Infancia, una infancia, una infancia
En la playa de aquel verano,
nos dio por pensar que los peces eran espíritus a la fuga.
Absortos,
solíamos contemplarlos sin descanso,
camino del infinito.
Cuando un pez cruzaba nuestros reflejos en el agua,
alcanzábamos la-gran-convicción, entonces:
formaba parte de nosotros mismos.
Probablemente tenga, la fábula de Narciso,
algún que otro vínculo con todo esto.
Catalunya
“Vamos a limpiar las junturas de las ventanas”,
un transeúnte,
al paso de unos manifestantes.
“No seas tan convencional.
En banderas proclamamos la llegada del amor
(y anunciamos el viento)”,
contestó uno de los independentistas,
acaso un líder.
“¿Os consideráis derecha rupturista, entonces?”.
“Hay que desechar todo lo anterior, sí:
ellos detendrán nuestro coche pero no nuestra música”.
“No sigas sus pasos,
reza, como verás ahí enfrente,
el eslogan de una campaña antipiratería,
a modo de nota a pie de página de una foto de Charlot,
con el traje cebra”,
guasón, el transeúnte.
“¿Pretendes adoctrinar al adoctrinador?”,
el acaso-líder de antes.
“Qué va, qué va, qué va…
O quizá resulte que, a veces,
alguien lo suficientemente denso denuncia como el humo.
Mientras pretende escapar toda una muchedumbre enloquecida”.
nni
Valiéndose de un rayo láser,
me abdujeron unos organismos en technicolor
y me llevaron hasta una civilización,
completamente simétrica,
con la perfección que tan sólo cabría esperar de, digamos,
la proporción áurea;
vi entonces un Pegaso blanco y hermoso,
desplegando sus alas,
en el medio de un bosque,
rodeado por profundos océanos azules, por nubes,
y, a modo de anómalo complemento de todo esto,
un gato de Cheshire con la sonrisa de Hannah,
y, sobre esta civilización,
un paraíso rojo en el que existía siempre Dios,
húmedo, perfecto…
a través de unos algoritmos, técnicamente complejísimos,
emití, entonces,
a esas inteligencias, exponenciales, cartesianas,
tantas reflexiones…
Al amanecer,
contemplaba aquel paraíso rojo brillante,
sintiendo a Dios,
una existencia infinita y perpendicular,
aferrada, con firmeza
(mi corazón temblaba):
un inmenso sabor a mar,
y de nuevo el gato de Cheshire, sonriente;
tras todo esto desperté, en realidad,
en mi habitación del campus,
un sábado de finales de marzo:
extendí entonces generoso, ritmo in crescendo, el verbo,
y, en Hannah
(vistiendo apenas una camiseta de la NASA),
de nuevo eléctricos delirios esponjosos fuertes blandos.
Rhinoceros
Son las cuatro de la mañana.
Tengo serios problemas.
Y una Magnum en el bolsillo.
Minutos después,
docenas de cuervos,
sobre un maremágnum de piezas de desguace
(próximas al arcén),
emprenden a nuestro paso el vuelo,
como si salieran despedidos, por hordas,
del brillante motor del Porsche.
Me pregunto si ese libro,
el que está en el asiento del copiloto,
es un poemario de Brecht.
Estoy casi convencido de que así es.
El taxista se gira entonces levemente hacia mí y piensa
“No, no es de Brecht.
Pero es innegable que ahora vienen a por nosotros”.
Tras bajar del auto,
noto que nadie me persigue,
ya a la entrada de nuestra sede,
y, en el comedor,
me dispongo a plasmar, por escrito, todas mis impresiones.
Estoy ante un problema acuciante,
merecedor de una atención enorme.
Lo resuelvo estirándome en mi asiento.
“En realidad son para tirarlos al váter”,
mi respuesta, al poco, ya rodeado por los míos,
ante un “¿Qué revelas en esos papeles?”.
Alargo entonces el brazo,
todo lo que puedo,
y saco unas pastillas del botiquín;
afirmo “Me estoy comiendo unos aviones”,
tras metérmelas en la boca,
ante la atención in crescendo de mis compañeros,
ahora todos de tez muy tosca, gris, extraña,
y ellos en un
“Pero mira, son antibióticos”.
El sur
Carbono.
Nunca deja de transformar distancias,
ni estados de la materia:
ese, el último hálito…
ese, el último hálito, brotará pronto a mi lado,
en las estrellas.
Carbono.
Tras muchas, distintas apariencias,
después de tantas lluvias sobre mi pecho,
bien pudiera ser
nieve iluminando las tinieblas,
o el brillante magma,
o la mismísima luz,
a la velocidad exacta para surcar el océano,
o un cielo rojo,
tras pelea a cuchillo:
esplendorosa derrota,
a mi manera
(la manera de un Dahlmann);
así es como lo deseé en la primera noche del sanatorio,
cuando me clavaron la aguja,
tras las fiebres:
habitar, hoy, arena,
aunque mi cráneo es aún secreto:
escribid mi apellido
junto a gotas celestes.
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