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Sombreado Azul, un azul ausente lo miró en el silencio obsoleto de esa mañana de inevitable invierno. El aroma a café se deslizaba entre las palabras no articuladas que estaban diseminadas en los rincones más profundos de la habitación, nublando sus ideas, confundiendo su visión, transportándolo a un lugar de donde él sabía no había retorno. Lejos, el azul ahora deambulaba en la ventana, sin expresión, pensando seguramente no en él. La certeza de sus deseos ocultos le hizo sentir que había tomado la decisión correcta, la que le daría un aspecto aliviado a su rostro al dormir, o que al menos traería un poco de paz a su propia imagen reflejada en el espejo. Mientras tanto, ella (la ex mujer que él pensó amaría por siempre; la ex amante que él alguna vez había deseado; el único ex ser humano que era capaz de entenderlo) jugaba distraídamente con la cuchara, esperando el café que él había preparado durante tantas parecidas mañanas que serían recordadas en el futuro. La sonrisa que había besado con locura lo traicionó de nuevo; los ojos en los que él había confiado en innumerables madrugadas ya no tenían sentido y se habían convertido en extranjeros que no hablaban su mismo idioma. Dejó de respirar: ella había suspirado. Se le heló la sangre y entonces se vio a sí mismo agachado detrás de algo, quizá un auto viejo, escondiéndose en algún lugar cerca de aquel maldito edificio, rezando que todo fuera un burdo error causado por su falta de lentes y, como consecuencia, falta de conciencia en la oscuridad. Qué pronto se vio forzado a admitir que era imposible culpar a sus lentes por esas profundas sombras que se adueñaban de él en pleno día. Sombras que lo sumergían casi imperceptiblemente en esa fría oscuridad que muchas personas insistían en llamar realidad, la misma que lo empujaba cara a cara al momento en que aparecía su figura entrando al edificio —cada martes a las 8— con ese azul ahora cálido en sus ojos, haciendo pedazos imágenes de su vida en su camino hacia el ascensor, rumbo a su paraíso privado. Había vivido meses atrapado en la desesperante contemplación del caos en el que sus pensamientos se habían convertido. Inclusive en una ocasión había alcanzado a divisarlos juntos después de que las juguetonas manos habían vuelto a los bolsillos y las traviesas bocas habían recobrado las afectadas sonrisas preparadas para el superficial adiós que vendría en la calle, pretendiendo ser casuales, más bien indiferentes amigos. Tan sólo un extraño podía haberlo subestimado de esa grotesca forma, ni más ni menos que la desconocida que esporádicamente se cruzaba con él en la cocina a altas horas de la noche o en el dormitorio a la mañana, recordándole que todavía vivían bajo el mismo techo. Apenas conteniéndose, la cafetera vertió el líquido humeante en la taza. Gracias. Así está bien. ¿Azúcar? No, estoy a dieta. ¿Dieta? Otra incontrolable transformación que ella había sufrido durante los últimos meses. Las clases de gimnasia, la ropa nueva, el reinicio de sus estudios, las largas horas que pasaba afuera, las extrañas conversaciones telefónicas, el entusiasmo en todas sus decisiones (que, oh casualidad, no lo incluían a él), los nuevos amigos, la manera en que dormía al lado suyo, la manera en que ya no lo besaba, el bebé que había sido postergado, consignado al parecer a un olvido permanente, eran todos parte de una interminable lista que escapaba a su comprensión, aunque no así a su resentimiento. Y, por supuesto, el hecho de que nunca mencionaba sus actividades los martes a las 8 de la noche. El aroma a café había comenzado a invadirlo todo, haciéndose camino a través de sus emociones. Él simplemente no podía entender por qué. Por qué. Por qué. —Por favor, Sebastián, no me mires así. No lo soporto —por eso es que lo hago, pensó él—. Necesitamos hablar, pero escuchándonos —demasiado tarde. Ella tomó otro sorbo de café, bajó la mirada al líquido negro, abismal, letal; tocó la cuchara, tomó otro sorbo. —Hay algo que deberías saber —alguien había apagado la luz del día; sólo había sombras por doquier. —Estoy viendo a alguien que me está ayudando a entender qué es lo que quiero de nuestra relación —otro largo y profundo sorbo; del otro lado, la nada. —Y él sugirió que deberíamos ir juntos la próxima vez. Es un profesional serio... Creo que te va a gustar —la taza estaba vacía. No había movimiento. Ni respuesta. No. Ella lo miró fijamente, dudosa. —Bueno, ¿no decís nada? ¿Y vos, no decís algo, Nada? Sus pálidos labios fueron capaces de articular una palabra que ella nunca pudo descifrar en sus últimos segundos de visión: ¡Mentirosa!
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