
En esa narrativa generalmente se observa una desatención hacia los problemas sociales que, basándose en la acumulación de capital y la sobreexplotación —como si la explotación laboral a secas fuera por defecto el modus operandi—, revestían una gravedad creciente en la realidad.
De cara a la devastadora y prolongada crisis socioeconómica en España a partir de 2008, se observa en algunos escritores renombrados un mea culpa público por no haber abarcado en sus obras ni la dilatada antesala a la crisis, ni cómo ésta se ha ensañado de forma tan marcada con sectores significativos de la población; una pérdida cuantiosa de la calidad de vida enraizada en un tenaz y enquistado desempleo que insiste en alargarse en el tiempo, al igual que en una acuciante disminución en el bienestar que proporcionan los trabajos que los españoles desempeñan, todo lo cual desembocando en la sarta interminable de devastadoras consecuencias sociales que esta situación dramática ha provocado. La tesitura tan crítica en la que se encuentra un hombre desempleado, padre de familia, ejemplifica los auténticos dramas humanos que se han formado en estos años, “Pesa mucho este agobio, todo el día maquinando, dándole vueltas a las cosas, pensando cómo sales adelante con tus cuatrocientos euros de la ayuda familiar y los seiscientos que gana la mujer” (87, En la orilla). La falta de atención literaria al dañado estado actual de la sociedad española por algunos novelistas hace recordar la conocida aserción de Theodor Adorno de que, “como objetos eminentemente construidos y producidos, las obras de arte, en las que se incluyen las literarias, apuntan a una práctica de la que se abstienen, la creación de una vida justa”, lo cual viene a decir que, por lo general, la literatura no parece haber sido una forma eficaz de intermediar entre la experiencia vital del individuo y la nefasta realidad social que le toca vivir, durante milenios siendo esta la experiencia por defecto para la masa de la población de la Tierra. Esta carencia literaria notable ha sido aplicada a la novela española después de 1975, la cual tiende a reflejar lo que el colectivo de escritores ha entendido como la necesidad de salir de décadas de aislamiento político, social y artístico padecido durante el franquismo, para poder seguir principios novelísticos que, como afirma Marta Sanz, “en lo filosófico entroncaba con la posmodernidad, y en lo económico con el neoliberalismo”. Se escribían novelas pobladas por “gente muy culta con un poder adquisitivo por encima de la media”.1 Ella cita como emblemática de esta novelística La verdad sobre el caso Savolta (1975), de Eduardo Mendoza, obra en la que prevalece el cosmopolitismo y la peripecia pero no una preocupación social evidente. O además, como ha notado Rafael Chirbes, en la época pos-Franco la novela española ocasionalmente ha servido como plataforma para servir de lacayo en objetivos políticos inadecuadamente definidos; entiéndase, como ejemplo, la insistencia en la memoria histórica durante las administraciones de José Luis Rodríguez Zapatero. Chirbes, a pesar de pertenecer al grupo de novelistas que intentó reivindicar parte de esa memoria perdida con su novela La larga marcha, de 1996, el escritor criticó esa función apadrinadora de la novela que, según él, se traducía en una narrativa que apoyaba una visión “seráfica de la historia que no se correspondía con la realidad”.2 George Tyras ha identificado, en la novela que gira en torno a la memoria histórica, entre ellas Soldados de Salamina, de Javier Cercas, un rasgo detectivesco que Tyras llama la novela de investigación, en la que prima la búsqueda de la resolución de algún crimen. Tal vez sea este el mecanismo narrativo más usado en la novela “abocada a la recuperación de la memoria histórica” (346, Champeau). Este afán detectivesco por enredar al lector en la resolución de la trama entronca con otras muchas narraciones novelescas después de 1975, como la serie Carvalho de Vázquez Montalbán, o incluso una continuación de esta tendencia que desde los primeros años sesenta Francisco García Pavón cultivó con creciente éxito de ventas en su famosa serie sobre Plinio.3 En ese tipo de novela, y estando inmerso en menesteres literarios que eran de índole policíaca y con relativamente poca atención a factores socioeconómicos que pudieran afectar a la clase obrera, Chirbes insiste en que en esa narrativa generalmente se observa una desatención hacia los problemas sociales que, basándose en la acumulación de capital y la sobreexplotación —como si la explotación laboral a secas fuera por defecto el modus operandi—, revestían una gravedad creciente en la realidad.4 Chirbes nos da a entender que esta evasión se ha asemejado a aquella en la que delante del paciente en un hospital se pone una cortina, para que ni el enfermo ni su aflicción se vean.5 No obstante este pesimismo con respecto a la falta de compromiso social del gremio novelístico, esto no es decir que no haya habido, o haya, actualmente, escritores que han reivindicado el papel social del arte, en que, según el filósofo Adolfo Sánchez Vázquez:
…el hombre y el arte aparecen en una relación de necesidad: sólo hay arte por y para el hombre (entendido en un sentido social y no puramente individual) y sólo hay hombre —en el mismo sentido— cuando transforma y crea; por tanto, cuando hace también arte. Por el arte, el hombre se afirma en su dimensión más propia y, a su vez, contribuye a tomar conciencia de ella.6
Esta aserción concibe el arte como una ocupación elevada, que en su esencia sirve los más altos intereses del ser humano. A pesar de que desde la Ilustración el bienestar material del ser humano se ha dejado progresivamente en manos de los que trabajan en las áreas más objetivas del saber humano, las ciencias, por ejemplo, Sánchez Vázquez reclama para la novela y otras formas artísticas, también, un espacio para la reivindicación social. Para efectos de este ensayo, el mencionado Rafael Chirbes, y otro novelista de una generación posterior, Isaac Rosa, servirán como estandartes para el reencuentro de la novela con su función social.
En cuanto al intento reciente de algunos escritores de alto perfil de rectificar sus pecados de omisión, es decir, que con su arte no han procurado llevar a cabo una función social de cara a la crisis, la materialización más clara de ello se puede encontrar en Todo lo que era sólido, un extenso ensayo de 2013 de Antonio Muñoz Molina en el que se culpa a sí mismo y a sus compañeros de gremio, al igual que a prácticamente todos los españoles, por no haber hecho nada de calado para ayudar a evitar que la crisis ocurriera o, una vez atrincherada, a paliarla. En el caso de Muñoz Molina, esta acusación se hace cuando menos problemática, ya que en su caso particular nos confiesa que su memoria le empuja a contar ahora lo que sabía que iba a ocurrir entonces. “Como todo se olvida tan rápido los que no somos jóvenes tenemos la obligación de atestiguar lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que ha permanecido en nuestra memoria” (35). Nos recuerda cómo en aquellos años empezó en la política la posibilidad de hacerse uno con un dinero fácil que dio lugar al advenimiento de una clase política que manejaba un poder desproporcionado incluso a nivel de alcalde, todo ello junto con la ruptura del apoyo a rasgos nacionales compartidos para favorecer particularidades regionales. Esta mezcla tóxica se generaba ante la gran complacencia de la población en general, y entre los periodistas e intelectuales se erigía una devastadora complicidad con el erial político emergente que aprobaba leyes favoreciendo la recalificación de grandes franjas del territorio nacional, particularmente la costa. La orden del día era la desenfrenada subida del precio del suelo, el incremento meteórico del precio de la vivienda, la construcción de proyectos faraónicos que dañaban el medioambiente y no tenían un rendimiento que ni siquiera pudiera absorber los abultados costes de su construcción y el atrincheramiento de una corrupción apabullante. Muñoz Molina todo lo achaca a una discapacidad en el terreno de la moralidad que echó a perder un proyecto nacional de unidad, la Transición, que era prometedora:
La ruina en la que nos ahogamos hoy empezó entonces: cuando la potestad de disponer del dinero público pudo ejercerse sin los mecanismos de control de las leyes: y cuando las leyes se hicieron tan elásticas como para no entorpecer el abuso, la fantasía insensata, la codicia, el delirio —o simplemente para no ser cumplidas (48).
En la orilla, una novela de 2013 de Rafael Chirbes, que se analizará en este ensayo, gira en torno a las consecuencias de esa pérdida de la orientación de valores en la sociedad, y en cómo el modelo que ha llevado a la ruina económica y social de la sociedad española está basado en la ficción de “el hombre que se hace a sí mismo” (67). A Pedrós, el personaje de esta obra emblemático de la corrupción desencarnada del constructor:
…le ha gustado toda esa basura individual, la voluntad y el esfuerzo, el triunfador que suda su energía en el espá y en la pista de pádel, donde se encuentra con otros triunfadores como él, que le ayudan a abrirse camino gracias a una telaraña de influencias que se llama sinergias… fantasioso, un puntito mitómano: el primer fetiche, él mismo (67).
El tenor de las novelas a tener en consideración aquí es esencialmente que con el advenimiento de la crisis y la cruda instalación de ella, lo que supuestamente una vez se valoraba en España, tradiciones, empleo digno, casa, familia, etc., valores con los que la gente solía construir su vida, se resquebrajó a favor de un superficial paradigma social impulsado por la avaricia desenfrenada de los políticos y sus compinchados. Francisco es un personaje en la novela que ha prosperado y es representativo de unos hombres cuyos caprichos revelan los gustos descarrilados de la élite. Su intervención nos ayuda a centrarnos en las preocupaciones de los nuevos ricos, personas que están totalmente al margen de las necesidades provocadas por ellos. El siguiente fragmento demuestra dónde estas personas ponían su atención, de esta manera y aparentemente sin darse cuenta, sumiendo a España en un marasmo:
Uno no es exactamente lo que come, como dicen los clásicos y como yo mismo he dado por supuesto, sino que uno es, sobre todo, dónde come, y con quién come, y cómo nombra con propiedad lo que come, y el acierto con que elige en la carta lo más correcto y lo hace ante testigos, y uno es, muy especialmente, el que luego cuenta lo que come y con quién (198).
En estas novelas, España es un lugar en el que los extremos sociales son tan diametralmente opuestos, que Francisco, la encarnación del empresario que está en la inopia, dice conocer con quién come, a la vez que escupe fuera a los mismos que laboran para proporcionarle lo que consume. El lector presencia una sociedad en la que unos cuantos, invariablemente corruptos, cohabitan con una crecida población necesitada, dinámica representativa de una sociedad en un claro declive moral y material. Se acusa un abandono de lo que una vez se valoraba para dar paso a la creación de realidades estrambóticas e insostenibles que se supone desembocarán en la destrucción del país. En En la orilla se aprecian unos cambios estructurales en la vida tradicional de la Huerta valenciana que induce a sus habitantes a malvivir de lo que teóricamente debería proporcionarles sustento ya que históricamente así ha sido, a dedicarse a otra actividad que se percibe como efímera, “ex pueblos de huerta o pueblos de ex huerta… producen envases de plástico para comercializar frutos cultivados y recolectados a diez o doce mil kilómetros de distancia” (148).
El tan alardeado cinismo desenfrenado del que hacía gala la oligarquía española y que llevó al quebrantamiento social y económico, se evidencia en Crematorio, también de Chirbes de 2007, en la voz de un constructor corrupto: “Explico con una voz tranquila, en tono pausado, que los constructores y agentes inmobiliarios no somos los culpables de que media Europa haya elegido la costa mediterránea para pasar las vacaciones, los años de jubilación” (21). O En la orilla, frente a la perplejidad de una criada colombiana, una de las presencias principales en la novela de la perspectiva inmigrante en la España de la crisis, de por qué al fin y al cabo tantos inmigrantes habían llegado a España, para al cabo de unos años tener que enfrentarse con que no tenían ni para dar de comer a sus hijos, ni pagar las hipotecas. España, se da a entender, es, a cambio de Colombia, un país seco, literal y figurativamente. No obstante, el narrador de la novela y patrón de la criada, le responde con tremenda ironía: “Pero qué dices, Liliana, si esto es lo que más se parece al paraíso de cuanto hay sobre la tierra; si los jubilados de medio mundo quieren instalarse aquí en alguna de esas casitas de mírame y no me toques, sin cimientos y con tabiques de pladur” (219).
Se puede apreciar tanto en los escritores mismos como en las voces de sus personajes que hay un afán por el autoengaño, el querer taparse los ojos frente a una evidencia más que clara del desmoronamiento de la sociedad española. Volviendo a Muñoz Molina, si él hubiera prestado más atención al lenguaje literario surgido en torno a las fisuras económicas y sociales que a posteriori él admite haber captado, se habría percatado de la metáfora tan útil de la burbuja, y de la insistencia en comparar la crisis con ella. La claridad de su significado, como él dice, que no ha habido nunca ninguna burbuja, inmobiliaria o de otra índole, “que se pinche gradualmente” (5), revela que o tarde o temprano todo el tinglado de intereses económicos creados iba a terminar estallando. Dice el autor:
Cómo es que ese ruido no nos atronaba. Qué veíamos, en qué estábamos pensando. Si mi oficio es mirar el mundo para poder contarlo cómo es que no me fijé en lo que sucedía, en lo que tenía delante de los ojos, lo que se publicaba en el periódico que yo compraba y creía leer fielmente cada mañana cuando estaba en España. Algo intuía, pero no lo suficiente, ni mucho menos. Me fijaba demasiado en la superficie política y psicológica del delirio como para reparar en lo que hubiera debido saltarme a la vista, en la cualidad delirante de la economía misma (149).
El delirio político y psicológico en que el autor se fijó debía de haber despertado en él la misma sensación respecto a la economía y cómo su destrucción tenía la capacidad de deshilachar la sociedad. Es decir, que nos parece que Muñoz Molina ha pecado de una ceguera de la que, junto a otros compañeros de profesión, siendo artista, se padece a menudo. No obstante sus confesiones tardías, se ha elogiado la obra ceremoniosamente, pero algo desmedidamente a mi juicio. Juan Cruz en una reseña en El País comenta que:
Es una denuncia y es una advertencia. Pero, en puridad, es también la consecuencia escrita de una actitud que durante años ha mantenido Muñoz Molina ante lo que ve: esa voz suya, queda pero vigorosa, es la que siempre lo ha acompañado como espectador, como Robinson urbano, por citar el recopilatorio con el que primero se dio a conocer.7
Todo lo que era sólido se ha visto mayormente como un esfuerzo noble de Muñoz Molina por expurgar no solamente sus propios pecados al no hacer más por paliar lo que aparentemente él veía venir, sino como una aguda mirada a los males de la sociedad española. Pero tenido en cuenta todo ello, uno no puede dejar de recordar el dicho consabido de que todo se ve claramente cuando se echa la vista al pasado. El escritor ha puesto en marcha, con la claridad que otorga esa mirada retrospectiva, sus ideas para un correctivo moral, y a continuación, un correctivo material, y transmite a sus lectores que nunca es tarde para remediar males en la sociedad, y que en efecto, hay mucho de que enorgullecerse en España y en eso hay que hacer hincapié:
Hay que fijarse en lo que se ha hecho bien para tomar ejemplo. No tendremos disculpa si no hacemos todos lo poco y lo mucho que está en nuestras manos, en las de cada uno, para que no se pierda lo que tanto ha costado construir, para asegurar a nuestros hijos un porvenir habitable… (31).
Inmediatamente después de la publicación de Todo lo que era sólido, y en medio de los elogios a los que se ha hecho mención, se llevó a cabo una serie de acusaciones entre Muñoz Molina y Julián Marías como resultado de una entrevista de aquél en la que manifestó que únicamente el caricaturista El Roto, entre los de la élite cultural, había estado a la altura de la crisis en su denuncia de las causas de ella. Marías contraatacó con una línea de argumentación, que cualquier lector atento hubiera podido leer a lo largo de los años múltiples artículos y ensayos en los que críticos, comentaristas y escritores criticaban el tejemaneje político que llevó directamente a la burbuja inmobiliaria y la corrupción extendida en el sector de la construcción, al igual que el desastroso manejo político de la situación.8
Así es que mientras parece ser que la crítica y los lectores han admitido y aceptado la disculpa de Muñoz Molina de haber sido consciente y mantenerse al margen, durante décadas, de las tendencias económicas y sociales que a la larga llevarían a España a la quiebra, y admiran su aguda reflexión sobre ellas, tanto la disculpa como la reflexión llegan tarde y descansan sobre un razonamiento casi perogrullesco. Muñoz Molina da a entender que los mismos ciudadanos tienen parte de la culpa por la situación tan apremiante en que se encuentran porque han dejado de ser pueblo. Según el escritor, la diferencia entre pueblo y ciudadanía es esencial para poder entender cómo un país es propenso a dejarse caer y luego volver a levantarse: siendo culpa de la caída la ciudadanía y propulsor del levantamiento. España, se entiende, en los últimos años ha pecado de una ciudadanía poco dada a la reflexión y que necesita volver a sus milenarias raíces de pueblo:
El pueblo asegura el abrigo inmediato de lo colectivo y lo inmemorial, el halago de compartir valores ancestrales. La ciudadanía, por comparación, ofrece poco más que intemperie, y cada una de sus ventajas posibles está sometida al contratiempo de la responsabilidad y la incertidumbre (92).
Parte de esa fractura se debe a una dejadez por parte de todos en que, al margen del incivismo político y empresarial, se observaba un quebrantamiento en la sociedad de toda norma de convivencia, desde el aumento del ruido nocturno, el ensuciamiento del entorno urbano, pasando por la “indiferencia de la autoridad pública hacia el bienestar y hacia los derechos mismos de los ciudadanos que la sostienen con sus impuestos, todo se iba confabulando para desembocar en el desastre”. Remata estas aserciones diciendo: “Cuando la barbarie triunfa no es gracias a la fuerza de los bárbaros sino a la capitulación de los civilizados” (166). Lo que a diferencia de esta aserción parece ser el caso, es que tal vez nunca haya habido civilizados tal y como él quiere imaginárselos, y que la crisis que tan desastrosamente se desató no es otra cosa que una periódica manifestación de la barbarie humana, destinada a repetirse cuando las condiciones económicas la favorezcan.
Echar la culpa por la crisis a la totalidad de la población, como es el caso de Muñoz Molina, se verá mucho menos en la narrativa de Rafael Chirbes. No obstante, este escritor, al igual que Muñoz Molina, confiesa haber observado un comportamiento político que claramente llevaba a España por la senda del desastre. En una extensa entrevista con El País en 2013, el escritor alicantino señala el momento en que se dio cuenta de que España empezó a tomar un giro peligroso hacia lo que eventualmente llegaría a ser la crisis actual. La aprobación del Real Decreto de 1985 propuesta por Miguel Boyer, el entonces ministro de Economía en la administración de Felipe González, en el que un acuerdo entre arrendatarios y propietarios estipuló que podían “realizar libremente la transformación de viviendas en locales de negocio”,9 con lo cual cualquier propiedad podía clasificarse como comercial, facilitó la explotación desenfrenada del suelo nacional, y particularmente la costa del Mediterráneo. Es notable, no obstante, que Chirbes, claramente un escritor y ciudadano izquierdista, no se refiera a la Ley de Suelos, aprobada durante la administración de José María Aznar en 1998, ley que ha sido señalada como más directamente culpable por lo que sobrevendría a la economía española a partir de 2008, crisis a la que Chirbes se adelanta en Crematorio de 2007 y sobre la que escribe en En la orilla de 2013.10 En un aparente esfuerzo por repartir la culpa equilibradamente, uno de los personajes centrales de En la orilla, que se lamenta de haber entablado negocios sucios, culpabiliza en parte a los socialistas por causar la crisis inmobiliaria. Se desfila delante del lector al ser humano recalificado, quien durante los años del boom engañaba, construía su fortuna a costa ajena y se aprovechaba de los demás para ahora arrepentirse y, cansado, volver a sus orígenes. El protagonista reflexiona sobre lo que le dice Francisco, el empresario arrepentido:
Quería que le tuviese pena a él, que hace treinta años me contaba lo del restaurante montado con dinero negro de un cuñado o de no sé qué alto cargo, y me describía el guion de los años del pelotazo en los que participaba como actor, los días dorados de Boyer y Solchaga, los tiempos felices en que —según el ministro socialdemócrata de Economía— España era el país de Europa en que se podía ganar más dinero en menos tiempo (264).
Si los trabajadores no cumplen acertadamente con su trabajo, si a la mujer se le olvida poner una pieza clave en la cadena de montaje, o si al albañil se le olvida colocar la masa en una fila de ladrillos, todo se puede venir abajo.
Dos novelistas, por tanto, en cuyas obras no se puede apreciar la tendencia desconcertante de no dirigirse a los tiempos difíciles en que vivían, y quienes han denunciado repetidamente, tanto en la novela como en sus ensayos o artículos periodísticos, la corrupción que llevó a la crisis y sus efectos devastadores, son Isaac Rosa (n. 1974) y el ya mencionado Rafael Chirbes, fallecido en agosto de 2015 a la edad de 66 años. Rosa actualmente mantiene un perfil muy visible en la prensa de tendencia izquierdista, principalmente en eldiario.es, aparte de haber publicado varias novelas aclamadas, entre ellas El vano ayer (2004) y El país del miedo (2008). A su vez, la producción novelística y ensayística de Chirbes le coloca decididamente en la plaza pública, imperturbable a medida que escrudiña los vulgares instintos humanos que se han exhibido de la manera más cruda en su vida y en las de sus progenitores, y que ahora son, tal vez no muy sorprendentemente, más destructivos que en cualquier otra época. Ambos escritores son decididamente marxistas en su acercamiento a la novela y de la forma más clara ponen en práctica el principio de que cualquier proceso de pensamiento sistemático, del que presumiblemente escribir forma parte, es inseparable de las condiciones históricas en que los mismos escritores desarrollan su vida material. Tanto Rosa como Chirbes generalmente parecen sugerir en sus obras que la resolución para los males en la sociedad, que ellos achacan al capitalismo desbocado, se encuentra en la defensa de determinados pilares del pensamiento marxista. Pero mientras que habitualmente su objetivo literario es mostrar al lector cómo al trabajador no sólo se le ha enajenado de su propia iniciativa y creatividad, sino que se le ha explotado continuamente. Esto se manifiesta en sus novelas sobre la crisis actual, en que en la sociedad española rara vez alguien se salva, sea obrero o directivo, rico o pobre. El lector suele contemplar un panorama en que la complacencia y la complicidad conviven malamente con la miseria y la corrupción moral. Tanto es así que incluso los personajes que más estrechamente se asocian con la ideología marxista y que han sido más amparados por ella, los obreros, no encuentran alivio para su desesperación personal y vocacional.
En La mano invisible, de Isaac Rosa, obreros de una amplia gama de áreas vocacionales se encuentran aleatoriamente escogidos para participar delante del público en un programa televisado; otro más en una larga sarta de reality shows en los que las actividades más abrumadoramente cotidianas de nuestras existencias, en este caso las labores por las que se recibe algún tipo de remuneración, se despliegan. La novedad tan marcada que en esta novela se aprecia es que en este programa en particular ninguno de los obreros; el carnicero, el albañil, el mecánico, el copista, la de la limpieza, la costurera, tiene idea de por qué ha sido escogido para el programa, si en rigor es un programa televisado o algún otro tipo de espectáculo, y hacia qué fin trabajarán —o se les dice que destruyan todo lo que han hecho durante una jornada de trabajo para volver a empezar al día siguiente, o el trabajo que se les manda hacer no tiene ningún objetivo claro. Al final de la jornada se ve al albañil, por caso, derribar a mazazos el muro que tan cuidadosamente ha levantado durante largas horas. Pero este trabajador no es únicamente un bruto sin pensar, ya que a la vez el desarrollo de sus pensamientos se deja ver, y esa es la novedad de la narración de Rosa. Diríase que los personajes participan en una especie de obra teatral, aunque sea una en que se nos permite observar cómo piensa un obrero que habitualmente ha sido concebido como un animal que, efectivamente, no piensa, sino que no constituye más que una pieza sustituible o desechable en la cadena que alimenta el apetito consumista de la sociedad. Rosa, no obstante, perfila a los operarios escogidos para el show como personas agresivamente relacionadas con su lugar en el mundo y conscientes de que, a cierto nivel, el ser humano es insustituible. Al albañil:
…le daba por pensar en quienes colocaban las piedras de las pirámides, en la imposibilidad de sustituir ciertos trabajos penosos por máquinas, o en el coste de un edificio medido no en sueldos ni en materiales, sino en dolores, lesiones, desgaste, vértebras castigadas, articulaciones condenadas a una vejez de achaques, dedos aplastados, hernias, traumatismos, escoliosis y, de vez en cuando, accidentes más graves… (28-29).
La novela de Rosa es un canto al trabajador, aunque no llega a ser un elogio desmedido de la necesidad del ser humano de disponer de una vida digna en esta época de mecanización, tecnología y metas de producción inverosímilmente grandes. A pesar de sus fallos físicos y éticos que son propios de la condición del ser humano, a pesar de que la existencia humana, nos deja saber Rosa, es un embuste, los que hacen el trabajo para que habitemos un edificio, nos vistamos, comamos y leamos un diario, merecen tener los focos desplegados sobre ellos. Es toda una lección de psicología laboral que termina siendo una más que razonable reprimenda al mundo tal y como está montado. Rosa tiene éxito en su representación de la experiencia laboral porque abarca la totalidad de ella, desde la forma de pensar de los trabajadores hasta las estrategias que emplean los directivos para aumentar la productividad. Desmiente o desmitifica creencias comunes en torno al mundo laboral, de esta forma volviéndose más creíble a ojos del lector. La mujer que se pasa sus días colocando piezas a un ritmo siempre creciente en una fábrica de ensamblaje, podría dar la impresión de que es prescindible, un mero accesorio sin importancia. Pero cuando en un momento dado se le cae una pieza, el ruido es grande en sentido literal y figurativo. Todos se detienen en su faena y “el albañil da un respingo” (54). Rosa deja entender que a todo el mundo se le debe otorgar más importancia de lo que ha sido históricamente el caso. Si los trabajadores no cumplen acertadamente con su trabajo, si a la mujer se le olvida poner una pieza clave en la cadena de montaje, o si al albañil se le olvida colocar la masa en una fila de ladrillos, todo se puede venir abajo. Y aunque se entiende que a fin de cuentas todo estriba en el margen de ganancia que tienen los directores de la banca, los gerentes y administrativos de la empresa, un simple error al nivel del que lleva a cabo la labor puede provocar “la secuencia entera detenida durante horas, cuando se rompe un eslabón todo se congestiona, un día de producción entero echado a perder” (58). La ensamblista, además, cobra conciencia en este relato de su habilidad de presionar: “Ella no descartaba que el director fuese sincero en su convicción, que de verdad creyese que ella y otras compañeras habían echado a perder la producción de todo un día para presionar a la dirección y lograr que se sentase a negociar” (60).
El cuadro inusual de comportamientos que se observa en La mano invisible, es decir, que haya un hincapié tan exclusivo en las acciones del trabajador, minuciosamente descritas, permite que nos formemos una visión completa de un ambiente que habitualmente no forma el centro de atención en la narrativa. Los trabajadores, introducidos de forma dosificada, inician sus labores en condiciones relativamente ideales; no parece que la explotación o la objetificación o la acumulación de capital y el afán de lucro compongan el objetivo narrativo. De forma natural, no obstante, la carga de trabajo de cada personaje se intensifica progresivamente y de esta manera se nos permite ver cómo uno se enfrenta física y psicológicamente con exigencias laborales irracionales. Añadido a esto es la natural desconfianza entre los de arriba, la dirección de la empresa, y los de abajo, los que desempeñan las labores. Se da el ejemplo de un intento de reivindicar ciertos derechos, pero después de una reprimenda muy calculada del jefe, “los seis líderes volvieron a sus puestos de trabajo, sus reivindicaciones hechas trizas y encima, ese día, empujados por lo vivido allí arriba, batieron sus récords personales de producción horaria” (63). Dentro de la irracionalidad, una pieza clave para entender el punto de Rosa es la idea de que cada trabajo, por insignificante y fácil que pueda parecer, tiene su técnica y su ciencia, y mientras reconocer esto no confiere necesariamente dignidad al que lo hace, al menos pide respeto por quien lleva a cabo bien esa actividad. Esto se ve muy especialmente en el carnicero que se dedica al despiece de terneros, corderos, cerdos y pollos, a un ritmo siempre acelerado y en aumento. Esto es crítico como pieza esclarecedora del objetivo narrativo de Rosa, que es arrojar luz sobre rincones laborales olvidados, pero tan necesarios para la existencia humana. El carnicero “tiene claro cómo funcionan las cosas, cómo hay que hacerlo para que todo salga bien, para que haya filetes en una bandeja en el supermercado y se los preparen a la plancha los quejicas cuando lleguen a casa esta noche” (82).
Es así que pronto en la novela, el primer trabajador en aparecer, el albañil, aparece y sus destrezas y dedicación se encuadran dentro de lo que parece ser un lugar de trabajo justo —es decir, que todo parece funcionar como debería funcionar para que haya un buen rendimiento y el trabajador esté contento. Queda patente lo que puede hacer un obrero si no le sobrecargan con metas de producción desmedidas y se le obliga a trabajar en condiciones inaceptables. Pronto, no obstante, Rosa manda que este idilio termine a medida que las expectativas crecen y las condiciones de trabajo se vuelven intolerables. Para la última parte de la novela, los trabajadores ya han dejado sus puestos y el programa, el experimento, concluye sin más. El trabajador acaba en condiciones peores que cuando empezó o, como lo ha visto un académico que presencia en vivo uno de los programas, todo ha sido “una burla de los trabajadores, una apología de la explotación… un oscuro experimento de ingeniería social, una campaña encubierta de la patronal que busca notoriedad para luego presentar sus productos” (233). Rosa escribe con un estilo que se empareja con la naturaleza devastadoramente repetitiva de las labores que se han llevado a cabo a lo largo de la novela. Él rehúye enfangar con piruetas estilísticas el mensaje último —que por mucho que la clase trabajadora reivindique mejoras, nada va a cambiar— y por tanto, el lector, después de absorber un repaso minucioso de las labores de cada uno, termina exhausto y también con ganas de que se acabe la experiencia. Los “pensamientos enladrillados” (19) del albañil, a quien “le daba por imaginarse como un ladrillo… él y sus compañeros como piezas del mismo palé y reflexionaba sobre si todos los hombres eran igual de ladrillo…” (22), cansan al lector. Asimismo nos dejamos convencer por los pensamientos del carnicero, el trabajador más dispuesto a aceptar las condiciones impuestas y más consciente de su lugar particular en el mundo del trabajo, a quien “le fascinaba la manera en que todo estaba organizado, cómo habían estudiado el proceso total para que llegado el momento cada trabajador funcionase como una pieza más del engranaje y así incrementar el número de terneras por hora, cerdos por hora, corderos por hora” (94).
Chirbes, por su parte, sitúa sus novelas en la costa del Mediterráneo, un ambiente con el que está íntimamente familiarizado, siendo de Alicante, y además convenientemente para él, esta región fue epicentro de lo que ha sido la España del pelotazo. El pelotazo, la capacidad del empresario de crear proyectos que le favorecen para que, legítima o ilegítimamente, pueda enriquecerse de golpe, define a la España de la crisis, y donde más claro se hizo fue por el Levante español. La crisis desatada por los proyectos faraónicos en esa costa, tan simbólicos de la corrupción generada por la especulación sin límites que auspiciaba el gobierno, cobra un significado especial en las novelas de Chirbes, ya que como nos recuerda el narrador en En la orilla, en rigor, para él y los suyos, “la orilla del mar no ha sido un lugar hospitalario, y, excepto en algunos promontorios, ha permanecido desierta hasta hace unos decenios en que se empezó a edificar en no importa qué sitio” (43). El padre del protagonista sabe que sólo lo peor de la sociedad se ha instalado en la orilla del mar; se entiende que la referencia es a poblaciones itinerantes como la gitana, que siempre ha sido calificada en términos despectivos y de ladrona y pícara, ahora edificada por los empresarios que quieren estafar a los demás, caiga quien caiga. La novela está poblada por las víctimas de los grandes planes empresariales, la gente de a pie, principalmente empleados de la carpintería recientemente cerrada, pero también por gente obrera de toda clase. Esta tendencia de Chirbes de hacer hincapié en cómo sufre la clase trabajadora en una sociedad de “sálvese quien pueda”, entronca íntimamente con su afán por aliarse con la teoría marxista. Chirbes tuvo una larga trayectoria de incorporar pensamiento marxista en sus obras. En “El punto de vista”, un ensayo de 1998 de El novelista perplejo, él reflexiona sobre el impacto estético que cualquier obra bien hecha puede tener en sus lectores. Confiesa que esto es, claro está, el caso de algunas obras canónicas tales como Confesiones de San Agustín o El castillo interior de Santa Teresa de Jesús, pero también de obras no habitualmente clasificadas dentro del canon como la intensa expresión ideológica de El manifiesto comunista de Marx, que nunca se incluyen dentro de las antologías literarias pero que son, no obstante, capaces de producir una importante huella estética en el que las contemple. Chirbes cita como ejemplo supremo de esta capacidad la condena de Marx a la burguesía:
Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio. Ha sustituido las numerosas libertades escrituradas y adquiridas por la única y desalmada libertad de comercio. En una palabra, en lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y brutal.11
Chirbes alaba los pensamientos de Marx diciendo que son “…un ejercicio de precisión y síntesis perfectas de los valores que han presidido en la historia la sustitución de una clase por otra, como es perfecta la metáfora de decir que el cálculo egoísta forma unas ‘heladas aguas’ ” (73). Muñoz Molina también claramente tenía a Marx en mente, como se ve en el mismo título del susodicho ensayo Todo lo que era sólido, palabras que muy probablemente pidió prestadas de uno de los fragmentos más conocidos del Manifiesto comunista, que ha tenido varias traducciones: “Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás”.12 En referencia a España y a la crisis del ladrillo, como se ha venido llamando, Muñoz Molina puede estarse refiriendo a lo que habitualmente se creía la mejor inversión, los inmuebles hechos de mortero y cemento, y cómo en verdad su naturaleza es más bien vaporosa cuando es gestionada por una clase de constructores y políticos corrupta. Por tanto, el ladrillo llega a simbolizar todo lo que se había descarrilado en España en lo que se refiere a la moralidad del ser humano. Tanto Muñoz Molina como Chirbes y Rosa pujan por un giro radical en las relaciones humanas y cómo éstas, dejadas a sus impulsos y sin medirse con comportamientos morales admitidos y acordados a lo largo del tiempo, tienden a echar a perder la sociedad y su organización política, económica y social. Chirbes claramente no cree en la capacidad humana de rectificación, pero Muñoz Molina ofrece una larga sarta de remedios que rayan en el delirio utópico. Quiere que se cree un nuevo paradigma político y social que erradique la corrupción y premie a la sociedad por dar lo mejor de sí misma, enfatizando lo que uno hace en pro de la sociedad en su propia vida, sin depender del mundo vacío y esquivo de la retórica hueca de los políticos.
No sorprende, pues, que el lector de las novelas de Chirbes o Rosa aquí mencionadas, obras que se encaran directamente con la crisis y sus causantes y consecuencias, sea aporreado con un panorama de una sociedad destruida que ha de empezar a andar de nuevo, debilitada en el extremo. Asimismo, tampoco sorprende que, en la ecuación de los elementos necesarios para que España resucite, no figuren menciones ni de Dios ni del catolicismo, como no sea de forma despectiva, como uno de los eslabones que se confabularon con los poderes fácticos para debilitar a la sociedad. El catolicismo no figura ni como consuelo moral para los damnificados, la gente de a pie cuyas vidas han sido destruidas por los pecados de los mandamases, ni tampoco como vía de redención para los corruptos. La Iglesia no forma parte del entramado de estas novelas ni siquiera como cómplice en las intrigas económicas. Es sencillamente como si no existiera, ya que ni aparece como auxiliadora social con bancos de comida o ayuda médica, papel que habitualmente han desempeñado las iglesias. Resulta que una de las únicas salvadoras es la familia. Incluso reconoce Francisco, uno de los que más han podido beneficiarse de la crisis:
Lo repiten ahora los analistas económicos: gracias a la familia no se notan los cinco millones y pico de parados. España resiste la crisis por el auxilio familiar… Si no fuera por el plato de macarrones que mamá pone cada día en el centro de la mesa para los cachorros del hijo en paro, la violencia se habría apoderado del callejero urbano (260).
Al igual que no hay lugar para la Iglesia en la resolución de la crisis, como es de esperar en novelas con orientaciones ideológicas marxistas, tampoco se tienen en cuenta afectaciones y postureos intelectuales, como no sea para mofarse de ellos. En La mano invisible cuando la costurera, progresivamente solidaria con el dilema del trabajador explotado, le da un artículo del intelectual de turno a una compañera de trabajo, esta vez sobre “la estética del trabajo”, le dice: “…te va a dar la risa con la cantidad de chorradas que dice sobre la estética del trabajo y la belleza del esfuerzo, eso de que los trabajadores se compadezcan entre sí, no sé” (154). O cuando un académico, que ha asistido al programa para observar a los trabajadores, pontifica sobre lo que cree es el ambiente solidario y armonioso de la fábrica, y que “cada instrumentista toca su parte pero todos se armonizan en un mismo tema”, a lo que otro de los protagonistas del programa, la que ensambla piezas geométricas, espeta: “…menudo capullo, no ha trabajado en su puta vida, mira que decir que hacemos música” (184). Entonces, por una parte, estas novelas están imbuidas con una llamada a la solidaridad entre trabajadores, y por otra, carecen adrede de una parte importante de cualquier movimiento laboral, su marco teórico, y eso porque los intelectuales actuales están distanciados de la realidad. La realidad que impera es la de que no hay solución ni la habrá porque, en rigor, los que manejan el poder político y económico seguirán buscando beneficio propio, los trabajadores difícilmente se solidarizan entre sí y los intelectuales están distanciados de lo que es la situación real. Esta avaricia tan propia del ser humano, de no mirar más allá de lo poco que cree entender, se reduce a una lección de teoría económica, que todo individuo:
…trabaja para hacer que el ingreso anual de la sociedad sea el máximo posible. Es verdad que por regla general él ni intenta promover el interés general ni sabe en qué medida lo está promoviendo. Al preferir dedicarse a la actividad nacional más que al extranjero, él sólo persigue su propia seguridad; y al orientar esa actividad de manera que produzca un valor máximo él solo busca su propio beneficio (284).
Novelistas como Chirbes y Rosa, que confrontan la crisis directamente y se solidarizan con el que más se ha visto afectado, el obrero, saben que un giro social paradigmático es necesario para posiblemente encontrar una salida a la crisis. El giro tiene que basarse irremediablemente en devolverle al obrero algo de su dignidad al aminorar las siempre en ascenso metas de producción y aumentar la remuneración y estabilidad en el lugar de trabajo. Pero estos escritores no son de ninguna manera utópicos; ellos tienen claro que tan claro como es el camino para salir de la crisis es la nula posibilidad de que nada de esto transcurra, dentro del marco teórico que sea. Esto queda patente con el final de cada novela en que no solamente no se ha encontrado una solución para los males de la sociedad, sino que tampoco parece que haya voluntad de hacerlo por la naturaleza intrínseca del juego de poder que se establece en cualquier relación de poder. Esto se reduce a una máxima sencilla que queda de manifiesto en La mano invisible: “…se acepta que desde el momento en que uno paga y otro cobra, el que paga adquiere poder y el que cobra se sabe obligado”, sea en una fábrica o en un bar (321). El capitalismo para estos dos escritores se encuentra en gran medida como propulsor de la miseria humana, y como tal, está en el blanco de sus miras literarias y vilipendiado por ello. En La mano invisible, Rosa se burla de algunos de los principios capitalistas; la idea esencial de la mano invisible, por ejemplo, en que las fuerzas impersonales del mercado regulan la economía sin que sea necesaria la intervención regulatoria del gobierno, en España significa la maximización del lucro de los pocos justamente con la complicidad y la mano de los políticos. La cita tan conocida de Adam Smith, “No es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses”, ha cobrado un matiz en la España de la crisis en que al trabajador se le ha quitado totalmente de la ecuación, y ahora se lee: “No es la benevolencia de quien sea que esté detrás de todo esto la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés” (286). En el fondo todo sigue igual en teoría, no obstante, en la práctica, las masas quedan excluidas de cualquier posibilidad de mantenerse a flote. En cuanto al marxismo, dos de los fundamentos de él con relevancia al desmoronamiento de la sociedad capitalista, y visiblemente presentes tanto en En la orilla como en La mano invisible, son aquellos de trabajo enajenado y objetificación. La separación de una persona de su fuente de trabajo y sustento se ejemplifica mejor en En la orilla en el papel del dueño de la carpintería que, a pesar de pertenecer ostensiblemente a la clase dominante y explotadora, siempre ha encontrado en su profesión la satisfacción de crear y producir productos hechos por su propia mano, y por ello sentirse solidario con los demás trabajadores en el taller a quienes es obligado a despedir por las consecuencias de la crisis. Alude al dolor sentido por él, y por extensión, por sus trabajadores, al quedarse enajenado de sus labores: “La oscura carpintería cuyo hundimiento debería sentir como un certificado de libertad, pero me duele como una mutilación” (307). Esta confesión del protagonista sorprende al lector que a lo largo de la novela viene informándose de la relación marcadamente conflictiva que mantuvo con su padre, fundador de la carpintería, a quien le toca cuidar en su vejez. Nos recuerda: “No puedo decir que haya llegado a quererlo nunca. He pagado mi negativa a cumplir las aspiraciones que había depositado en mí” (134). De su padre ha aprendido a no esperar nada ni alto ni noble del prójimo porque el ser humano es “…una fábrica de estiércol en diferentes fases de elaboración” (160). A cambio, no obstante, la gratificación que proporciona el propio trabajo sí da valor a la vida, y ese don se ha perdido como tantos otros que agregan calidad a la existencia. El padre reflexiona sobre lo que le ha valido trabajar: “Ya sé que en la actualidad las manos cada vez valen menos, muchas cosas se hacen apretando una tecla, un dispositivo, oprimiendo un botón, pero entonces las manos aún eran el gran don del hombre, las que unían al dios creador” (356). Y el valor del trabajo intrínseco, lo que pueda valer para cada uno, también se ve reflejado en el que un consumidor usa lo que otro ha creado. Como agrega el padre: “El mueble que has hecho soporta el culo o los codos o las manos o los papeles y los manteles y los platos y los vasos, de alguien, listo o tonto, rico o pobre, alguien que, gracias a tu trabajo, se concede cierta comodidad que le alivia del ajetreo o del cansancio de cada día” (346). Lo que aprendemos de la carpintería es que la crisis que obligó su cierre ha arruinado sus vidas, pero que hasta ese momento, es decir, el momento del cierre, los trabajadores habían podido llevar a cabo vidas laborales relativamente dignas, elaborar materiales nobles, mostrar algo de creatividad con su consiguiente valor añadido, pero no constituir únicamente una pieza más en la cadena manufacturera. Al fin y al cabo, no obstante, Chirbes quiere enseñarnos que la vida laboral de uno, al igual que su propia vida, casi siempre pende de factores ajenos a él y es, además, bastante efímera. El equilibrio social que pudo proporcionar en su día un trabajo digno se ha quebrantado, y “…nada es lo que fue o nada es siquiera lo que parece —ni los nenúfares pintados por Monet que huelen a algo así como a pescado podrido” (376). Las consecuencias de estar en el paro se ven de inmediato, y son el alegato del proceso de desmoronamiento social. Chirbes comunica que mientras lo que todo el mundo busca es no tener que trabajar, si el trabajo falta porque sencillamente no se puede encontrar, se inmiscuye en la vida del parado la insidia de las manos ociosas. Se presenta la paradoja de que “no podrás ganar el pan con el sudor de tu frente. Un pliegue diabólico e inesperado” (232). Y a renglón seguido hace acto de presencia la incomprensión entre unos y otros y las acusaciones a los que en realidad no tienen la culpa de que haya que cerrar una empresa y mandar a gente al paro. El protagonista se lamenta de que los trabajadores de la carpintería, con los que antes se había llevado bien, ahora no le entiendan y le endemonien: “Lo del taller cerrado, los despidos, el embargo preventivo antes de declarar la quiebra, eso no estaba previsto y no lo perdonan —ninguno de ellos lo perdona, como si hubiese sido un capricho mío cerrar y mandarlos a la calle… No soy culpable de los sueños, no los impulsé” (292). No obstante la denigración a la que generalmente son sometidos los empresarios, constructores, banqueros y políticos, a su favor, Chirbes hace un esfuerzo por reivindicar al menos a alguno de ellos, así reconociendo implícitamente que no es inconcebible que no se salvara alguno de los imputados, y que junto con sus empleados, sufrieran. Girando lo que podría parecer un compadecimiento marxista por el obrero y una satanización del patrón, Chirbes procura proporcionar una representación matizada de la crisis, en que incluso el dueño de la carpintería, el que tuvo que despedir a sus empleados y cerrar el taller, ha sido devastado por fuerzas ajenas a su voluntad. Se ve en la cuerda floja, como una persona que todavía no está en situación límite, pero cuyas acciones le responsabilizan de la agonía de otros. Este agónico estado de mente lo transmite así: “Yo no sé quién soy, dónde estoy, no tengo claro si me paro a saludar o si registro en el contenedor, porque si alguien ha sido explotado en este puto taller, ese soy yo” (246).
Es indudablemente cierto que el exceso de dinero en una sociedad, que favorece a unos pocos y deja a otros en la estacada, promociona comportamientos nefastos y erosiona lazos familiares y, a continuación, de todo el entorno social.
El agobiante espacio temporal y físico en que se desarrolla En la orilla viene dado por la situación límite en que se encuentran casi todos. Es lo que entiende un parado como “el espacio negro del no futuro” (91). Pero mientras habitualmente se entiende que cualquier crisis algún día se tiene que acabar, que tiene que haber una salida, una luz al final del túnel, se percibe como prácticamente imposible, precisamente porque la forma de ser de las personas, y tal vez más aún del español, nos recuerda el narrador, no permite la expansividad, la generosidad hacia los demás, la desenfadada aceptación de los éxitos ajenos, ni siquiera de los legítimos: “Si una cabeza sobresale por encima de las otras, todo el mundo quiere cortarla” (92). Y como lo que llevó a la crisis fue precisamente la intensificación de la mentira, la avaricia y el mangoneo, todo lo cual generando éxitos ilegítimos, la sociedad se envenenó incluso más de lo habitual. Habitar un entorno de tales características lleva a uno a concebir que lo que antes podía haber parecido bueno, ahora se entienda como malo. El protagonista ha llegado a creer en el mundo del revés:
…lo que mejor soporta el paso del tiempo es la mentira. Te acoges a ella y la sostienes sin que se deteriore. En cambio la verdad es más inestable, se corrompe, se diluye, resbala, huye. La mentira es como el agua incolora, inodora e insípida, el paladar no la percibe, pero nos refresca (161).
Lo que llegan a decir Chirbes y Rosa es que cualquier equilibrio en la convivencia entre clases socioeconómicas que pudiera haber habido se ha esfumado, e incluso el lema marxista sensato de que “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”, se ha aniquilado. España está tan lejos de “…el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos… de la riqueza colectiva”,13 que cualquier gesto de comprensión que pudieran ofrecer Chirbes o Rosa en las narraciones hacia los supuestos “malos” de la crisis se desmorona rápidamente. Junto con los constructores y los agentes inmobiliarios, los banqueros son las personas que han llegado a tener categoría de agentes del mal, revelando en cada caso la naturaleza irremediablemente oscura de la banca, que siempre favorece a los que tienen dinero, lo hayan conseguido como lo hayan conseguido. Esto se expresa en En la orilla de la forma más punzante, cuando un empresario venido a menos por la crisis se idea la forma de conseguir el dinero que necesita sin contar con un respaldo económico:
Ya se sabe que esa gente —directores de sucursal, apoderados— es gente serpentina… si consigues acomplejarlos tienes en ese bolsillo ese crédito imposible, avalado por un tipo al que no le queda a su nombre ni el carnet de identidad. Mientras que si vas diciendo que por favor, necesitas el crédito para poder ganarte el pan, para que no te quiten el coche y te echen de casa, te dan dos bufidos y te señalan con el índice la puerta del despacho (383).
El golpe de gracia se da a la banca y el dardo se lanza al mejor de ellos, a los que trabajan en las cajas de ahorros, ya que históricamente han disfrutado de buena fama entre el público por su reinversión en obras sociales y como entidades más al alcance de la gente común. Pero aun con la benevolencia intermitente del banquero supuestamente bueno, del que trabaja en la caja de ahorros y que aparentemente tiene conciencia social, éste todavía firma las ejecuciones de desahucio por impago de la hipoteca, tema que ha calado hondo en la sociedad española como el lastre tal vez más insidioso de la crisis. Carlos, el director de una caja de ahorros en quiebra:
Hace como que desconoce que cada luz engendra su sombra, y cada día tiene su noche, y la noche es vivero en el que engorda el mal y en el que las necesidades de los desgraciados pagan los caprichos de los poderosos como si no se hubiera enterado de que esa retórica del bien común se ha ido a la mierda (249).
Muñoz Molina compara la crisis en la España actual con aquella que se vivió en la España imperial de siglos anteriores cuando el endeudamiento se hizo imposible de soportar y la trampa condujo a la miseria en la población:
Fluía el dinero de los fondos europeos tan milagrosamente como unos siglos atrás el oro y plata de las Indias. Por un segundo regalo de la Providencia a nosotros lo que nos correspondía era gastarlo sobre todo en lujos bien visibles, exactamente igual que entonces, y en el mantenimiento de la Corte de los Milagros de todos los aprovechados y los saqueadores de la política” (206).
La lluvia de millones mal repartidos, sugiere Muñoz Molina, erosionó el tejido moral de un país que él recuerda, como recuerdan, nostálgicamente, sus amigos americanos que conocieron España en los sesenta y setenta como “un país, dicen, de gente pobre y bien educada, sumamente digna, con unas formas de cordialidad y cortesía que llamaban más la atención entre la gente humilde. Nos han visto volvernos ricos, gritones y groseros” (208). Es indudablemente cierto que el exceso de dinero en una sociedad, que favorece a unos pocos y deja a otros en la estacada, promociona comportamientos nefastos y erosiona lazos familiares y, a continuación, de todo el entorno social. No obstante, parece que Muñoz Molina ciertamente exagera cuando se lamenta de que los españoles hayan pasado de ser gente cortés, humilde y mesurada, a ser groseros y gritones. No hay más que ver los versos de Machado en “El mañana efímero” o en “La Tierra de Alvargonzález” en torno a la mezquindad de los españoles para saber que éstos no son ni más nobles ni mejores que otros seres humanos.
No es de cínicos manifestar que cada novelista profesional desearía ante todas las demás consideraciones ganarse la vida vendiendo sus obras, y en ese sentido Chirbes y Rosa han tenido mucho éxito comercial. Pero más allá de ese deseo totalmente razonable y, en su caso, realizado, sus convicciones personales sobre el justicialismo social y su condena de los protagonistas de la crisis han dado en un nervio entre los lectores. Esto no es casual, máxime en los tiempos de crisis en los que se vive, y es más que probable que la única postura justificable en una novela que gira en torno a la crisis es la que justamente Chirbes y Rosa adoptaron, una denuncia de la explotación descontrolada de la clase trabajadora. A cualquier escritor que defendiera los intereses de los malos de la película, los empresarios, constructores, políticos de toda índole, se le habría repudiado. Pero eso aparte, lo que se tiene entre manos con En la orilla y La mano invisible son narraciones marcadamente pesimistas en las que el lector es asediado por una naturaleza humana despreciable en su mayoría, y la exposición a tanto mal perfora la psique de uno. Incluso Muñoz Molina, en su afán por intentar descubrir una veta optimista en el panorama social, político y económico en España, no puede menos de verlo en términos bastante negativos. No obstante, a pesar de que la sociedad que describen estos escritores está en condiciones alarmantes y sin visos de mejoría, la narrativa es tremendamente potente y por ello, últimamente alentadora. Al final se ve que por lo menos alguien, en este caso el escritor, ha entrado en el campo de batalla para arrojar su propia luz y llamar la atención sobre problemas acuciantes que asedian a la sociedad actual. De esta forma cumple con lo que debe ser una obligación de cualquier escritor, integrarse y ayudar a paliar las luchas tan demoledoramente frecuentes entre seres humanos.
Bibliografía
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- Chirbes, Rafael. Crematorio. Barcelona: Anagrama, 2007.
—. El novelista perplejo. Barcelona: Anagrama, 2002.
—. En la orilla. Barcelona: Anagrama, 2013. - Hevia, Elena. “Rafael Chirbes: ‘España es un pantano que todo lo va pudriendo’ ”. En: El Periódico; Barcelona (España), 20 de marzo de 2013.
- Ferres, Antonio. La piqueta. Madrid: Gadir, 2009.
- López Pacheco, Jesús. Central eléctrica. Barcelona: Destinolibro, 1982.
- Marías, Javier. “En los años de la distracción”. En: suplemento El País Semanal de El País; Madrid (España), 10 de marzo de 2013.
- Marx, Carlos. Glosas marginales al programa del Partido Obrero Alemán. Archivo Marx-Engels, 2000.
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- Tejedor Bielsa, Julio. “La dimensión de la burbuja y la nueva reforma de la Ley de Suelo”. En: esPúblico; España, 13 de junio de 2012.
- Registros discursivos en dos novelas de Eduardo Mendoza y Valle-Inclán
Cómo dar al traste, o no, con una narración - lunes 19 de febrero de 2018 - Ahora se ve todo con claridad: el novelista se enfrenta con la crisis en España - viernes 25 de marzo de 2016
- La potencia del recuerdo en la novela policíaca de Francisco García Pavón y Leonardo Padura Fuentes - lunes 10 de agosto de 2015
Notas
- Sanz, Marta. “Rafael Chirbes: el novelista que lo hizo todo al revés”. En: suplemento Babelia de El País; Madrid (España), 28 de agosto de 2015.
- Hevia, Elena. “Rafael Chirbes: ‘España es un pantano que todo lo va pudriendo’ ”. En: El Periódico; Barcelona (España), 20 de marzo de 2013. En Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina culpabiliza el hincapié tan reconcentrado durante esos años próximos a la crisis, de haber echado un velo sobre el inminente desmoronamiento de la economía. “En el 1936 virtual de 2006, mientras en el mundo real se aceleraba el delirio del dinero alentado por una rapacidad y una codicia libres de límites legales, mientras la bolsa española era la más rentable de Europa, mientras en España se vendían más coches de lujo que nunca, la izquierda ganaba retrospectivamente la Guerra Civil y la derecha perdía los escrúpulos y la vergüenza en su apología del régimen de Franco… En 2006 las noticias más urgentes eran casi siempre acerca del pasado” (16).
- Manuel González, alias Plinio, es el protagonista de una serie de novelas detectivescas ambientadas en Tomelloso, Ciudad Real, con las que Francisco García Pavón (1919-1989) ganó gran notoriedad. Con Las hermanas coloradas (1969) ganó el Premio Nadal.
- Hevia, Elena. “Chirbes, el autor incómodo”. En: El Periódico, Barcelona (España), 16 de agosto de 2015.
- Hevia, Elena. “Rafael Chirbes: ‘España es un pantano que todo lo va pudriendo’ ”. En: El Periódico; Barcelona (España), 20 de marzo de 2013.
- Sánchez Vázquez, Adolfo. “Socialización de la creación o muerte del arte”. En: Marxismo Crítico, 14 de diciembre de 2015.
- Cruz, Juan. “Todo lo que era sólido, de Muñoz Molina”. En: Mira que te lo tengo dicho, blog del autor en El País. 17 de marzo de 2013.
- Marías, Javier. “En los años de la distracción”. En: suplemento El País Semanal de El País; Madrid (España), 10 de marzo de 2013.
- Real Decreto-ley 2/1985, de 30 de abril, sobre Medidas de Política Económica. En: Boletín Oficial del Estado; Madrid (España), 9 de mayo de 1985.
- Tejedor Bielsa dice que “hoy parece difícil ocultar ya que la causa eficiente del enorme agujero existente en el sistema financiero español, especialmente en algunos de los nuevos bancos creados por las antiguas cajas, fueron los excesos en que incurrió el país en los años de la década prodigiosa del sector inmobiliario, entre 1998 y 2007”. La Ley de Suelo, aprobada en 1998 y en la que esencialmente cualquier terreno se convirtió en urbanizable y se facilitó la adquisición de licencias y permisos para edificar, da comienzo al período en cuestión.
- Engels, Federico, y Carlos Marx. Manifiesto comunista. Ediciones elaleph.com, 2000.
- Engels, Federico, y Carlos Marx. Manifiesto comunista. Archivo Marx-Engels, 1999.
- Marx, Carlos. Glosas marginales al programa del Partido Obrero Alemán. Archivo Marx-Engels, 2000.