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En nuestra historia contemporánea, y más aún en esta era de posmodernidad que nos ha tocado vivir y padecer con todos sus avatares y contrastes, el amor y el acto de amar se ha convertido en una experiencia casi inaccesible. Como nos recuerda Octavio Paz en su fundamental obra El laberinto de la soledad, en la sociedad todo se opone al amor: moral, clases, leyes, razas y hasta los mismos enamorados. Esta vital experiencia, que compone el elemento más significativo de nuestras sociedades, es un despropósito que está desde su raíz manchado por los prejuicios sociales e institucionales. En efecto, como de nuevo lo aclara Paz, “la sociedad concibe el amor contra la naturaleza de este sentimiento, porque lo identifica con el matrimonio. Toda trasgresión a esta regla se castiga con una sanción cuya severidad varía de acuerdo con tiempo y espacio (…). La protección impartida al matrimonio podría justificarse si la sociedad permitiese de verdad esta elección. Como no lo hace, debe aceptarse que el matrimonio no constituye la más alta realización del amor, sino que es sólo una forma jurídica, social y económica que posee fines diversos a los del amor”. Esto es un signo que sigue caracterizando a nuestras sociedades actuales; aún con todas las tecnologías en boga y los avances en las ciencias sociales, se sigue pensando que el matrimonio es la garantía social de la estabilidad familiar, esa institución que en nuestra posmodernidad ha sido tan vilipendiada y socavada. Pero esto ha tenido un propósito, que no sólo es dialéctico o filosófico; representa el signo más punzante de una relativa liberación sexual que ha disparado sus efluvios en expresiones artísticas como el teatro, el cine, la literatura y también en la política. Todo hay que decirlo. En todo este juego, la mujer es el centro de la discordia, pues ella representa el signo más visible de toda esta dialéctica del amor y la soledad.
La mujer como signo e imagen ha sido siempre lo inaccesible, lo otro, lo ajeno.
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La mujer, y su referente análogo que es el eros femenino, ha sido desde tiempos inmemoriales el tejido y la urdimbre esencial que ha alimentado la historia de la poesía en todas sus vertientes y expresiones. La mujer como signo e imagen ha sido siempre lo inaccesible, lo otro, lo ajeno; aquello por el cual el hombre debe luchar y morir porque representa su complemento, su otra parte vital. Octavio Paz nos ilumina con certidumbre cuando acota: “La mujer es un objeto, alternativamente precioso o nocivo, mas siempre diferente (…). La mujer es ídolo, diosa, madre, hechicera o musa, según muestra Simone de Beauvoir, pero jamás puede ser ella misma”. En efecto, el ser escindido de la mujer, y su manifestación plural que es el erotismo, carga con el agravante sensorial de ser sólo un objeto, un ser arrojado; un dasein humano, para citar a Heidegger. De allí —como nos lo recuerda el poeta Paz— que nuestras relaciones eróticas “están siempre viciadas en su origen, manchadas en su raíz”. Siguiendo al poeta mexicano, “entre la mujer y nosotros se interpone siempre un fantasma: el de su imagen, el de la imagen que nosotros nos hacemos de ella y con la que ella se reviste (…), y a la mujer le ocurre lo mismo: no se siente ni se concibe sino como objeto, como lo otro. Nunca es dueña de sí”. En la historia moderna de la poesía, esto ha sido un topos constante: la mujer vista como movimiento ondulante, como materia viva, circulación órfica, revelación feérica e inscripción erótica alucinada. En la poesía venezolana contemporánea, este signo se manifestó con una fuerza casi telúrica. El gran poeta nacido en Altagracia de Orituco, Juan Sánchez Peláez, inspirado en la figura mítica de la mujer, coloca la piedra fundacional de la poesía moderna con un lúcido y esencial poemario: Elena y los elementos. En efecto, este poemario alude, con clave mágica y en proporciones siderales, al universo constelado de la mujer y su imagen femenina en todo el cosmos de su hechizo y majestad. Basta con leer sus primeros versos para darnos cuenta, no sin asombro, de esta exaltada y punzante presencia. Un corpus poético, órfico y metamórfico que se alimenta y pivota sobre este vasto universo femenino.
Pero el amor, cosa misteriosa y desconocida para la mayoría de los hombres y las formas pasionales con sus evidentes giros poéticos, es una creación totalmente humana, invencionada por el hombre. El amor —como nos aclara Paz en su liminar texto— no es un acto natural. Es algo humano y, por definición, “lo más humano”. Por lo tanto, el amor, en consecuencia, es una decisión; es, en efecto, una elección. Recordando a Breton en su texto El amor loco, dos prohibiciones impiden la libre elección amorosa: la interdicción social y la idea cristiana del pecado. Para que el amor pueda realizarse “necesita quebrantar la ley del mundo”, como de nuevo nos recuerda el autor de Las peras del olmo. Lo cual nos indica con claridad que amar con toda libertad significa una trasgresión, un desarreglo sensorial, un “escándalo”. Así, en el caso de la mujer ésta vive atrapada en la imagen que el mundo masculino le impone. En consecuencia, para que la mujer pueda elegir libremente a quién amar, tiene que hacer un acto de contrición: debe romper consigo misma, transformarse, ceder espacios íntimos al “otro”. En una frase: entregarse, escindirse en su interior. En nuestras sociedades fragmentadas de esta posmodernidad inacabada, todo se limita a nuestra elección. “Pero la sociedad moderna pretende resolver su dualismo [bueno y malo, feo y bello, racional e irracional, ideal y real] mediante la supresión de esa dialéctica de la soledad que hace posible el amor”.
Al experimentar el éxtasis, el hombre asiste al descubrimiento de un misterio, de una especie de “gracia” en la que el sujeto se ve envuelto.
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Si hay algo que define al hombre como especie, es su capacidad de imaginación, su virtud de construir mundos paralelos a través de las imágenes en su elucidación y transmutación creativa. Y esto último es la ratio insular de la creación poética. Por otro lado, el éxtasis como energía creadora es una especie de asalto no programado en el ser del hombre. Al experimentar el éxtasis, el hombre asiste al descubrimiento de un misterio, de una especie de “gracia” en la que el sujeto se ve envuelto. “Lo otro que se abre en el éxtasis es urgente a nuestra naturaleza. Ella ama abismarse en lo otro”, nos recuerda la poeta venezolana Hanni Ossott en un lúcido ensayo incluido en su texto Memoria en ausencia de imagen. En este ensayo, la iluminada poeta caraqueña aborda con absoluta lucidez los mecanismos discursivos y aleatorios que conllevan a la experimentación del éxtasis como energía creadora: “El vivir requiere del morir. El éxtasis es una forma de muerte; el fragmento temporal del no-ser que el ‘soy’ se exige para seguir siendo, para hacer soportable la continuidad del seguir siendo”. Esto último tiene una correlación relativa con lo que se experimenta en el acto de amar. En el caso de la mujer, esa escisión, esa entrega, es la exigencia del abandono del yo para la experiencia amorosa; implica, además, mantenerse adherida al deseo, sacrificando el discurso aleatorio de su ser. También desde el discurso poético, esta dialéctica ontológica en la experiencia elusiva del éxtasis creativo, se intenta comunicar esa forma del vivir, como bien nos lo recuerda la poeta Ossott en el ensayo antes mencionado. Y, al igual que en el amor, en el éxtasis poético “el yo es asaltado por la ausencia; no hay acción, no hay un moverse hacia, no hay un nombre a quién conocer”. Sólo existe en esa otredad creativa una certeza incierta, la rareza fingida de una sensación. La mujer, en este espacio horadado, nunca es dueña de sí, “su ser se escinde entre lo que es realmente y la imagen que ella se hace de sí misma”, como no los recuerda el poeta Paz en El laberinto de la soledad.
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La poesía es un acto de despojamiento del ser. Toda la tradición moderna de la poesía, desde los inicios claroscuros de la simbólica lírica del parnaso, pasando por los bardos “malditos” franceses —en su histórico spleen expresivo—, hasta los destellos del imán surrealista bretoniano, ha aportado suficiente evidencia de este hecho. La poesía devela los asuntos del ser que se transmuta en la imagen de las palabras, ocultas en un sentido propio, en un símbolo que limita, a todas luces, su cabal expresión poética. La contienda de los poetas modernos era luchar por liberar la palabra de estas ataduras del signo y de la identidad verbal. Luchar a contracorriente con el sentido “literal” de las frases. Las imágenes verbales derivadas del corpus interno del poema son proteicas; cambian a voluntad propia, se transmutan. He allí su razón y su intimidad. Este verbo es transmutado a través del propio poeta, quien se intimida con el poema. ¿Qué es lo más inmediato y, en momentos, lo inevitable? El descenso a las profundidades de la psique, vale decir, del ser mismo que se encuentra con su homólogo ciego y silencioso. Sólo el silencio y su áurea presencia lima el palpitar de esa presencia de las palabras. De manera que el poeta se ve obligado a desdoblarse; se desdibuja, confía su intimidad a ese verbo. Su virtud, su supervivencia, está adherida a su propia intimidad. Nuestro poeta Alfredo Silva Estrada lo dibujó muy claro: “El poema nos habla de otra intimidad, que aun perteneciendo a cada poeta en particular, lo trasciende enteramente como individuo”.
Si reflexionamos, al igual que el poeta Paz en su ensayo, sobre el carácter de estas dos nociones que se alejan y acercan en un devenir común, podemos concluir que, tanto en el amar como en el poetizar, existen movimientos donde el placer, el dolor y la ausencia —que se asemeja a la muerte—, transcurren en un espacio-otro que define con claridad esa dialéctica de la soledad. Se respira, y se aspira a, entonces, lo que el poeta Paz llama “la nostalgia de la soledad, la nostalgia de espacio”. Ese vértigo experimentado en las sensaciones elusivas del acontecer poético –y en el abismo de la pasión amorosa— es una verdad de angustia, asombro y contemplación del éxtasis como noción de un tiempo vivido donde las relaciones de tiempo y espacio se ensanchan o, simplemente, desaparecen. Es el sueño mismo de la otra realidad, aquella que se experimenta cuando cerramos los ojos y nos entregamos al éxtasis creativo o amatorio; la razón más poderosa del acontecer histórico contemporáneo en el entramado mismo de nuestras convulsivas y contradictorias sociedades posmodernas.
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