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Mi biblioteca personal

martes 8 de diciembre de 2015
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La Gran Pulpería de Libros, en Caracas.
La Gran Pulpería de Libros, en Caracas. Jorge Gómez Jiménez

Se ha convertido en una especie de moda. Son las listas de los mejores best-sellers de todos los tiempos o de los clásicos imprescindibles y en esa tónica puede encontrar por la Internet un florido etcétera. Para estar a tono he confeccionado mi lista, o más bien mi biblioteca personal (amén san Borges) de libros o autores de nuestro patio local y que son como ineludibles de leer. Por supuesto es mi visión interesada, venial y poco fiable, de allí que convido a quienes no concuerden conmigo que elaboren su propia lista/biblioteca y todos felices. Ah, mi listabiblioteca es un recorrido arbitrario en el tiempo y por los autores más dispares.

Comenzaría por Juan de Castellanos (1522-1607) y sus Elegías de varones ilustres de Indias (1589). José de Oviedo y Baños, cuyo relato Historia de la conquista y población de la Provincia de Venezuela (1723) nos conecta con esa visión foránea de nuestro país. Otro que no puede faltar es fray Juan Antonio Navarrete (1749-1814) y su libro Arca de letras y teatro universal, autor que se lleva todos los premios de extraño y raro. Esta primera tanda de autores clásicos para darle brillo más a mi caradurismo lector que a mi erudición.

Mi lista debe seguir con Simón Bolívar (1783-1830) y su Discurso de Angostura. Luego Andrés Bello. La Biblioteca Ayacucho (Nº 50) editó su Obra literaria. Selección y prólogo: Pedro Grases. Cronología: Oscar Sambrano Urdaneta. Un librito del que se editó un ejemplar facsimilar atribuido a Bello como lo es Calendario manual y guía universal de forasteros en Venezuela, impreso en Caracas, en la imprenta de Gallagher y Lamb en 1810.

Saltaré algunos autores como Fermín Toro, Cecilio Acosta o Juan Vicente González, más afines para los estudiosos de nuestras letras. No obstante Juan Antonio Pérez Bonalde (1846-1892) y su poema Vuelta a la patria (1876), y esa espléndida traducción del poema El cuervo de Poe. La lista debe seguir con Luis Manuel Urbaneja Achelpohl (1873-1937) y la novela En este país (1916). Todo lo que puedan leer de Pedro Emilio Coll (1872-1947) y por supuesto su cuento El diente roto. Mención (y altar aparte) para Rafael Bolívar Coronado, (1884-1924) y sus Memorias de un semibárbaro, que publicó el Fondo Editorial del Caribe.

Rómulo Gallegos (1884-1969) y Doña Bárbara (1929), pero si su lectura compulsiva en el bachillerato los traumatizó les recomiendo Cantaclaro (1934) o Canaima (1935). Luego está Teresa de la Parra y su Ifigenia (1924). Aunque prefiero Las memorias de mamá Blanca (1929). Todo José Rafael Pocaterra (1889-1955), pero me quedo con Cuentos grotescos (1922), y su libro Memorias de un venezolano de la decadencia, donde recomiendo leer la historia fantástica del fotógrafo Nerio Valarino, que se hizo pasar por demente cuya fijación alucinatoria era tomar fotos con una lata de sardinas y luego, con ayuda de familiares y amigos, construyó una rudimentaria cámara, disfrazada en una lata, para fotografiar la Rotunda por dentro. Antonio Arráiz (1903-1962) con su novela Puros hombres (1938) y ese inmejorable libro Cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo (1945).

Debemos proseguir con José Antonio Ramos Sucre (1890-1930) y La torre de timón (1925). Todo Andrés Eloy Blanco (1896-1955). Enrique Bernardo Núñez (1895-1964) y su novela Cubagua (1931). Todo de Julio Garmendia (1898 1977). Mario Briceño Iragorry (1897-1958) y su Mensaje sin destino, aunque se empaven (1951). A Mariano Picón Salas (1901-1965) y Regreso de tres mundos (1959). Ángel Rosenblat (1902-1984) y sus Buenas y malas palabras (1956). Y todo lo que puedan leer de Santiago Key-Ayala (1874-1959).

De la tanda de escritores y poetas actuales, también aquí dejaré al margen a José Balza, Ana Teresa Torres, Reynaldo Pérez So, Napoleón Oropeza, Guillermo Meneses, Alfredo Silva Estrada, Juan Liscano, Carlos Noguera, que siempre son escritores para tesinas al mayoreo. Pero con los escritores que no pueden faltar se debe comenzar con los poemas de Eugenio Montejo. Dos libros exquisitos, uno de ensayos y otro de poemas infantiles, son El taller blanco y Chamario. El chino Valera Mora y la antología poética de Fundarte con selección y prólogo de Gabriel Jiménez Emán. El libro de Teófilo Tortolero Las drogas silvestres. Algunos cuentos de Salvador Garmendia. País portátil, de Adriano González León. Todos los cuentos de Gabriel Jiménez Emán y su investigación sobre el ensayo en Venezuela que son cinco tomos publicados por la Casa Bello. Todo lo escrito por Elisa Lerner. No pueden faltar los libros de Miyó Vestrini, cualquiera. En cuanto a biografías se debe leer El sabio en ruinas: biografía escrituraria de Félix E. Bigotte, de Javier Pérez. La estrafalaria vida de un gran viva la pepa con suerte como lo fue el Marqués del Toro y el libro que lo trae de vuelta: El último marqués: Francisco Rodríguez del Toro 1761-1851, de Inés Quintero, y la espléndida biografía de Coronado, uno de esos escritores singulares que sobresalen de la foto de nuestra chapada y casposa historia literaria escrita por Rafael Ramón Castellanos, Un hombre con más de seiscientos nombres: Rafael Bolívar Coronado.

Completaré está biblioteca acumulada con sobresaltos, robos y desasosiegos con algunos nombres de amigos escritores, y con otros que no lo son tanto, pero que he disfrutado leyendo sus libros: Francisco Arévalo, Teresa Coraspe, Josefa Zambrano Espinosa, Ana Rosa Angarita, Chevige Guayke, Fidel Flores, Franklin Fernández, Luis Alberto Ángulo, Pedro Téllez, José Carlos De Nóbrega, Alberto Hernández, Slavko Zupcic, Héctor Torres, Fedosy Santaella, Richard Montenegro, Douglas Bohórquez, Morelva Oropeza, Jorge Gómez Jiménez, Diana Gámez, Milagros Haack, Orlando Chirinos, Gustavo Pereira.

Como es lógico no creo en listas ni en libros imprescindibles. Me hice lector como pude y en condiciones adversas bastante extrañas. ¿Qué me han enseñado los libros?, podría ser la pregunta crucial y se podría responder así: un irrenunciable amor por las palabras. En los libros, cualquier libro, se entiende, las palabras se organizan de tal modo que permiten que la magia fluya, que las ideas emerjan y que las historias lleven a los lectores a esos mundos donde lo humano siempre tiene una opción.

Borges aseveraba: “El libro puede estar lleno de erratas, podemos no estar de acuerdo con las opiniones del autor, pero todavía conserva algo sagrado, algo divino, no con respeto a lo supersticioso, pero sí con el deseo de encontrar felicidad, de encontrar sabiduría”. Por la felicidad vale la pena continuar leyendo. A veces un libro (o un autor) es para un momento y otros van de seguro a ser eternos. Muchos serán olvidados hasta que algún nuevo ratón de biblioteca los vuelva a redescubrir y el ciclo empieza de nuevo. El mejor lector es el tiempo y uno sólo pide que el olvido sea benévolo con esos autores que dejaron una estela imborrable en la estantería de nuestra alma.

Carlos Yusti
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