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La lluvia, que en su vuelo se apresura

miércoles 21 de julio de 2021
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Poemas a la memoria de María del Carmen Álvarez Menéndez

La muerte hirió sus ojos hermosísimos

La muerte hirió sus ojos hermosísimos. Lo dijo la verdad de su belleza, después de que alcanzara, con su espada, la muerte la belleza de sus ojos. Y, viendo que moría, lamentábamos la falta que sentimos tras su viaje, su fuga hacia otros reinos tan lejanos. Y todos anhelamos su recuerdo, quisimos retenerla y no pudimos, se fue como las aves en septiembre…

La muerte hirió sus ojos hermosísimos. Lo dijo la evidencia que corría su suerte en una apuesta ya ganada —la nuestra era la suerte en la derrota. Y vimos que nacían esas alas que llevan a los ángeles al cielo, pues sólo era posible que lo fuera. Y un ángel nos contempla desde el cielo, y acaso nos recuerda y nos protege, pues somos lo que tuvo en esta vida.

La muerte hirió sus ojos hermosísimos. Queremos recordarla con las flores que hablaron de la vida, con las rosas que amamos mientras vimos su declive. Y el sol, cada mañana, nos saluda, nos deja su sonrisa en la ventana y escapa tras las nubes tras la aurora. Y entiendo que la luz de la mañana nos trae la buenanueva con su risa, con su sonrisa tierna y deliciosa.

La muerte hirió sus ojos hermosísimos. Y estamos orgullosos de quererla después de su partida a alguna parte, sabiendo que ese viaje nunca acaba. La muerte no nos lleva a ningún sitio, si no es a los tesoros del recuerdo, lugares apartados para todos. Quizás el corazón es mansión bella y allí tengo un rincón que le reservo, no lejos de la voz de las abuelas.

 

Soneto I

La lluvia, que en su vuelo se apresura,
dejando el aire atrás, su verso bello,
me dice que es el aire y el resuello
del aire en que se esconde su figura.

Y dijo la mañana que, en la altura,
al ver en la distancia aquel destello,
más blanco vio brillar en ese cuello
su pelo, al descubrir la nieve pura.

El tiempo gime y corre traicionero,
se pierde por las calles apagadas
que rinden al recuerdo su belleza.

Y Carmen, que era tiempo duradero,
vencida por la escarcha y las heladas,
tan solo fue una flor en la maleza.

 

Soneto II

Más luz que aquel corcel de madrugada
halló, con descubrir las claridades,
la llama que admiró las humedades
del bosque perezoso en la otoñada.

Los años maltrataron con su espada
aquel mirar que, lleno de bondades,
supuso de repente tempestades
que anuncian el invierno con la helada.

Y trajo aquel recuerdo caprichoso
—que no fue todo magia y alegría—
el alba que llegó a su principado:

buscaba, ante el espejo silencioso,
al ver el propio pelo que lucía,
el eco de su madre ya apagado.

 

Soneto III

Habitan nuevamente mis mansiones
los versos del dolor más encontrado
y el sueño de ese tiempo ya pasado
que el aire puebla en mis habitaciones.

No quiero confesar más emociones,
después de este suceso desgraciado,
si no es decir que el pecho vive helado
en un lugar que rinde sus bastiones.

Y sé que vuela el alba a la mañana,
que busca, como yo, la fuente fría
que quiera refrescarla, si amanece.

Y miro la maleza, y, con el día,
la aurora espero, rara soberana
que me habla de su ausencia y me entristece.

 

Prefiero recordarla

I

Prefiero recordarla
con toda su belleza,
con esa juventud
que no nos negó nadie mientras fuimos
los dueños de ese tiempo que era nuestro,
si puede ser que el tiempo tenga dueño.
¿Y tiene dueño acaso?
Enferma, se fue yendo,
dejó el lugar de siempre, donde estaba
serena, en compañía de los suyos.

 

II

Y quiero recordarla
con toda su belleza,
con toda la belleza
que tienen esas madres, cuando, heridas,
se miran al espejo y se confunden
y llaman a la abuela de otros días.
El caso es que las lágrimas
no quieren escaparse,
no saben escaparse, y la amargura
nos hiere más, nos llena de veneno.

 

III

Y pido rosas blancas,
mezclando rosas rojas
con otras flores bellas
que habrán de dar adorno a cada piedra
que canta su memoria en el vacío
—pensad que somos nada en el vacío.
Pero arde el pensamiento
capaz de ir a buscarla,
capaz de ir a mirar por los rincones
que saben dónde queda su recuerdo.

(del libro Me dicen los arroyos que van por la ladera).

José Ramón Muñiz Álvarez
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