaba a sí misma cuando podía recitar de memoria los nombres de cada una de las vedettes que habían bailado en la televisión en horario central. No quería, y lo sabía. Y en cambio no podía distinguir una construcción art déco de una art nouveau. Ella quería saber el misterio de las pirámides de Egipto, pero no lo sabía.
Manuel se sentaba frente a ella y, aun así, un día cualquiera, había decidido no saludarla más. Cuando sus pies se encontraban sin quererlo por debajo de los escritorios, él le pegaba una patada y vociferaba algo inentendible. Si ella tosía, él le hacía burla y le imitaba el gesto por encima del monitor de la computadora, pero sin taparse la boca.
Luego iba a seguir por Cipriano. La exasperaban su fingida juventud, su vestimenta adolescente, pese a tener más de cincuenta años, su poco pelo, sus tatuajes.
Se encontraban siempre en la cocina a la hora del almuerzo e intercambiaban risas cordiales, impresiones sobre la mañana o algún que otro comentario acerca del menú. Pero no la había invitado al almuerzo que estaba organizando para el sábado en su casa. Se había enterado varias semanas antes por los graznidos que de escritorio a escritorio se propiciaban los del fondo, a fin de planear la compra de la carne y las bebidas.
Comenzó siendo una reunión pequeña y se convirtió en la fiesta de fin de año de toda la oficina, a la que incluso asistiría el jefe. Y entonces, no le quedó más remedio que avisarle. Se lo dijo en la cocina cuando no había nadie, y el ruido de los microondas aplacaba cualquier murmullo.
—Yo sé que no vas a querer venir —comenzó—, que me vas a decir que no, pero yo te invito igual.
Le resultó muy claro que no iba a ser bien recibida. Que nadie la quería ahí. Y, a decir verdad, ella tampoco se quería en ese lugar, rodeada de esa gente.
Ya de vuelta en su escritorio, esa falsa invitación le revolvió el estómago y se reprochó la sonrisa educada que le había regalado a Cipriano, al agradecerle el gesto.
El plan era simple. Sólo tenía que conseguir el revólver.
Fantasmales y grises, el resto de los empleados del décimo piso se desdibujaban en su mente.
María, sin embargo, era la peor. Escondía su maldad y su resentimiento bajo una amabilidad aparente. Llevaba y traía chismes de todos los colores y los disfrazaba de buenas intenciones. Saludaba y besaba a todos por igual y luego, a sus espaldas, hablaba mal de ellos. De todos por igual.
Fantasmales y grises, el resto de los empleados del décimo piso se desdibujaban en su mente y sólo percibía sus gritos y sus risas grotescas. Asquerosas ratas que se pudrían día tras día entre esos malditos expedientes.
Lo cierto es que aún era jueves y ella estaba parada allí contemplando la desolada simetría del décimo piso. Giró un poco y pudo ver su reflejo en el ventanal que daba sobre la avenida. Miró su cara y pensó: “Veinte años de oficina, la juventud perdida”. Pero no quiso ocupar su mente con los detalles menores. Sólo tenía tiempo para imaginar una y otra vez sus caras de terror. La sangre corriendo por el piso. La sangre manchando su cara, sus manos, su ropa. Disfrutaba la idea del silencio que aturdiría el espacio una vez concluido su plan. Se imaginaba sentada en su escritorio, volviendo a su rutina y a sus expedientes, pero ahora en perfecta calma.
El plan era simple.
Sólo debía conseguir un revólver y llegar al trabajo el martes antes de las seis.
- Un buen plan - jueves 21 de septiembre de 2023