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Primeras páginas de Extrañas mutaciones, de Marco Antonio Valencia Calle

domingo 21 de febrero de 2021
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Marco Antonio Valencia Calle
Marco Antonio Valencia Calle (Popayán, 1967).
“Extrañas mutaciones”, de Marco Antonio Valencia Calle
Extrañas mutaciones, de Marco Antonio Valencia Calle (Gamar Editores, 2019). Disponible en la web del autor
Para descartar esta sensación de perderlo todo
para analizar por dónde seguir y elegir el modo
“Razón de vivir”, de Víctor Heredia

1

Las redes sociales informan sobre tres soldados muertos por la explosión de una granada. Noticia del conflicto armado, asuntos de la guerra, una noticia más en el montón de noticias, tres muertos más en el montón de muertos.

Nadie dijo nada de Torres, el primer soldado, que tenía una madre que lo adoraba con ilusión y cada noche prendía una vela a su nombre, y camándula en mano murmuraba el rosario completo para pedirle a la Virgen Santísima protección para su hijo. Ni del gato, que una vez supo de su muerte, se metió en su caja de cartón y se dejó morir mientras ronroneaba entre lágrimas, como llamando a su amo. Ni de las manos del soldado que nunca encontraron en el lugar de la explosión. Sí, se perdieron sus manos. ¡Qué cosa más extraña! Deben estar acariciando las hierbas, o dejándose morder de las hormigas, o navegando como un barquito sobre las corrientes de la quebrada Palo.

Nadie dijo nada tampoco de Martínez, el segundo soldado. Un muchacho valiente que desde niño jugaba a ser un héroe montado en caballitos de madera y corría atropellando palomas en el parque, mientras su papá vendía helados para poder luego llevarlo a comer. Nadie dijo nada de su madre muerta cuando él apenas cruzaba los cinco años, a quien jamás dejó de visitar cada domingo para llevarle flores y decirle que lo cuidara de morir en la batalla, como murió al final. Pero ni su madre pudo salvarlo, y eso que las madres son capaces de mover cielo y tierra para evitarles cualquier dolor a sus hijos.

Nadie dijo nada de Tangarife, el tercer soldado, apodado Delirio por sus compañeros de batallón. Si lo hubieran conocido sabrían decir que quien murió era un poeta. Un cantautor de esos que le recitan a la noche, a la luna y a las mariposas nocturnas para suavizar la tristeza del corazón de los soldados. Una voz melancólica que se dejaba oír cuando todos estaban vencidos por el peso de sus fusiles, y el miedo les masticaba cada fibra de sus cuerpos pernoctando en la maleza. Hubieran podido decir que era el único soldado con permiso de su capitán López para rasgar la guitarra y cantar versos enredados de alegría y esperanza en medio de la batalla.

 

Para salir de casa le dijo a su madre una mentira como muchas otras, y no volvió nunca más.

2

Al filo de la noche la madre dio a luz. Se acabó la noche y comenzó la vida de su hijo. Al filo de la madrugada mataron al niño, se acabó la vida de su hijo y comenzó a trajinar la angustia interminable.

Al niño le gustaba ver morir gotas gordas sobre la mesa del comedor, con la esperanza de tener una gota de agua intacta después de estrellarse contra el vidrio; ver la agonía del sol en el horizonte haciendo lo posible por quedarse prendido de la tarde, con la esperanza de ver un día, por fin, al sol vencer y quedarse instalado triunfante sobre la noche.

Con sus defectos y virtudes, un hijo es un hijo, una historia de amor en el seno del hogar, en el corazón y todas las entrañas. Un trigal en la mirada, el vuelo de una paloma a mitad de la noche, el miedo latente de un tigre caminando por los rincones de la casa.

Pero el hijo que esperaba ver triunfar un milagro sobre la muerte, se murió como se mueren las olas del mar sobre la playa, las horas cabalgando sobre los segundos, la idea de Dios cuando deja de sonar la música en un parlante.

Para salir de casa le dijo a su madre una mentira como muchas otras, y no volvió nunca más.

 

3

Un baño de lluvia para curar los dolores del día. Dejarse estar bajo el agua del cielo pensando, deseando, queriendo que las gotas de agua sean lágrimas de Dios, porque Dios también debería estar de luto frente al horror de la tarde, cuando ha muerto un niño por una bala perdida.

Enterrado de prisa, antes de la llegada de las moscas que suelen convertir el pesar en olores asquerosos; antes que lleguen los pájaros negros que escandalizan el cielo con sus vuelos de miedo; antes que lleguen los gusanos y hagan de su cuerpo un festín, y nos piquen el corazón de más horror.

El cielo de plomo limpio; la lluvia sucia; el dolor ennegrecido; las horas desdibujadas; el corazón izado en la puerta como una chaqueta puesta a escurrir de sus dolores, ese es el panorama que hay.

Mamá, mi reina, decía el niño, apenas ayer. Mamá, mi reina, te amo mamá, decía el niño cada noche antes de entregarle su cuerpo a la noche, a los sueños. Y ahora que se murió no dijo nada, nos dejó diciendo nada.

 

Pasada la media tarde llegó una carta que pusimos en la mesita del centro de la sala, al lado del florero. Tenía un membrete oficial y una estampilla de la capital.

4

Tenía que llegar al mediodía, cuando el olor de las papas cocidas y la carne en el asador despiertan todas las hambres reunidas.

Llegaría con maletas y sonrisas, con abrazos y, tal vez, con un grito. Lo invitaríamos a comer mientras le contaríamos, alegres, que la gata ya tiene gaticos; que el jardín ya dio rosas; que la vecina se casó y espera bebé; que el nuevo alcalde ha prometido pavimentar la calle y construirá un acueducto, entonces habrá agua en el pueblo las veinticuatro horas. Lo invitaríamos a la iglesia, y le prometeríamos una fiesta en su honor, porque no todos los días regresa un soldado de la guerra después de tantos años, tan sano y tan salvo, tan fuerte y tan sonriente.

Mas los perros se quedaron sin ladrar. El almuerzo fue triste, silencioso. Sin sabor.

Pasada la media tarde llegó una carta que pusimos en la mesita del centro de la sala, al lado del florero. Tenía un membrete oficial y una estampilla de la capital. Alguien encendió una veladora junto a las flores y la carta, y a las pocas horas la mesita estaba llena de velas y veladoras.

Por la noche fueron llegando las vecinas con sus hijos traídos a rastras, todas vestidas de negro, mantilla y camándula en mano. Cantaron, oraron, rezaron. Repartieron café y copitas de aguardiente. A medianoche, en medio de un calor insoportable por culpa del gentío, alguien dice entre murmullos que el soldado se suicidó porque se sentía solo.

Y el gentío comienza a hablar de la soledad. Dicen que duele más que una herida de fusil, que es capaz de matar más gente que la misma guerra.

 

5

Tocaba comer con las manos y dormir con los dedos rascándose el ano para espantar los parásitos. Tocaba dormir en el piso, sobre la losa fría, sin cobija, unos al lado del otro, babeándose, rozándose, rascándose las pulgas, los piojos, las garrapatas. Olía a excrementos, a orina, a sudor. Olores que se pegaban al cuerpo y hacen parte de los días.

Un hombre con muletas anotaba con lápiz verde en un cartel el nombre de quienes iban saliendo para no volver. A veces alguien amanecía muerto y tenían que gritar todo el día para que los guardas vinieran a sacarlo. A veces no sacaban a los muertos que se anchaban y reventaban para horror de todos.

Eran muchos. Y conversaban bajito entre ellos.

—Somos gente innecesaria para el mundo —se escuchó un día.

—Nadie nos echa de menos allá afuera.

Al principio, alguien tal vez los extrañó, ahora sus nombres son ruinas oxidadas en una urna de nombres olvidados y refundidos en el océano mar de la memoria golpeada.

 

Todos en el pueblo, como envejecidos, se santiguan al ver el cadáver de una viejecita que vendía flores en la esquina del parque.

6

Toda la gente del pueblo estaba en la calle. Nadie en casa. Todos en la calle, haciendo de su cotidianidad la faena del día. Los poetas danzaban bajo el sol como poseídos del espíritu de la nada. En la plazuela los músicos cortaban petunias con las manos sangrantes. En el mercado las mujeres casadas compraban limones, y más allá, en el reflejo del agua de una pileta pública, las adolescentes tejían sus trenzas en un lenguaje de gaviotas que ríen como hadas.

Los niños, invariablemente, en la escuela, aprendiendo a odiar al profesor de matemáticas, y a querer con devoción al maestro de lenguaje que lee poemas cada mañana, como un rito sagrado al que se ha entregado sin explicaciones.

Ahora un hombre del campo entra por la calle principal con dos burros cargados de panela. Es una isla en sí mismo, un silencio ambulante, un atisbo al dolor y la belleza de vivir en las fincas al otro lado de la montaña.

De pronto, la cotidianidad se quiebra como un jarrón de barro cuando cae al piso. El murmullo de la gente va tejiendo una red multicolor bajo el cielo de una tarde de sol tenue. Y todos en el pueblo, como envejecidos, se santiguan al ver el cadáver de una viejecita que vendía flores en la esquina del parque, al otro lado de la iglesia. Y todo es tan solemne, tan musical, tan triste.

—Era una exiliada —dicen.

—Vuelve a exiliarse —comentan.

Marco Antonio Valencia Calle
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