Para María del Carmen Álvarez Menéndez
Soneto I
El hielo que encendió con la mañana
los brillos para el alba en raro vuelo
los versos pronunció del desconsuelo,
después de retirar la sombra vana.
¡Y yo que imaginaba que lozana,
podía, como sol, romper el hielo,
llenándolo de luz desde ese cielo
que mira en las alturas su alazana!
El sol de la mañana peregrino,
diciéndola en el aire silencioso,
sabiéndola ya lejos, lo decía.
El beso de las luces cristalino
la supo donde el aire perezoso,
dejando el alma atrás, ya que moría.
Soneto II
Un cielo más azul que la invernada
querrás cuando te vayas en enero,
volando el aire todo, el cielo entero
que vio pasar la luz de la alborada.
El bosque pudo ver la llamarada
callada en el helecho prisionero
vencido por el aire traicionero,
dejado en los jardines de la nada.
Y el sueño se adueñó del señorío
doliente de tus ojos donde ardía
el beso silencioso de la muerte.
La escarcha de la helada tuvo frío,
y el hielo sintió el alba que encendía
el beso que te trajo aquella suerte.
Soneto III
De nuevo el sol cruzó, en la lejanía,
el aire que el espacio hizo dureza,
y quiso ser la brisa que bosteza,
la nube en la mañana que venía.
Los hielos de una noche que moría
supieron entender, en su belleza,
que debe desatarse en la maleza
el brillo de la escarcha siempre fría.
El suyo se hizo paso hacia la nada,
tras una madrugada, y, temerosa,
la vimos por la altura dar el paso:
el alba, donde aquella nubarada
la helada halló, su llama silenciosa,
habló de la partida del ocaso.
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