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Tres textos
Amanecido en un espacio gris, de campos yermos y piedras blancas, devine aprendiz de Hombre. Y como tal tengo vertebrado el cuerpo con amores y el interior bruñido por las penas. Sin embargo, he practicado mucho. Hoy puedo simular la risa: imitar un torcimiento de labios y sonidos; puedo además jugar y permito, en ocasiones, ser jugado. Como todos, tengo dos redondas cavidades en el rostro, dos plenitudes de claridad; con ellas peino la vida, la visto de domingo y la llevo a pasear a deshoras de la noche. Luego hacemos el amor: yo aspiro sus humedades con esta larga nariz que me fue dada, y ella ríe, con esa risa plena, sinfónica, una risa que asciende y recrea estruendos hasta conjurar todos los vientos del naufragio infinito; tempestad que nos azota, aturde, ilumina, rompe, estalla y disuelve las espumas en el alba. Yo que nací bajo un sol inagotable llevo la piel iluminada, y salpicados de lunares tengo dos brazos, una cara y, en ella, una boca que igual me sirve para comer la noche a gritos, humedecer un cuerpo de mujer o redimir la historia de mi pueblo. Tengo, por último, unas manos, pequeñas y entristecidas, que no acertando a definir la ausencia, divagan lunas, paisajes solos, amores inexorables.
Ciudad de México, lluviosa e íntima, uno más de esos días que faltas. Mujer, amadísima:Desde el quinto cielo, que tú ya conoces, me dispongo a escribir unas líneas para tus ojos, una ridícula carta de amor. Porque, como diría Pessoa: "Las cartas de amor, si hay amor, tienen que ser ridículas". Por eso te escribo —¡Oh, frase gastada!— con el corazón, ese dulce barquillo, contenedor de mis afectos. Ahora llueve. Por la ventana pasan las gotas finas y se les oye como un murmullo. A ratos parece que quieren hablar, entrar a la habitación, platicar conmigo y, no sé, quizá contigo, aunque no estés. Quién puede saberlo, los deseos del agua son inescrutables. De cualquier forma he abierto la ventana. Acaso decidan, en algún momento de titubeo, tomar por asalto mi pecho y descansar en él, humedeciendo aquel rincón, asilo de tus besos, oquedad de mis temores, tan maltrecho. Allá lejos, las luces de las casas se van prendiendo una a una, cual luciérnagas poblando la noche, como si un ejército sitiara mi ciudad. Entonces me siento preso, amenazado de ti, de los recuerdos. Escucho tu respirar y mi mano imagina la humedad de tu entrepierna. Toco el espacio, vacío ya, donde estuviste y mi rodilla adivina tu rodilla. Pero afuera llueve. Las gotas golpean mi ventana y algunas se cuelan mojando mis papeles. Una lágrima contribuye a sus esfuerzos. Y en mi corazón —albergue de mis dudas, arcón de mis deseos— el hogar está dispuesto para alojarte a ti, mujer de mis dos lechos.
¿Cada cuándo encontramos una moneda en el bolsillo?, una moneda sola, menudo metal sin compañía. De pronto se le halla sin intención de por medio. Uno introduce la mano en la chaqueta y ahí está, dura, redonda, fría, como esos recuerdos que tanto pesan y siempre tememos. parece que se escondiera; como si, agazapada, esperara tomarnos desprevenidos, para luego saltar, golpear nuestra cabeza y provocarnos el espanto, la risa, el llanto contenido. Una moneda en el bolsillo. ¿Cada cuánto reparamos si aquel extravío debió encontrar otra mano, otro destino? Un fin más noble: el dulce de un niño, el trozo de pan de algún mendigo; ser acaso el brillo de alguien en el suelo frío, una razón desconocida que ilumine los ojos vacíos. ¿Cada cuándo, cada cuánto reparamos en la simpleza que lleva consigo una moneda olvidada en el bolsillo?
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