Compasión
Los criminales odian ser compadecidos.
Pobre criminal que recibió maltratos desde el kínder.
Pobre criminal con sus abusadores padres,
su temor a la oscuridad y sus animalitos degollados.
Un asesino necesita respeto
y no misericordia de los simuladores.
Un asesino es venturoso cuando hay cobertura de la prensa.
Un asesino no es una víctima.
Para eso, obviamente, están las víctimas, y las candidaturas.
Los criminales requieren escenarios factibles
para engendrar performances.
No importa si en la misma ciudad o con las mismas armas.
En eso, también, son parecidos al poeta.
Cero compasión con el criminal de la palabra.
Un poco de respeto, quizás, pero mucha tortura.
Obséquienle todo el dolor del mundo.
Ya él se encargará de desmembrarlo,
y de pasar inadvertido como el viento en la noche.
Unidad de crímenes intensivos
La poesía, como la vida, falla.
Le falta el aire al poema y hay que ponerle oxígeno.
Se precisa intubar los vocablos,
intervenir vías endovenosas,
la inserción de catéteres.
Ahí es cuando se implican mecánicos de euritmia,
albañiles de la expresividad, carpinteros gramáticos.
Milagrosamente el poema mejora,
pero hay veces en que los protocolos son respaldos
o maniobras inútiles,
y no es descabellado aplicar la eutanasia
o darle vía libre al criminal que yace en el poeta.
De cuando en cuando estrangular la retórica al uso,
la ilación y las alegorías
no es un procedimiento que deba despreciarse.
Ya cuando el infortunio resulta irreversible,
no es necesario convencer el autor
de las operaciones que hay que poner en práctica
con el poema agónico.
Dependen de su arbitrio
y una buena porción de sangre fría.
Si los intensivistas no ofrecen a la obra
un regreso dinámico,
no debe importunar que la escena insinúe
ser un crimen perfecto.
Estética de saltar al vacío
No es necesario una cara visible
para que los asesinatos se produzcan.
No es imperioso disparar a mansalva
o ahogar a un individuo
para obtener el crédito de infame consumado.
Estrangularle la palabra a un poeta,
volverle opresivo el horizonte,
ceñirle esposas de humo
para que no escudriñe la mugre del paisaje,
son modos de erigir una nefanda estética,
deudora del marbete que distingue al recluso.
La expulsión silenciosa de Machado, Juan Ramón y Cernuda,
edificó en la sangre palmarios contrafuertes,
lápidas de perpetua desmemoria.
Puso a escoger entre la poesía y la noche.
Ahora sabemos que no es imprescindible
una estampa notoria
para ponerle nombre a un infractor,
una era, una ignominia.
Uno de los crímenes en serie más atroces
contra la sensibilidad de una cultura
es forzarla al exilio.
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