Soneto I
No todos encontraron el hechizo
febril y milagroso, a la alborada,
sabiendo del secreto de la helada,
acaso del misterio del granizo.
El eco repentino se deshizo,
murió feliz, regalo de la nada,
palabra de silencio ya anunciada
del cielo y su color antojadizo.
La tierra suele ser la madre avara
que no quiso en sus reinos el lucero
del alba sigilosa que nacía.
Un baño he de pedir al alba clara,
que embriague la mirada del minero
que añora, de mañana, cada día.
Soneto II
Y el aire que encontró la voz hermana
del brillo de esa llama en que supieron
perderse los colores que encendieron,
la mina dejó atrás con su desgana.
Un brillo más se admira en la Laciana
callada en los otoños que encendieron
los brillos que de pronto sacudieron
las hojas que cayeron de mañana.
La noche silenciosa al fin se apura
y juega en los cristales del minero
la llama reflejada en la maleza.
Su brillo misterioso se apresura,
reflejo de la helada cuyo fuero
despierta donde el sol se despereza.
Soneto III
Nació la luz del sol y, al ser vehemente,
quebrando, al avanzar, la sombra vana,
placer halló en rozar cada ventana,
tras un destierro vil que la vio ausente.
Y el vuelo de la luz que, ya valiente,
rompió el coral febril con la mañana,
jugando a ser la llama soberana,
sus brillos derramó con un torrente.
La llama del sol claro pidió un día
la voz del lugareño que en la tierra
la sombra halló vestida de mendigo.
La llama de coral que amanecía
detrás de los cordales y la sierra
dirá si es la verdad esto que os digo.
Soneto IV
Nacieron de un instinto en que adivino
el grito de ese verso que, en la nada,
brillando en el silencio, vio callada
la rima que amarraba a su destino.
La escarcha el beso quiere repentino
del eco del reflejo en que, cuajada,
la noche se hace verso a la alborada
que quiebra los colores del camino.
Volar querrá en la noche licencioso,
perderse en el infierno del minero,
llevarle acaso un eco de alegría.
Y hablar podré del verso silencioso
que quiere convertirse en un lucero,
si prende sus antorchas con el día.
Soneto V
Sabréis que el alba enciende su hermosura
y existe quien no puede, aunque quisiera,
mirar su luz radiante, que se esmera
en darle al aire el brillo en que se apura.
Entonces hablaréis de esa aventura
que tiene a los valientes a la espera,
perdidos en la noche volandera
que esconde la belleza en la negrura.
Diréis que no hay belleza en los albores
que callan, escondiendo una alborada
que no traerá, por fin, la brisa fría.
La noche de los viejos picadores
no espera ver al fin la madrugada,
la llama que despierta con el día.
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