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Ahí está el detalle:
la justicia y el arte en La tierra de la gran promesa, de Juan Villoro

lunes 16 de enero de 2023
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Juan Villoro
La pugna entre el bien y el mal, el papel del arte en esa lucha, y qué clase de persona obra a favor de la justicia, son los grandes (mas no los únicos) temas de La tierra de la gran promesa, la última y genial novela del mexicano Juan Villoro. Fundación para la Cultura Urbana

En El despojo, una película corta de 1960 dirigida por Antonio Reynoso, con guión de Juan Rulfo y basado en un cuento de su autoría, un perro callejero aparece en el fondo de una toma. El perro mira la cámara por un segundo y se va. La aparición del perro parece una casualidad fortuita, porque el animal no tiene pinta de estar amaestrado.

Como diría el narrador de La tierra de la gran promesa, la última y genial novela de Juan Villoro, ese detalle le da un toque de verosimilitud a la película. Un detalle imprevisto y sorprendente convence por sus mismas cualidades. Y, como afirma el padre del protagonista de la novela, el director mexicano de cine documental Diego González, no es Dios el que está en los detalles, sino el Diablo (la voz narrativa es sin duda la de Diego. Por lo tanto, en este ensayo prescindo de la ficción de diferenciar entre ésta y Diego). La pugna entre el bien y el mal, el papel del arte en esa lucha, y qué clase de persona obra a favor de la justicia, son los grandes (mas no los únicos) temas del libro. La conclusión que Diego saca sobre la justicia es el clímax de la novela, y es imprevisto y sorprendente.

El despojo no es la única influencia de Rulfo en la novela de Villoro. Pedro Páramo también es una clara inspiración. La novela de Rulfo transcurre en un entorno en que cohabitan los muertos y los vivos, participando en un diálogo ininterrumpido. La novela de Villoro es de corte más realista. En ella hay mucho tráfico entre los vivos y los muertos, y es esencial a la trama, pero la barrera entre los dos mundos se mantiene vigente, aunque es porosa. En 2014, tras el secuestro y rescate de su suegro (gracias a Jaume, un enigmático productor catalán), Diego abandona México y se refugia en Barcelona con su joven esposa Mónica y con el hijo de ambos. Al mismo tiempo, lidia con la culpa que siente por su papel, en 1982, en la muerte accidental de uno de sus mejores amigos cuando iban camino al rodaje de un documental sobre los curas rebeldes de Cuernavaca de los años 60 y 70.

En la novela, los sueños también inciden de manera significativa en esa relación entre los vivos y los muertos. En sus sueños, Diego revive el accidente y habla de la muerte en voz alta y, en una escena clave, su difunto padre aparece y le depara información importante sobre su propio pasado. De acuerdo con la orientación realista de la novela, resulta que Diego ya sabía esa información, o tenía todos los elementos para saberla sin darse cuenta hasta que el sueño le permite —casi que lo obliga a— atar cabos. En el mundo construido por Rulfo, en cambio, se confunden los vivos con los muertos en el sentido primario de la palabra: se funden los unos con los otros.

La más clara referencia a Pedro Páramo ocurre en una escena tan tierna como cómica hacia el final de la novela. Diego, que hasta este punto ha hablado más bien poco de su madre, manifiesta su gran amor por ella. El salón de belleza del que Eugenia es propietaria parece una reliquia de los años 70, con una clientela que ha envejecido a la par del negocio. Diego rumia: “Si esas señoras embalsamadas lo conocían [a Diego] era porque también él era un muerto viviente. El Salón de Belleza Chambord representaba su opción de Comala”.

La tierra de la gran promesa consta de veintidós capítulos enumerados que conducen la narración.

La forma en que El despojo se materializa en la novela es tan importante como los temas que plantea. La tierra de la gran promesa consta de veintidós capítulos enumerados que conducen la narración. Intercalados entre cada uno de éstos encontramos unos breves capítulos (la mayoría de una o dos páginas), en letra itálica, que constituyen una especie de reflexión interpretativa de algún tema expuesto en la trama. Lo que ha dicho el padre de Diego sobre Dios, el Diablo y los detalles, por ejemplo, forma parte de uno de esos capítulos pequeños.

El despojo aparece en uno de estos capítulos intercalados. El narrador de la novela nos cuenta que El despojo comienza con la determinación de un campesino de huir con su mujer e hijo después de que un rico lo ha despojado de sus tierras y amenaza con quitarle su mujer. Tras mostrar al hombre abaleado por el rico, la película se adentra en el sueño o delirio del campesino, mostrando su huida hacia otro pueblo. Pero, hacia el final de los doce minutos que dura la película, el sueño cede a la realidad de que su hijo ha muerto producto de las heridas que sufrió defendiendo a su madre. La última toma nos devuelve a la escena que fue interrumpida por el sueño, es decir, la imagen del hombre acribillado, y ahora termina la película con él cayéndose para atrás, su guitarrón terciado a la espalda, las balas haciendo sonar las cuerdas.

El despojo es el punto de partida para una reflexión sobre el poder —o la carencia de éste— del arte. Diego hizo un documental sobre el despojo de terrenos de una comunidad indígena purépecha en Michoacán por parte de una banda de narcos, y las atrocidades que éstos cometieron. Con las dos películas de referentes, Diego sueña que, llevando un guitarrón, camina hacia un pozo al que no puede llegar. ¿Pero qué habría visto si hubiera podido asomarse al pozo?, se pregunta:

¿Podía conseguir tierra, agua, vida, diciendo “tierra”, “agua”, “vida”?

Filmar era un sueño dentro de un sueño o, quizá, un delirio dentro de un delirio, una espiral de reflejos que retrataba labios secos, pies cuarteados, palabras rotas.

Sin conseguir el agua (100).

Estos capítulos cortos son una especie de paréntesis en la narración, relacionados pero sin ser tan estrechamente atados a ella, que permiten más libertad de juego, más licencia para examinar o barajar los elementos de la narración, semejante a la función del sueño con respecto a la vida en vigilia. De esta manera, estos capítulos subrayan la importancia de los elementos oníricos (o delirantes) dentro de la narración.

“La tierra de la gran promesa”, de Juan Villoro
La tierra de la gran promesa, de Juan Villoro (Literatura Random House, 2021). Disponible en Amazon

Diego piensa que el impacto del arte en la sociedad es nulo. Por el contrario, la novela indica que semejante afirmación es errónea. Lo que pasa es que los efectos no suelen tener el carácter progresista que Diego desea, ni tampoco se limitan al mensaje intencional de su creador. La novela insiste en que el arte no existe como un objeto independiente de la sociedad. Es algo que debe saber muy bien Diego porque, como estudiante de cine del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (Cuec), presenció el incendio de la Cineteca en 1982, la desgracia con que la novela inicia. En esa época era un secreto a voces que la hermana del entonces presidente López Portillo, encargada del cine nacional, tenía como brazo derecho a un catalán que le ayudó a acabar con el cine independiente. Hasta apresaron y mataron a los cineastas que eran recalcitrantes a sus designios de transformar el cine mexicano en algo manso, sin pretensiones de crítica al statu quo político y económico. Nunca se supo cuántos muertos hubo en el incendio ni se determinó quiénes fueron los responsables de la conflagración.

En el curso de la novela, Diego aprenderá que las producciones cinematográficas fueron usadas por catalanes y gallegos corruptos, igual que por los narcos mexicanos, para lavar plata. Incluso, el mismo Jaume seguramente obraba como cómplice financiando el documental de Diego, Retrato hablado, que ocasionará un tremendo vuelco en la vida de éste, como veremos a continuación. Retrato hablado fue la última película que Diego filmó antes de ir a Barcelona.

Así que si bien la novela muestra cómo el arte se engrana en la vida política y económica de una sociedad, también revela cómo su uso (o, mejor dicho, su abuso) puede afectar la vida de los artistas de una manera inesperada. Un conocido, el periodista investigativo mexicano Adalberto Anaya, busca a Diego en Barcelona para hacerle unas preguntas cuya finalidad no le es muy clara al director. Curtido por sus años cubriendo las guerras centroamericanas y, luego, la guerra entre las bandas de narcotraficantes y el gobierno mexicano (y las batallas entre los mismos narcos), Anaya tiene su dedo en el pulso de la violencia y la corrupción del país. Antes, Anaya le había ayudado a Diego a hacer conexiones en el mundo de los narcos y las autodefensas campesinas para facilitar el rodaje de la película sobre los purépechas, y luego hizo lo mismo para Retrato hablado.

Diego desconfía de Anaya, sobre todo cuando éste sostiene que asistía al Cuec con Diego, algo que Diego no recuerda. En parte, reconoce que es su propio esnobismo el que ocasiona su incomodidad con Anaya, sobre todo porque la presencia del periodista, que es de una clase social más baja que la del hijo de un notario destacado (Diego), le hace sentir su propia inferioridad como mexicano frente a los catalanes: “Detestaba la vulgaridad de Adalberto Anaya, aún más notoria ante la controlada estética catalana. Lo detestaba porque en cierta forma la compartía. En muchas circunstancias sentía que lo único vulgar de Barcelona era él” (237).

El meollo del asunto es que el Vainillo, el narco que Diego entrevistó en Retrato hablado, fue capturado por las autoridades mexicanas unos meses después de estrenada la película. Anaya, de vuelta en México, escribe un artículo en el que acusa a Diego de haber proporcionado la información que condujo al arresto del Vainillo a través de la película misma (Diego describe la entrevista como el “testimonio” del Vainillo. Como su padre el notario, Diego también “da fe” de las palabras de otros).

En un momento de la entrevista, el Vainillo va al baño. La cámara recorre la bodega donde éste ha citado a Diego y a sus acompañantes (que incluyen a Mónica) y capta un medidor de luz. Es una toma superflua, que no tiene ningún motivo para ser incluida en la película, pues es de la bodega vacía (salvo por la presencia de “un perro sin raza ni correa” —¡recuerdos de El despojo!). No había por qué seguir rodando y, sin embargo, se rodó. Según Anaya, de esta manera se pudo rastrear y capturar al Vainillo. Lo que pasa en el cine no se queda en el cine.

Los haters se ensañan con Diego y nadie tiene el valor de defenderlo públicamente. Lo que más rabia les da a los denunciantes es que Diego sea “un favorecido del sistema”.

Diego es devastado por la revelación de Anaya y, como si fuera poco, enseguida las redes sociales estallan de indignación e ira. Los haters se ensañan con Diego y nadie tiene el valor de defenderlo públicamente. Lo que más rabia les da a los denunciantes es que Diego sea “un favorecido del sistema”. Sacan a relucir las subvenciones del gobierno y otras ayudas que ha recibido, a pesar de ser hijo de una familia económicamente acomodada. A Diego le parece injusto, porque ha hecho todo lo posible para no depender ni de su padre ni del gobierno para rodar sus películas. Es de notar que su primera película fue financiada por el boleto ganador de lotería que había llegado a sus manos a través de un canje con el Procurador durante un breve intercambio mientras almorzaba con su padre (así, en mayúscula: Procurador. Hay varias referencias a Kafka en la novela, incluso una en que Diego encuentra una foto del Procurador en la carátula de la revista Proceso). Y su película más reciente, como ya se ha dicho, fue subvencionada por Jaume —o, más bien, por los que apoyan a Jaume, porque los productores, dice Jaume, no trabajan con plata propia. O, como dice Jaume en otra ocasión: “Un productor gestiona los destinos de los otros. También el Diablo hace eso” (208).

De hecho, hacia el comienzo de la novela, Jaume mienta al Diablo. Comenta que “el Diablo anda suelto” cuando con un beso a Diego sella su “pacto” (con todas las resonancias de traición que el acto conlleva en la tradición cristiana). El pacto consiste en el traslado de Diego y familia a Barcelona; Jaume corre con los gastos de los pasajes y el apartamento, y también garantiza el financiamiento de los documentales.

La novela insiste en el hecho de que obrar con la palabra es una labor arriesgada. En uno de los capítulos cortos, el narrador cuenta el caso de cuatro muertes en el Cerro de la Estrella, al oriente de la Ciudad de México, en 2012. En ese tiempo, por ese paraje andaban perros ferales. Una noche, una de las muchachas en el Cerro (había tres menores y un adulto) llamó a su hermana para decir que estaban rodeados de perros callejeros. La hermana se rio, creyendo que se trataba de una broma, y le dijo que se defendiera a pedradas y colgó (¡para ir al cine!). Las víctimas fueron encontradas muertas con señales de mordeduras.

En la versión oficial, fueron los perros los que ocasionaron las muertes. Como consecuencia, las autoridades hicieron una redada de los perros callejeros en la zona. Pero luego rondaron otros rumores: que una de las víctimas mostraba evidencia de haber sido abusada sexualmente, que no se encontraba a la hermana, así que nunca existió, que las mordeduras no fueron suficientes como para matar.

El narrador afirma que la versión oficial parece ser la verdad porque es inverosímil que un funcionario público pudiera inventar un detalle tan particular como la risa de la hermana. Luego lanza un pequeño resumen de la historia de Titivillus, otro nombre del Diablo. Titivillus “se especializa en empeorar el lenguaje durante la misa y en los libros de oración. Gracias a las erratas, la mala pronunciación, la charla ociosa y la omisión de palabras claves, altera la liturgia y el sentido de las escrituras” (252). El caso más famoso es la edición de la Biblia del Rey Jaime en que se omitió la palabra “no” en el séptimo mandamiento para que afirmara “Cometerás adulterio”.

Con el tiempo, Titivillus se convirtió en el patrono de los escritores, porque le podían atribuir sus errores de escritura. Pero su trabajo es más sofisticado que el de los errores de ortografía y afines. “Hay cosas que creemos porque incluyen un desperfecto, un absurdo, un capricho imposible de inventar… El equívoco convence: es literatura; en el orden de Titivillus los hechos se creen sin necesidad de comprobarlos”.

Así pasa con los iracundos de las redes sociales: nadie se detiene para averiguar si Diego realmente fue cómplice activo en la delación del Vainillo, o qué tan acertadas fueron las acusaciones de ser “un favorecido del sistema”. De la noche a la mañana su reputación queda destruida. Es de notar que el año del tiempo presente de la novela, 2014, es cuando comienzan a sentirse con más fuerza las consecuencias en la vida real del hostigamiento a través de las redes sociales, con la jauría misógina de Gamergate en Estados Unidos. Igual que la frontera entre los vivos y los muertos, y el sueño y la vigilia, en la novela la frontera entre la vida real y la vida en línea se borra, o por lo menos se muestra frágil y fácilmente franqueada.

A pesar de todo, Anaya insiste en que él es su “única ayuda”, y le pide a Diego que vuelva a México para explicárselo. El hombre que tanto mal le ha hecho ahora se ofrece como su salvador. Desesperado por el embrollo, y también impulsado por un sueño en que aparece Susana, su primera novia, Diego asiente (dicho sea de paso, es tentador ver en esta Susana un eco de Susana San Juan de Pedro Páramo).

Anaya no le depara la salvación a Diego, pero sí la oportunidad de volver a México, la cual de pronto viene siendo la misma cosa. En esta visita, Diego se enfrenta a su pasado, a sus padres y a su país. Se da cuenta de que, aunque no lo recuerde directamente, es muy posible que haya sido injusto con Anaya en el pasado, humillándolo por ser pobre y vulgar cuando éste quería ingresar al Cuec y no pudo, conformándose con asistir como oyente a las clases, pugnando por ser aceptado por Diego, sus amigos y los profesores, algo que nunca consiguió. Diego musita que Anaya desprecia a los intelectuales con “un resentimiento que tal vez provenía de haber querido ser como ellos” (324). Sin embargo, Diego llega a reconocer que su persistencia y su experiencia como periodista en Centroamérica y con la guerra de los narcos lo ha dotado de la capacidad de “distinguir los matices, cada vez más tenues, que separaban al bien del mal” (324).

Como le dice Carlitos, un viejo abogado y antiguo amigo del padre de Diego y uno de los personajes más simpáticos y turbios de la novela, “los hilos que mueven nuestras vidas vienen de muy lejos”.

Fundamentalmente, lo que Anaya le hizo ver es que él mismo puede asumirse como una persona escindida de la corrupción y la violencia del país, pero, como todos los demás, es cómplice de ellas en algún grado, aun indirecto o sin haber tenido conciencia de los hechos. Sin proponérselo, su película sobre el Vainillo se prestó para que los rivales del narco lo rastrearan y lo delataran al gobierno (probablemente a través del camarógrafo y los editores al servicio de los que le dieron la plata a Jaume para financiar el rodaje). Como le dice Carlitos, un viejo abogado y antiguo amigo del padre de Diego y uno de los personajes más simpáticos y turbios de la novela, “los hilos que mueven nuestras vidas vienen de muy lejos” (396). Es un sentimiento que otros personajes le expresan a Diego a través de la novela.

Anaya también facilita el reencuentro de Diego con Susana, su primera novia, a quien dejó para dedicarse al cine. Ella ahora es una abogada que trabaja para una ONG defensora de periodistas, y precisamente el caso de Anaya está a cargo de ella. Es imposible describir todas las ramificaciones de la trama que parten de este hecho, pero dos se destacan. Susana le ayuda a sortear los peligros que representan los rivales del Vainillo. También ella le da una pista clave para solucionar el enigma que era el difunto padre de Diego, que murió relativamente joven, casi por fuerza de voluntad en un suicidio por descuido, guardando el secreto de su homosexualidad, vergonzoso en su época y clase social.

Los haters se nutren del resentimiento, lo cual, dice Susana, es “el combustible más rendidor del país” (350) (entre muchas otras cosas, la novela ofrece un compendio de aforismos acerca del carácter de la sociedad mexicana. Si me pusiera a reproducir sólo una fracción de ellos aquí, me ganaría el mismo apodo de Carlitos: el Doctor Divago). Pero el resentimiento no es posesión exclusiva de los marginados y despojados. En la penúltima escena, Susana ha concertado una cita para Diego con su antiguo profesor de cine, Luis Jorge Rojo, justo antes de que ella lo embarque en un avión de vuelta a España (con pasaje ya pagado), antes de que los rivales del Vainillo puedan “interesarse” por él. Rojo absuelve a Diego de su culpa. Dice que fueron los productores, no Diego, quienes tenían control sobre la versión final de la película. De lo contrario, Diego habría suprimido, por innecesaria, la toma comprometedora. Del mismo modo, dice que, de mil maneras, él mismo, Diego y los demás miembros del Cuec humillaban a Anaya, y que el esnobismo que eso encarnaba es otra clase de resentimiento. Según Rojo, la venganza de Anaya fue meterse al periodismo y llegar a entender mejor el país que los cineastas lograron. Diego también termina apreciando a Anaya: “De un modo doloroso, [Diego] admiraba al periodista capaz de atar los cabos sueltos de su vida y revelar vínculos que él mismo había sido incapaz de ver” (324).

Paradójicamente, son Susana y otra mujer (que no conocía a Diego) quienes terminan salvándole la vida y enfatizando la lección acerca de la justicia que él había oído antes pero que sólo hasta ese momento asimila. Una noche, poco después de su regreso a México, enfrentado con su tremendo sentido de culpabilidad por la delación del Vainillo, y también por su papel en la muerte de su amigo Rigo Tovar, Diego no puede conciliar el sueño. Aprovechándose de unas recetas en blanco que un amigo médico le había facilitado para poder conseguir los medicamentos que quisiera cuando los quisiera, pide por teléfono unos ansiolíticos a una farmacia —la Farmacia de Dios, ¡por Dios bendito!— y se los traen a su hotel. Diego ha estado tomando del minibar de su cuarto y, después de tragarse unas tres pastillas, medio borracho y drogado, accidentalmente bota las pastillas restantes al inodoro. Llama a la farmacia de nuevo y pide (o cree pedir —no está claro) otro frasco de la misma receta. Es lo último que recuerda.

Cuando despierta, está en la clínica. Resulta que la misma mujer que lo atendió por teléfono en la farmacia la primera vez recibió la segunda llamada. A juzgar por la voz y por el pedido de dos recetas seguidas, ella sabía que algo andaba mal. En vez de hacerse la desentendida, de convencerse de que no le concernía en absoluto lo que hacía el desconocido en su hotel, intervino. Como no había ambulancias disponibles, ella misma fue en taxi, lo recogió y lo llevó al hospital, donde le salvaron la vida. La mujer desapareció antes de que él despertara; Diego sólo se entera de quién es después.

Dado de alta, Diego visita la Farmacia de Dios. La descripción de la mujer, que se llama Sonia Márquez Villalba, es escueta. Parece ser modesta y trabajadora, y está claro que no presume de sus acciones. La falta de especificidad en cuanto a su físico, edad y demás características enfatiza que es una persona común y corriente, que podría ser cualquiera de nosotros. Lo que la hace especial es la manera en que actuó.

El hecho de que el ansiolítico que tomó lleve por nombre Librium es significativo. Aunque Diego lo niega rotundamente, sus acciones, incluso la nota que le escribe a Mónica (“Te quiero mucho, perdóname, perdón, soy un pendejo” [326]), lo delata como un intento de suicidio (al igual que su padre; aunque éste fue más indirecto y más exitoso). Un intento de librarse de todo mal, se podría decir. Su salvación vino de (la Farmacia de) Dios.

Susana también ayuda a Diego, pero no por amor ni afecto residual, sino por hacer justicia. Desde hace décadas que ella ya no siente el amor que sentía por él cuando jóvenes; él nunca la amó, y la había rechazado brutalmente. Susana le dice que hizo lo que hizo por ayudarlo porque “hacer algo justo no depende de motivos personales ni de deseos de reparación o venganza. Haces lo que tienes que hacer… No buscas lo que te conviene, haces lo que corresponde” (353-354).

Justo después de la muerte de Rigo, Diego no pudo aprovecharse de la sabiduría del padre Iván Illich, a quien entrevistó en su humilde cuarto en Cuernavaca.

Esta interpretación de lo que es hacer justicia arroja luz sobre la culpa original que ensombrece la vida de Diego: la muerte de Rigo. Como se dijo, ésta ocurrió en la carretera a Cuernavaca, mientras Diego, Rigo y otro amigo iban a entrevistar a los curas rebeldes. Tildados de izquierdistas, estos sacerdotes mostraban una actitud crítica ante la sociedad, insistiendo en que el progreso social no sólo era posible sino que era una necesidad apremiante. Justo después de la muerte de Rigo, Diego no pudo aprovecharse de la sabiduría del padre Iván Illich, a quien entrevistó en su humilde cuarto en Cuernavaca. Sin embargo, en el insomnio después de hablar con Sonia, la de la Farmacia de Dios, se acuerda de la interpretación de la parábola del buen samaritano que el sacerdote ofreció.

Según Illich, muchos creen que el samaritano ayuda desinteresadamente al hombre accidentado en el camino de Jerusalén a Jericó, después de que un sacerdote y un levita pasaran de largo sin socorrerlo. Illich señala que el samaritano no era ni de Jerusalén ni de Jericó: era un extranjero. La lección que ahora saca Diego es que “…el prójimo no es el más cercano; es el que se vuelve cercano” (336). Y, acto seguido: “Pensó en la mujer de la Farmacia de Dios. El prójimo es un desconocido” (336).

Resulta sorprendente que un hombre de la izquierda secular, como lo es sin duda Diego, termine por acogerse a una interpretación cristiana de la justicia. Sorprendente, pero no ocioso. El desencanto de Diego con el país y consigo mismo data de 1982, año en que muere Rigo, poco después de que el incendio de la Cineteca pusiera al descubierto la corrupción en el cine nacional. El apodo de Rigo era “Tovarich”, que significa “camarada” en ruso. Rigo era marxista, de esos idealistas jóvenes dados a ponerse latosos con discursos imprevistos sobre la revolución. Sus compañeros del Cuec, por lo visto, eran simpatizantes, pero no fieles creyentes como Rigo; le pusieron el apodo “Tovarich”, parece, a manera de burla cariñosa. Ese año fatídico, con las desgracias del incendio de la Cineteca y la muerte de Rigo, puso fin, a los ojos de Diego, a la época de la esperanza para México.

Esta salida cristiana adquiere más peso teniendo en cuenta una observación de la madre de Diego. Eugenia guardaba las apariencias con el padre de Diego, y lo quería, aunque (sin decírselo directamente a Diego) no le correspondía en el ámbito sexual. Diego, que no parecía tener la más mínima idea de la homosexualidad de su padre (aunque, al releer la novela, uno ve que el camino a la revelación está minado de pistas), se maravilla de la ecuanimidad de su madre. El padre descuidó su salud, en efecto suicidándose lentamente, porque perdió la confianza de su esposa. Como decía el padre, dar fe es la esencia del trabajo notarial, y como notario y como hombre era fundamental que se le tuviera confianza; no podía seguir viviendo sin esa confianza.

Diego siempre creyó que la extrema preocupación que su padre mostró el día del incendio de la Cineteca, cuando tardaba en volver a casa, fue porque creía que él pudo haber estado entre los muertos. Ahora Eugenia le explica que no fue así. Dice que sospecha que ese día su marido sacó de la casa un reloj de valor sentimental que ella tenía guardado, y se lo regaló a su amante, un hombre más joven, quizá un compañero de Diego del Cuec, lo cual explica su estado de ansiedad. Diego incluso llega a considerar la posibilidad de que el amante fuera Anaya. Pero Eugenia le asegura a Diego que ya se lo ha perdonado todo a su marido. En su manera indomable, dice: “Al final, todos somos unos desconocidos” (378).

Es significativo lo que no hace Diego. Aunque tendrá ganas de vengarse de Anaya, Rojo le aconseja que no lo haga: “Nadie es tan hijo de puta como alguien que descubre demasiado tarde que es inocente. no entregaste a nadie, fue tu película. Saberlo no te da derecho a nada. Es importante para ti, para los que te queremos y para nadie más. Lo que pasó, pasó. No armes otro numerito” (437). La tentación debe ser grande, además porque, como dice Diego al principio de la novela, él alberga en su alma el gusto por la desgracia ajena, para la cual “encontraba otro sinónimo… sumamente mexicano: ‘justicia poética’” (52).

Por el contrario, al final de la novela, Diego se reconcilia con Anaya. Cuando Susana lo deja en el aeropuerto, con boleto de regreso a Barcelona, le avisa que allí en el terminal saludará a un amigo. Resulta que Susana también ha agenciado la salida de Anaya del país (no antes del secuestro de ambos —de manera separada— por unos narcos enemigos del Vainillo; como ocurrió con su suegro, Jaume paga el rescate de Diego). Anaya va a Estados Unidos a recibir el Premio Freedom House y a unirse a la Universidad de Harvard con una beca Nieman para periodistas. A pesar del amargo pesimismo que ha mostrado a través de la novela, las palabras de despedida de Anaya son esperanzadoras. Le dice a Diego: “Tal vez a tu hijo le toque la verdadera Tierra de la Gran Promesa. Si eso sucede, en parte será porque tú y yo trabajamos juntos y también porque nos supimos partir la madre… Nos vamos, pero tenemos que volver: el exilio no existe para los mexicanos” (445).

Comparten un trago tomando de la misma botella, sin que ninguno limpie el cuello antes de beber: una señal de que Diego acepta a Anaya como su igual.

Comparten un trago tomando de la misma botella, sin que ninguno limpie el cuello antes de beber: una señal de que Diego acepta a Anaya como su igual. Se abrazan llorando. Diego “se separó apenas del otro cuerpo y no quiso limpiarse el llanto ajeno. Como si pudiera decidir la verdadera sustancia de las cosas, pensó que el líquido que le mojaba el rostro era vinagre” (446). Son las últimas palabras de la novela.

Bonito el final y, para rematar, optimista. Pero ¿por qué vinagre? En el sueño decisivo (quizá en el avión rumbo a México —no queda claro), su padre aparece oliendo fuertemente a vinagre, lo cual le parece raro a Diego, porque su padre siempre era de vestir formal y mantenía la pulcritud en el aseo personal. Olía a lociones, y ahora huele a vinagre. “Esta vez Diego percibía su aroma verdadero. Su papá se había agriado por dentro…” (275). Mientras se enroscan en una conversación en que sus padres (Eugenia aparece también) dejan pistas sobre lo que pasó el día del incendio de la Cineteca, su padre le da de tomar un vaso de vinagre. Así, el vinagre une al padre con Diego y a Diego con Anaya. El vinagre se asocia con la amargura, sí, pero también juega un papel crucial (que me perdonen el retruécano) en la crucifixión: Jesús, en la cruz, dice que tiene sed, y los soldados romanos mojan una esponja con vinagre. “Después de beber el vinagre, dijo Jesús: ‘Todo se ha cumplido’. E, inclinando la cabeza, entregó su espíritu” (El Evangelio de San Juan, capítulo 19).

Para darle un toquecito de verisimilitud a la escena, justo antes de este intercambio final, Diego ve a un perro callejero caminando por el aeropuerto —como, diría yo, Juan por su casa. Claro que también puede ser un guiño del autor, señalando que este final esperanzador es una ficción. Pero eso ya lo sabíamos, ¿no?

Joel Streicker

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