Soy poco dado a coleccionar objetos. No sé, pero tengo la certeza de que los
objetos guardan las vibraciones, buenas o malas, de sus dueños, y poseen una
vida secreta colindante más con el sueño que con la realidad aparente. Los
relojes blandos pintados por Dalí nos ubican en ese momento cuando los objetos
pierden su espesor crudo y estático, su dureza intranquila hasta descongelarse
para convertirse en seres amorfos de pesadilla. La realidad siempre se ablanda a
nuestro alrededor sin tanto surrealismo, sólo que estamos tan atareados por la
banalidad endurecida del día a día que apenas lo percibimos. Necesitamos
atravesar los espejos de la literatura para comprender.
Hay una obra teatral de Eugène Ionesco donde una pareja muere asfixiada por
los objetos cotidianos. La pareja vive en un pequeño departamento, llevan una
vida ordinaria, pero a cada tanto aparecen objetos: una silla, una mecedora, una
lámpara, un libro, etc. Poco a poco los objetos se adueñan del espacio. La
pareja apenas puede moverse. Los objetos siguen llegando hasta convertirse en
invitados no deseados. Cuando la pareja se percata de que son sólo objetos
confundidos entre objetos es demasiado tarde. Este sentido depredador de los
objetos suele traspasar esa barrera de lo literario y lo teatral para hacerse
soluble en nuestra cotidianidad consumista y muy dada a rodearse de cachivaches
tecnológicos. Aunque la vanidad de poseer adminículos actualizados (como
celulares, computadoras portátiles o libretas electrónicas) no me ha tentado
nunca, debo confesar mi debilidad por coleccionar libros.
Con los libros me sucede que no me conformo con leerlos, sino que quiero
tenerlos. Mea culpa. Cuando me paseo por algún remate callejero de libros le
doy un vistazo a cualquier libro y enseguida descubro el nombre de su dueño y
pienso que esa persona es alguien insensible. No sé, a mí me cuesta
desprenderme de algún libro. Por ese motivo quizá me simpatiza el vil
Talleyrand, al que Napoleón calificó como mierda en una media de seda, quien,
exiliado y pasando una mala racha, se sintió desolado cuando tuvo que vender su
biblioteca. La venta le reportó la suma de 750 libras esterlinas. Uno de sus
mejores biógrafos, Jean Orieux, escribe: "Por último, se sabe que se
desprendió de sus libros. Eran para él una compañía agradable; cuando los
miraba, los acariciaba, los leía, encontraba un dulce placer muy refinado y muy
intelectual, acorde con su naturaleza; en medio de ellos se sentía menos
exiliado". Las personas que respetan a los niños, aman a los animales y
leen libros me regocijan con el mundo.
Tengo amigos poetas y escritores, pero en su mayoría mis mejores amigos son
lectores hambrientos como yo. Esto de poseer libros a veces se vuelve
patológico; yo todavía me conservo en este lado del espejo, no obstante me
cuesta bastante separarme de alguno de mis libros porque ellos forman parte de
mi trayectoria existencial. Por ejemplo el libro Vida y opiniones del
Caballero Tristram Shandy tiene dos dedicatorias escritas por mis hijas
putativas, preadolescentes ellas reacias a leer, que conocen mi debilidad por la
lectura. Además las dedicatorias son cómicas y no están exentas de errores
ortográficos: "De: currunquichitica. Pa el currinquito porque le gusta
leer y pa que no te ballas a fastidiar sin un libro. Que lo vaz a leer todito
completito y no chilles. Patuuuu… cua… cua... cua... Adibina".
"Ana Daniela. ¡Hola! Currunco espero que sigas creciendo tu y tu pansa
porque hace más graciosas tus bromas. Cuidate loquito porque sino no boy a
tener a nadie quien me eche broma. Mosca. Nota: esta prohibido rotundamente
reirse de los horrores ortograficos". Obviando los errores sería una
desconsideración vender o regalar este libro.
Aunque hay un texto de Truman Capote que cuenta cómo éste conoció a la
mítica escritora Colette, una tarde parisina. Capote relata su amabilidad y
cómo le obsequió un hermoso pisapapeles de cristal, del tamaño de una pelota
de béisbol, decorado con una sencilla rosa blanca. Colette le obsequia el
pisapapeles y desde ese momento Capote se vuelve un coleccionista compulsivo de
pisapapeles. El final del escrito de Capote es inmejorable: "Alguna vez he
dado un pisapapeles como regalo a algún amigo especial, y siempre se cuentan
entre las cosas que más valoro, pues, como dijo Colette aquella tarde lejana,
cuando manifesté que no podía aceptar como regalo algo que ella adoraba tan
claramente: ‘Querido, ¿qué sentido tiene obsequiar algo que no apreciamos?’
". Yo obsequio libros. Para mí son objetos invaluables.
Una novela de Elías Canetti termina con su personaje principal envuelto en
las llamas en su biblioteca. Este personaje de Canetti sentía una pasión
desquiciada por los libros y toda su peripecia existencial gira en torno a esta
pasión. A pesar de ser un lector y un coleccionista de libros, de ser un
hombre-libro como le llama Canetti, es un personaje de espíritu reducido y
desencuadernado, o como escribe su creador: "El protagonista de este libro (Auto
de fe), conocido hoy como Kien, era designado en las primeras versiones con
una B., abreviatura de Büchermensch (hombre-libro). Pues así, como
hombre-libro, lo tenía yo ante mis ojos, a tal punto que su relación con los
libros era su único atributo por entonces: no tenía ningún otro. Cuando por
fin me senté a escribir su historia en forma coherente, le di el nombre de
Brand (incendio). En dicho nombre estaba contenido su final: tenía que acabar
en un incendio". Leer, o coleccionar libros, para convertirme en un
hombre-libro, no es mi meta. Todavía me parece que la vida es mucho más
importante (e incluso a veces tiene ribetes de aventura insólita equiparable a
cualquier novela) que la literatura. A veces la experiencia sucede antes de que
uno la encuentre en alguna página escrita, otras veces ocurre lo opuesto: la
experiencia está escrita y sólo espera a ser leída.
Estoy seguro de que los objetos hablan, se mueven, adquieren una pastosidad
gelatinosa cuando no los vemos. Es como la sonrisa del gato (sin gato) que se
encuentra en el libro de Alicia. Tengo la seguridad de que la biblioteca de
Borges existe y que en sueños la he visitado muchas veces. Por propia
experiencia estoy al tanto de que la vida le clarifica a uno los libros leídos,
pasa en limpio nuestras lecturas atropelladas y anárquicas. Los libros son
objetos inanimados, pero dejan de serlo en ese instante en que transitamos sus
páginas y entonces la realidad se ablanda, se hace soluble en la imaginación y
la memoria.