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De la omnisciencia y otras teologías
El narrador en La Regenta de Clarín

lunes 15 de enero de 2018
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Leopoldo Alas, “Clarín”
Leopoldo Alas, “Clarín” (1852-1901).

Podemos definir el concepto de narrador como “la persona que nos cuenta la historia” (Cantos Casenave, 1998: 113). De ahí se deslinda el concepto de historia. Para evitar complicaciones en algo que no nos compete ahora, definiremos la historia como una serie de eventos relacionados, ficticios o reales. Volviendo al narrador, puede, como dije anteriormente, contar su propia historia, como Lazarillo en Lazarillo de Tormes o casi toda la literatura juvenil de los últimos años; contar la historia de alguien más, como un testigo, por ejemplo, John Watson narrando las aventuras de Sherlock Holmes; o como un ente que está completamente fuera de la historia, como el narrador de Orgullo y prejuicio, de Jane Austen. Hay por supuesto, otros tipos de narrador, pero no es necesario enumerarlos todos, si siquiera es posible, para entender el concepto. En este trabajo daremos un vistazo a algunos aspectos clave del narrador en la obra maestra de Clarín.

Gérard Genette (1983) enumera cinco aspectos básicos de la narración: el orden, la duración, la frecuencia, el modo y la voz. Parece poner un gran énfasis en el aspecto temporal del narrador —el orden, la duración y la frecuencia tienen que ver con el tiempo de la narración. Es en el cuarto aspecto, el modo, en que Genette utiliza uno de los conceptos que nos interesan ahora: la focalización. Luego volveremos para definirlos. Por el momento, seguimos con los cinco aspectos. En la voz, Genette introduce la instancia narrativa y la persona, que son otros términos útiles para lo que queremos lograr.

Dice Niederhoff (2013) que Genette acuñó el término focalizaciónfocalisation en el francés original (Genette, 1972: 206)— para reemplazar tanto perspectiva como punto de vista. Niederhoff lo define como “a selection or restriction of narrative information in relation to the experience and knowledge of the narrator, the characters or other, more hypothetical entities in the storyworld” (§1). En otras palabras, se refiere a cuánta información el narrador provee, dependiendo de cuánto ve y sabe. Para analizar algunas obras, es útil tener como distintos esos tres conceptos que Genette considera “more or less synonymous” (Niederhoff, 2013: §2), pero para nuestro análisis de La Regenta no es necesario. Genette (1983: 189-190) distingue entre tres tipos de focalización: focalización cero, focalización interna y focalización externa. La focalización cero más o menos se corresponde con un narrador totalmente omnisciente. El narrador no retiene información ni tiene un foco, es decir, un personaje o situación, por el que toda la información pasa, antes de llegar al lector. La focalización interna tiene tres tipos: la fija, en la que hay un foco único, a través del cual obtenemos toda la información (Genette ejemplifica con la niña de What Maisie Knew); la variable, en la que hay varios focos, con continuos cambios de foco, como es el caso de Madame Bovary, y la múltiple, en la que el mismo evento se puede ver varias veces desde distintas perspectivas. La última, la focalización externa, se corresponde con un narrador objetivo, que tiene un conocimiento limitado, y no tiene acceso a los pensamientos de los personajes. Se podría decir que conoce lo que ve, y nada más.

Continuando con la tradición del narrador decimonónico, en La Regenta tenemos un narrador omnisciente. O al menos eso es lo que parece.

La instancia narrativa se refiere al momento en que el narrador cuenta la historia, en relación a cuándo sucedió la historia. La historia puede preceder al momento de narración, suceder simultáneamente o, en casos raros, estar en el futuro. Esto está relacionado directamente con la persona, pues ambos son aspectos gramaticales del narrador. La instancia narrativa guarda una relación estrecha con el tiempo gramatical de la enunciación, y la persona tiene que ver con la persona gramatical de lo narrado.

La persona está también muy relacionada con la focalización. Genette (1983: 243-245) rechaza la clasificación del narrador en función de la persona gramatical, prefiriendo clasificarlo en cuanto a su presencia en la historia, ya sea fuera de ella, un narrador heterodiegético, o dentro de ella, un narrador homodiegético. El narrador heterodiegético narra la historia sin participar en ella y sin estar dentro de ella, y es, generalmente, un narrador en tercera persona. El homodiegético está en la historia, y participa en ella.

Genette sólo menciona de pasada el nivel de conocimiento —como lo llama Margolin (2014)—, pero es importante definirlo. Se relaciona mucho con la focalización, pues ésta también depende de cuánto ve el narrador. El conocimiento se refiere a cuánto sabe el narrador sobre la historia, sobre el mundo y sobre los personajes. Un narrador omnisciente sabe todo lo que es necesario saber. Puede acceder a los pensamientos y emociones de los personajes y sabe tanto lo que ha pasado como lo que va a pasar, además de lo que pasa en otros lugares. Un narrador limitado es un narrador que sólo sabe lo que su foco sabe. Es decir, puede saber lo que ya ha pasado, siempre y cuando su foco lo sepa, y no hay forma de que conozca eventos futuros o lejanos. Un narrador objetivo sabe lo que puede ver, pero no tiene acceso a los pensamientos de los personajes, como el omnisciente.

Con todo esto dicho, podemos entrar de lleno a La Regenta. El narrador de Clarín es el tradicional narrador decimonónico. Dice Cantos Casenave:

El narrador decimonónico tradicional se comporta como un dios todopoderoso, conocedor de todo lo relativo al universo no sólo de la historia sino de lo que ocurre fuera de ella, pues su posición se sitúa en un nivel que Genette denomina extradiegético, es decir, exterior a la diégesis (…) (1998: 113).

Entonces, el narrador de La Regenta es un narrador en tercera persona. Esto es claro con abrir el libro en cualquier página. Siempre narra en tercera persona sobre personajes que no son él mismo: “Suspiró, arrojó aquella pluma, como si tuviera la culpa de tales pensamientos, que ya se le antojaban vanos, y sacudiendo la cabeza se puso a escribir” (Clarín, 2014: 291). Sin embargo, hay ocasiones en que utiliza la primera persona, pero exclusivamente en plural: “Pero como en la mayor parte de nuestros dramas modernos se exige sala decentemente amueblada, sin artesones ni cosa parecida, los directores de escena solían decidirse en tales casos por el cielo azul” (Clarín, 2014: 480), y “(…) concluyendo como siempre con su teoría del honor según se entendía en el siglo de oro, cuando el sol no se ponía en nuestros dominios” (Clarín, 2014: 501). Es claro aquí que el narrador no está hablando de “ellos, los personajes” ni de “yo, el narrador”, sino de “nosotros, los españoles”. Más allá de esto, el narrador nunca se menciona a sí mismo ni afecta los eventos de la novela, por lo que es seguro asumir que es un narrador heterodiegético.

Continuando con la tradición del narrador decimonónico, en La Regenta tenemos un narrador omnisciente. O al menos eso es lo que parece. Primeramente, es un narrador que se fija mucho en los detalles. Al inicio de la novela hace un retrato muy detallado de la ciudad de Vetusta:

La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles (Clarín, 2014: 7).

El retrato sigue por otros dos párrafos y medio. El narrador está demostrando tener una vista general de la ciudad. Puede ver todo lo que necesita ver, o simplemente ya sabe lo que sucede, sin necesidad de verlo. El narrador también tiene acceso a los pensamientos y las emociones de los personajes:

Don Santos y el sereno llegaron, después de un buen rato, a la puerta de la tienda de Barinaga, que era también entrada de la casa. El Magistral oyó retumbar los golpes del chuzo contra la madera. No abrían. Al Provisor le consumía la impaciencia. “¿Se habrá dormido esta beatuela?”, pensó (Clarín, 2014: 457).

De hecho, tiene un acceso tan directo a los pensamientos de los personajes, que los incorpora a su propio discurso, haciendo uso frecuente del estilo indirecto libre:

En efecto, había sido mucho tiempo. El Magistral no lo había sentido pasar; doña Ana tampoco. La historia de ella había durado mucho. Y además, ¡habían hablado de tantas cosas! Don Fermín estaba satisfecho de su elocuencia, seguro de haber producido efecto. Doña Ana jamás había oído hablar así (Clarín, 2014: 290).

Más adelante regresaremos al estilo indirecto libre de Clarín porque presenta algunas anomalías interesantes. En este fragmento, podemos ver que el narrador muestra saber no sólo las emociones y los pensamientos de Ana, sino también el hecho de que nunca había oído algo así. Es decir, conoce a fondo el pasado del personaje.

También demuestra en varias ocasiones que ya tiene un conocimiento completo de la historia: “En su traje pulcro y negro de los pies a la cabeza se veía algo que Frígilis, personaje darwinista que encontraremos más adelante, llamaba la adaptación a la sotana, la influencia del medio, etc. (…)” (Clarín, 2014: 31), y “Por este tiempo fue cuando se quiso excomulgar a don Pompeyo Guimarán, personaje que se encontrará más adelante” (Clarín, 2014: 47). Varias veces el narrador alude a personajes que aparecen más adelante en la novela. Incluso menciona eventos que sucederán después: “Pero de esta tertulia de última hora tendremos que hablar más adelante, porque a ella asistían personajes importantes de esta historia” (Clarín, 2014: 161). Esto sugiere que la instancia narrativa no es simultánea con la historia. Todos los eventos de la novela ya han sucedido en el momento en que el narrador comienza a contar. Es por esto que narra principalmente en tiempo pasado: “Empezó el segundo acto y don Álvaro notó que por aquella noche tenía un poderoso rival: el drama” (Clarín, 2014: 493). En las pocas ocasiones en que narra en tiempo presente, lo hace para dar información que, uno puede asumir, no ha cambiado, como la descripción de la catedral o datos sobre la ciudad:

En Vetusta llueve casi todo el año, y los pocos días buenos se aprovechan para respirar el aire libre. Pero los paseos no están concurridos más que los días de fiesta. Las señoritas pobres, que son las más, no se resignan a enseñar el mismo vestido una tarde y otra, y siempre. De noche es otra cosa; se sale de trapillo, se recorre la parte nueva, la calle del Comercio, la plaza del Pan, que tiene soportales aunque muy estrechos, el boulevard un poco más tarde, cuando ya está durmiendo la chusma. Y el pretexto es comprar algo (Clarín, 2014: 246-247).

Se podría decir que el narrador decimonónico tradicional, incluyendo al de La Regenta, es algo paternalista.

No obstante, la omnisciencia del narrador parece no ser total ni absoluta: “Bismarck, un pillo ilustre de Vetusta, llamado con tal apodo entre los de su clase, no se sabe por qué, empuñaba el sobado cordel atado al badajo formidable de la Wamba” (Clarín, 2014: 8). Aquí el narrador está admitiendo no tener cierto conocimiento, aunque es algo sin importancia. De hecho, las otras veces en que sugiere no tener algún conocimiento, también son hechos sin importancia, relacionados con los apodos de los personajes: “Pepe Ronzal —alias Trabuco, no se sabe por qué— era natural de Pernueces (…)” (Clarín, 2014: 167). Existe también la posibilidad de que no sea el narrador quien no posee esos datos, sino la gente del mundo de la novela. El uso de la voz pasiva refleja deja ambigua la identidad de quiénes no saben por qué tienen esos apodos.

La omnisciencia del narrador le da cierto carácter de dios. Tal como Cantos Casenave (1998) lo dice, el narrador omnisciente es un “dios todopoderoso” (113). Debido a esto, se podría decir que el narrador decimonónico tradicional, incluyendo al de La Regenta, es algo paternalista. No permite que el narrador se pierda, o no entienda algo, y utiliza su omnisciencia a este efecto, para llevar al lector de la mano durante la historia. Por ejemplo, en ciertos momentos, siente la necesidad de explicar algo que ya había explicado: “—Eso creo yo —solía afirmar Ronzal—; la mujer es así urbicesorbi (en todas partes, en el latín de Trabuco)” (Clarín, 2014: 252). Esa misma expresión ya la había utilizado el personaje de Ronzal, y ya la había explicado el narrador:

—¡Ni Mesía ni San Mesía me asustan a mí!, y yo lo que digo, lo digo cara a cara y a la faz del mundo, urbicesorbi (a la ciudad y al mundo en el latín ronzalesco). No parece sino que don Alvarito se come los niños crudos, y que todas las mujeres se le… —y dijo una atrocidad que escandalizó a los señores del rincón oscuro (Clarín, 2014: 173).

Esa acotación parentética es la voz del narrador, explicando el término de Ronzal —frecuentemente pone comentarios entre paréntesis en los diálogos de los personajes. Ya habiendo explicado el significado de la palabra urbicesorbi que usa Ronzal, no es necesario que lo vuelva a explicar ochenta páginas después, pero como debe llevar de la mano al lector, lo hace.

Algunas páginas más adelante, el narrador explica a detalle la trampa en la que accidentalmente Ana cae:

Era una máquina que, según Frígilis y Quintanar, sus inventores, serviría para coger zorros en los gallineros en cuanto acabasen ellos de vencer cierta dificultad de mecánica que retardaba la aplicación del artefacto.

Era necesario que el hocico del animal tocase en un punto determinado; si tocaba, inmediatamente caía sobre su cabeza una barra metálica y otra idéntica le sujetaba por debajo de la quijada inferior. La fuerza del resorte no era suficiente para matar al ladrón del corral, pero sí para detenerlo, merced a ciertos ganchos incruentos sabiamente preparados. Ni Frígilis ni Quintanar querían sangre; no pretendían más que tener bien sujeto al delincuente cogido infraganti (Clarín, 2014: 264).

Todo eso no es relevante para la historia, ni siquiera para la escena, pero el narrador no permite que el lector se quede con la duda de cómo funciona la máquina. El narrador no se aleja de la escena sin explicar todo lo que hay que explicar. Algo similar sucede en lo siguiente:

Los convidados eran: Quintanar y señora, Obdulia Fandiño, Visitación, doña Petronila Rianzares (la señora que parecía un fraile), Ripamilán, Álvaro Mesía, Saturnino Bermúdez, Joaquín Orgaz, y a última hora el Magistral con algunos otros vetustenses ilustres, v. gr., el médico Somoza. Edelmira se cuenta como de la casa, pues en ella era huésped (Clarín, 2014: 369).

Dice esto justo antes de alejarse de la escena. De nuevo, es algo irrelevante, o al menos no muy importante, pero el narrador se asegura de no dejar dudas en el lector.

A pesar de su omnisciencia, el narrador de La Regenta está altamente focalizado, presentando una focalización interna variable. Tiende a enfocarse en ciertos personajes, principalmente Ana y don Fermín, y esto afecta su forma de narrar, pues en lugar de decir lo que él, narrador, ve y sabe, narra lo que experimenta y/o sabe el foco:

De la breve conversación de la tarde no recordaba más que esto: que al día siguiente, después del coro, el Magistral la esperaba en su capilla. Le había indicado, aunque por medio de indirectas, que convenía, al mudar de confesor, hacer confesión general (Clarín, 2014: 67).

En vez de narrar la situación completa, el narrador nos dice qué es lo que recuerda Ana. Pero Ana no es el único foco de la novela. Numerosos personajes cumplen esta función, a veces, incluso, en la misma escena:

(…) Muchacho había que saludaba torpemente y salía como corrido. Las señoras eran las que peor fingían tranquilidad e indiferencia. Algunas salían ruborizadas. Glocester era de los que no estaban convidados. La duda que le mortificaba era ésta: “¿Y él?, ¿está convidado De Pas?”[.] No lo sabía, y no quería marcharse sin averiguarlo. Como pasaba el tiempo, y ya gabinete y salón quedaban poco a poco despejados, el Magistral creyó que debía irse. Se acercó a la marquesa, pero no tuvo valor para despedirse y le habló de cualquier cosa (…) (Clarín, 2014: 368).

Podemos ver que comienza sin tener un foco, describiendo la generalidad de la atmósfera, pero pronto se focaliza en Glocester, para luego cambiar vertiginosamente a focalizarse en el Magistral, y todo esto sucede en un solo párrafo. De hecho, en el resto del párrafo, vuelve a alejar la cámara para dar un panorama general, y luego se vuelve a focalizar brevemente, ahora en el personaje de Visitación, y después en Glocester otra vez.

A veces se focaliza en personajes menores para un propósito específico. Hacia el final de la novela, en que están sucediendo eventos simultáneamente en dos lugares distintos, el narrador se focaliza en Campillo, quien está fungiendo como espía para uno de los personajes, para poder moverse de un lugar a otro:

El que entraba y salía era el Chato, Campillo, que hablaba en secreto con don Fermín y volvía a la calle a recoger rumores y a espiar al enemigo. El cual se presentaba amenazador en la calle estrecha y empinada en que vivía don Santos, casi enfrente de la casa del Magistral. Era la calle de los Canónigos, una de las más feas y más aristocráticas (Clarín, 2014: 696).

Justo antes de ese párrafo, se está narrando lo que sucede alrededor del Magistral, pero después, mientras el Chato espía, se narra lo que sucede en casa de don Santos. Al llegar ahí, el narrador se desfocaliza del Chato, y se queda sin foco por unos momentos.

El discurso del narrador cambia cuando se focaliza, como mencioné anteriormente, al integrar los pensamientos de los personajes, utilizando el discurso indirecto libre: “Hasta que tuvo el café delante no recordó que él solía decir misa; que era un señor cura. ¿La tenía? ¿Había prometido decirla? No pudo resolver sus dudas. Pero la seguridad con que Teresina procedía le tranquilizó” (Clarín, 2014: 295). Una de las formas más sencillas de identificar el estilo indirecto libre es por la utilización de signos de interrogación y exclamación, ya que el narrador suele ser relativamente impasible. Otro ejemplo de estilo indirecto libre, en el que se usan los signos de exclamación, es éste:

¿Y la doña Obdulita? No, y que parecía maestra en aquel tejemaneje. No habían desperdiciado ni una sola ocasión. ¡Claro!, y así les habían traído y llevado por desvanes y bodegas, muertos de cansancio. En cuanto estaba oscuro… ¡claro..!, se daban la mano. Ella lo había visto una vez y supuesto las demás. Y él la pisaba el pie…, y siempre juntos; y en cuanto había algo estrecho querían pasar a la una… y pasaba, ¡qué desenfreno! (Clarín, 2014: 64).

Aquí se ve clara la mezcla de la narración con los pensamientos en estilo indirecto libre. Sin embargo, como dije antes, el estilo indirecto libre de La Regenta presenta algunas anomalías, con algunas implicaciones extrañas. Continuamente, nos encontramos con instancias en que el narrador se focaliza en un personaje, y comienza a narrar agregando los pensamientos del foco en discurso indirecto libre, pero lo entrecomilla, como si estuviera utilizando el estilo directo:

Al recordar esto sintió la Regenta escrúpulos. ¡Le había dado la absolución y ella no había dicho nada de su inclinación a don Álvaro! “Sí, inclinación. Ahora que consideraba vencido aquel impulso pecaminoso, quería mirarlo de frente. Era inclinación. Nada de disfrazar las faltas. Había hablado, sin precisar nada, de malos pensamientos, pero le parecía indecoroso e injusto para con ella misma, hasta grosero, personificar aquellas tentaciones, decir que se trataba de un solo hombre de tales prendas, y señalar los peligros que había (…)” (Clarín, 2014: 239).

Lo que está entre comillas es, claramente, todavía la voz del narrador, pero al estar entrecomillado, significaría que es textualmente lo que está pensando Ana. No sólo mantiene el tiempo verbal en pasado del narrador, sino que habla de Ana como “ella”. Y esto, justo después de una oración en verdadero indirecto libre (lo que está entre signos de exclamación). Esto sucede constantemente en la novela. En cierto momento, incluso, cambia la persona gramatical, de primera a tercera, convirtiendo un discurso directo en un indirecto libre anómalo —nótese que las comillas son parte del texto original—:

“¡Cómo no se me ocurrió mandarle un recado! Pero… ¿por quién?, ¿no era ridículo decirle a la marquesa: señora necesito que mi madre sepa que no como hoy con ella? Aquella esclavitud en que vivía… contento, sí, contento, no le humillaba…, pero no convenía que la conociese el mundo. Y ahora, ¿por qué no se había quedado en casa? Bastante tiempo había pasado fuera… (…)” (Clarín, 2014: 415).

Y esto es llevado al extremo, poco antes de lo que acabo de citar —de nuevo, las comillas son parte del texto original—:

“¡Estamos buenos! —iba pensando por las calles—. Era enemigo de dar nombres a las cosas, sobre todo a las difíciles de bautizar. ¿Qué era aquello que a él le pasaba? No tenía nombre. Amor no era; el Magistral no creía en una pasión especial, en un sentimiento puro y noble que se pudiera llamar amor; esto era cosa de novelistas y poetas, y la hipocresía del pecado había recurrido a esa palabra santificante para disfrazar muchas de las mil formas de la lujuria. Lo que él sentía no era lujuria; no le remordía la conciencia. Tenía la convicción de que aquello era nuevo. ¿Estaría mal? ¿Serían los nervios? Somoza le diría de fijo que sí” (Clarín, 2014: 413-414).

No sólo es discurso narratorial con pensamientos en estilo indirecto libre, todo entrecomillado como si fuera una cita textual del pensamiento del foco, sino que además se menciona el nombre del personaje que supuestamente está pensando. Esto implicaría que don Fermín va pensando, y narrando sus acciones, en tercera persona, en su mente, mientras que elucubra sobre lo que siente.

Tenemos, recapitulando, un narrador decimonónico tradicional. Es decir, es un narrador omnisciente heterodiegético, con focalización interna variable, con una instancia narrativa posterior a la historia. No está claro por qué utiliza el estilo indirecto libre anómalo, pues tiene implicaciones que podrían afectar la interpretación de la personalidad de los personajes, o incluso sugerir, en el caso del último ejemplo, una autoconsciencia de su existencia como personajes ficticios, pues el personaje narra su propia acción, en su pensamiento. Tal vez no es eso, y simplemente es una manera de llamar la atención del lector hacia secciones importantes del texto. Pero tal vez, y sólo tal vez, don Fermín sabe que hay un narrador todopoderoso, y sabe que es un personaje ficticio, y que sus luchas y problemas no son parte de una realidad mucho más grande que él mismo, sino de la pequeña realidad novelesca en que vive.

 

Referencias

  • Cantos Casenave, M. (1998). Juan Valera y la magia del relato decimonónico. Cádiz: Universidad de Cádiz.
  • Clarín (2014). La Regenta. Madrid: Alianza.
  • Genette, G. (1972). “Discours du récit: Essai en méthode”. En Figures III (pp. 65-282). Paris: Éditions du Seuil.
    (1983). Narrative Discourse: An Essay in Method (J. E. Lewin, Trad.). Nueva York: Cornell University Press (obra original publicada en 1972).
  • Margolin, U. (2014). Narrator. Recuperado el 22 de abril de 2017 de The Living Handbook of Narratology.
  • Niederhoff, B. (2013). “Focalization”. Recuperado el 22 de abril de 2017 de The Living Handbook of Narratology.
Akira Ivan Villalpando Medina
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