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Mezclando al alba la muerte
(poemas para Carmen Álvarez Menéndez)

miércoles 4 de mayo de 2022
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“Y vengo a recordarte en los caminos”

Te fuiste, sin saberlo, de mi lado, corriendo unos caminos diferentes: el alba pronunciaba la partida, robaba la mañana tus secretos, tu espíritu partía al aire libre. Y vengo a recordarte en los caminos que juegan a enseñarme sus imágenes: las lanchas amarradas en el puerto, las olas moribundas en las playas, el beso del salitre en cada brisa.

Y sabes que me duele este discurso de versos que se siguen con tristeza: no entiendo si son prosa o si son verso, no sé si me maldicen o me engañan, ignoro si me hieren o consuelan. Y, lleno de añoranza, me resigno, y escribo estos sonetos apagados: les falta la belleza de lo alegre, les duele la ocasión de tu partida, se saben, como siempre, melancólicos.

Hoy quiero desahogarme de estas penas, que sane el pecho ya de su penuria: no importa si las rimas obedecen, no temo que haya en ellos desarreglos, tampoco si no tienen virtuosismo. Pretendo, en todo caso, que el recuerdo te lleve, donde estés, algo que es mío: conoces mi pasión por la poesía, tú misma me enseñaste a valorarla, tú misma eres poesía ante mis ojos.

 

Soneto I

El brillo que contempla en la mañana
la llama que se enciende en su locura
el alba acarició, con ser tan pura,
si quiso ser del cielo soberana.

La luz hirió de pronto la ventana
y el rayo se hizo paso, pues, oscura,
la noche desgarró con la figura
dichosa de la llama más temprana.

Y entonces fue la noche despedida,
y, huyendo por los valles del olvido,
sentí tu voz camino de la nada:

borró su brillo el aire ya vencido,
sin eco de un relámpago de vida
en medio del dolor de aquella helada.

 

Soneto II

La escarcha se hace escarcha sobre el hielo
que alcanza el llanto triste y desolado,
capricho de un enero en que, cuajado,
refleja los colores de otro cielo.

Y, entonces, porque somos desconsuelo,
el agua del estanque, al fin cansado,
el ánimo de un verso halló, apagado,
recuerdo del mirar en raudo vuelo.

Tus besos quedarán donde la helada
marchita, en su belleza y su osadía,
refleja el cielo gris y ceniciento.

Y, viendo que se va la madrugada,
serás, al encenderse el nuevo día,
un árbol abatido por el viento.

 

Soneto III

El alba que alcanzó, con su pereza,
mansiones que, en el cielo de la nada,
pusieron el color de la invernada,
cuajó como el silencio en su dureza.

La luz del sol brilló con la belleza
que pudo descubrir, donde la helada,
la herencia de la triste madrugada
que quiso escarcha sobre la maleza.

La luz jugó con ánimo travieso,
dichosa, caprichosa, a su albedrío,
la muerte, raro rayo que se agota.

Y vino la mañana con su beso,
manchada por el hielo, por el frío,
herida, desgarrada en la derrota.

 

“Busca en la altura del cielo”

Busca en la altura del cielo
un palacio en que, gozoso,
ese sueño silencioso
vista su voz de consuelo.
Alza a la altura tu vuelo
y corona, donde vive,
esa llama en la que escribe
la razón de tu descanso,
porque acaso un cielo manso
es mansión que te recibe.
Y, pues llegas a la altura,
mira los montes nevados,
mira los cauces cansados
del camino que murmura.
Y donde ves que se apura
la alegría del torrente,
ve reflejado en la fuente
el color de la alborada
que te llevó, con la helada,
dejando tu voz ausente.
Que, llegada ya a los espacios,
recibida en sus castillos,
serás dueña de los brillos
donde lucen sus palacios.
Y, alma de claros topacios,
verso que eleva su pluma,
podré soñar en la espuma
esa voz que te encendía
con la mayor alegría,
cuando levante la bruma.
Que, con llanto en la mirada,
porque es lo justo llorar,
quiero acaso recordar
tu rostro en esa alborada.
Y, si corre derramada
por un cielo inmerecido,
siento el mal y el sinsentido,
la razón de tu partida,
porque, en tu sueño, dormida,
yo despierto dolorido.
Y no quiero que despierte
de su sueño y su belleza
al dolor de la tristeza
cuanto te arranca la muerte.
Ahora que partes, advierte
esos tesoros que dejas,
puesto que sabes, sin quejas,
partir con melancolía
donde está la luz del día
me hace ver cómo te alejas.
Y, ya que vuela un suspiro
que en el aire te persigue,
tú ya no pares, prosigue,
si, desolado, deliro.
Porque la escarcha en que miro
tu rostro, la helada fuerte
hizo embrujo en que convierte
la razón de su reflejo,
a costa de hacer espejo,
mezclando al alba la muerte.

 

“Y quiero recordarla como entonces”

Y quiero recordarla como entonces, en días de una infancia más profunda, dejada atrás, perdida para siempre. Y miro donde aquellas nubaradas que corren los paisajes con sus grises y trazan sus dibujos melancólicos. Detrás de la ventana están los montes con ese verde denso que no pierden, vecino de los mares más azules.

Las horas de niñez corrieron raudas, burlándose con gestos bufonescos en tardes de domingos aburridos. Los viernes son mejores que los sábados, con la promesa alegre del descanso, si acaban ya las clases semanales. Jugar en la explanada, correr libre, bajar la escalinata de la iglesia pudieron consolar aquellos tedios.

Son muchos los recuerdos de la infancia, los tiempos que se van hacia la nada, que acaban por ser sombra en el recuerdo. Y el mío es un recuerdo que se pierde, tal vez, en los momentos más lejanos, después de tantos años de camino. Pues quiere el peregrino de la vida volver la vista atrás y hallar el trazo que dejan nuestros pasos en la senda.

Y, entonces, al hacerlo, la añoranza me llena el pecho todo y se condensa, quizás como una lágrima que escapa. Y todo son recuerdos del cariño sentido por mi madre y mis abuelas en tiempos de niñez, hoy ya lejanos. Las canas van poblándonos sin prisa, nos llenan las arrugas sin saberlo, y un día comprendemos el suceso.

Y todo ese pasado y sus vivencias nos hacen melancólicos, a veces, nos rinden, nos entregan al recuerdo. Y es fácil recordar en los lugares los tiempos de gomeros, tirachinas, batallas sinsentido de rapaces… Aquella libertad se fue perdiendo, voló como las llamas de un ocaso, quién sabe a qué lugar y en qué regiones.

Y saben los paisajes expresarse, decirnos la verdad de lo que fueron los bosques de eucalipto y las ardillas. Aquellos fueron tiempos de milanos, de ferres y de pájaros oscuros que corren los rincones del espacio. Aquellas fueron tardes de colinas, de tiempo en bicicleta o de pupitres, de playas, de salitres y pedreros.

José Ramón Muñiz Álvarez
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