|
|
Agua que da trabajo mirarla1 Pensando en la manera efectiva de presentarles un paisaje de la literatura dominicana, escogí la poesía, nuestro producto capital. Apremiada por el deseo de abarcar, tomé el atajo de los movimientos literarios, para enseguida comprobar que la poesía aúlla cuando es cercada por criterios clasificatorios. De modo que decidí conversar con los poetas, vivos y muertos, quienes me sugirieron hablar sobre poemas de diáfana respiración, representativos de momentos claves y conteniendo a la vez una imagen del corazón de esta isla. Mirada singular sobre sus ciclos, los/las poetas cuentan otra historia, mutante y entera como todo presente. En ésta, palabras y sabios silencios reflejadores de la acústica del alma, abren mirillas tipo "Aleph", por las que accedemos al tiempo de una cultura, a la geografía del sentir, a las urgencias existenciales. La poesía provoca al vínculo activo. Confluencia aparentemente casual, alineación presumiblemente temporal, lugar y fecha en fortuita avenida, la poesía es llave/hecho pasmando la rutina, azuzando el encuentro, la suavidad del naufragio, el goce reencarnador. Imagen atrapada junto al ojo, echado a la sal preservadora del océano, abandonando por instantes la sustancia tangible, como una más de las ecuaciones civilizatorias. Bajo su ley revientan las dualidades: el amor entre hacedero e imposible, hambre y abundancia cohabitando, orfandad donde sobra madre y padre, desamparo espiritual en saturaciones litúrgicas. Residencia del fugaz presente, cobijada en reserva de continuación. Aflicciones de la realidad riñendo con una verídica previsión de júbilo. La poesía es rebosadero del creador y creadora. Éstos, oído especial para la savia insinuada en ecos y lenguajes, son a su vez orilla colmada de pueblo y época. Todos los poetas y las poetas de esta centuria labran un mirar de rebeliones, pasos, pérdidas e invenciones. Con cien nombres, para que cada año posea el suyo, con periplos de caracol y travesías de águila, con éxtasis contemplativos y fases de combates, con lo nativo presidiendo en oportunidades y en otras la tensión conciliadora con el mundo... A la postre, las oposiciones se complementan. En este momento, ellos, poetas de República Dominicana, nos prestan sus ojos para mirar. Aída Cartagena (1918-1994), sola como una piedra humana, sujetando con sueño sus sueños y toda Antilla, nos dice: Pensarán que he llegado demasiado temprano, / acaso un poco tarde. Tal vez no hubiera / llegado a ningún otro tiempo / para reemplazar mi turno. / Pero no creo que yo esté aquí de más, / y además prefiero estar aquí ahora, / y desatarme a veces, / y recoger las negaciones /... En lúcidas penumbras contactamos a Freddy Gatón Arce (1920-1994), sabiendo que "Dios puede llegar, conmovedoramente creado / para siempre... Pues, en resumen, Dios es un hecho / desesperadamente hermoso / o demasiado exacto / para comenzar a cada instante". Y Lupo Hernández (1930) en la diurnidad de su Círculo, confiesa: "No es cierto que la muerte me acompañe, / que cada día muera algo de mí con ella. / El hombre que yo soy no perece conmigo. / Hace tiempo que ha muerto y me acompaña ahora, / ... El hombre es movimiento perpetuo. Luis Alfredo Torres (1935-1992), arrastrando su extremidad inútil y su cuerpo con más vejez que edad por la calle El Conde, y los crisantemos que Antonio y yo nunca le llevamos al barrio caliente en que residía, y el funeral cubierto por la caridad pública y el vate coetáneo que le desdeña por su alcohólica blandura... eclipse y afición encarna este poeta, imagen de la ciudad-encrucijada que entrevé y nos traduce: "Proserpina, reina de los infiernos, / címbalo que retiñe, Proserpina, / desde que devoraste a los dulces pastores danzantes / y ceñiste la enlutada corona, / se pudrió el buen racimo que pendía / de la hermosura y la luz. / Brotó sangre y hubo muertos y cárceles y muertos, / y el día, cuyos frutos la larga lluvia torna / perfectamente sanos, alegres y comibles / cruzó como en cenizas por las viejas espaldas / de la ciudad sumergida en el mal. Más acá, Jeannete Miller (1944), recostada en el quicio de la vida, conjura las veleidades del femenino: "Yo / que necesito plantas, luz / palabras de ternura / que me siento a pensar en mi desgracia a plena tarde / medio masoquista / fea / profesora / ... / que sólo con palabras / me palpo / me proyecto / interpongo ideas a la carne / levanto largos muros de metal frío, devorante / entre los otros y / yo". Y recientes. Carmen Sánchez (1960), festiva en sus dudas: Aquí va un pedazo de mí / detrás de los espacios dejados por los mares secos / por los niños solos / por las hojas muertas / (...) con los ojos oscuros del sol a cuestas / mirándome como me mira el ciego / preguntando por las sombras inmortales... Alejandro Santana (1960), borde claro del pozo citadino: En otra edad anduve con el hombre / pero entonces la rabia / no paseaba en corceles / ni la duda era un río / ni borrachas espadas oscuras se hundían / en el urbano crecimiento de la carne. Antonio Acevedo (1969), delicia de pausas y oquedades: Recobra uno su paso de tenue luz / y salta enfermizo al corazón de la noche. / (...) ¿Quién rueda conmigo / hasta el asombro? / ¿quién coloca en mis labios / esa negra flor, ese puñal? / La noche nace de su espuma / como el ser de la ceniza. Ellos y ellas, entre muchos otros, se encargan de mostrarnos la fluencia de un diálogo que se releva y retoma continuamente, rodeando el mapa de los años y azares... Ahora, abreviemos las pupilas para atender el visionar de tres poetas: Tomás Hernández Franco, Franklin Mieses Burgos y René del Risco Bermúdez. Los dos primeros del jalón poético que tuvo lugar en la década del 40, coincidiendo con una pausa al aliento democrático —chasco luego— y la actividad intelectual de inmigrantes españoles. El tercer poeta que abordaremos pertenece a otro hito anunciador de mixturas y nuevos acuerdos entre la subjetividad personal y la corriente del orbe colectivo. Tuvo lugar en los sesenta.
Tomás Hernández Franco (1904-1952) fue diplomático, funcionario importante de un dictador que odiaba las letras a extremos que se cuenta no leía ni siquiera su correspondencia más intima. Sólo la claridad misteriosa de los procesos creativos puede explicar la independencia y lucidez de los principales textos literarios de Hernández Franco. En 1921, con 17 años, viaja a París, regresando a Santo Domingo en 1927. En 1942 en El Salvador publica "Yelidá", considerado una de las cimas de la poesía dominicana. No deja de ser una curiosa paradoja que este poema discurra en Haití, tomando en cuenta los vínculos del autor con la dictadura trujillista y el encono letal que cultivó el dictador hacia los haitianos. "Yelidá", dice Manuel Rueda2, es "el enfrentamiento de dos mitologías por recuperar la sangre que les pertenece, por un lado Damballá-Queddó, Badagris, Wangol y el papaluá Luipié del voudu, y por el otro los liliputienses dioses infantiles de la nieve, los duendes del trineo y del reno". Este poema resume el sincretismo frondoso de nuestras Antillas. Las querellas y el connubio entre las raíces africanas y europeas, mitos, sentimientos y cosmovisiones, implantándose en territorio común, azuzados por el látigo de las metrópolis, y más aun por las contingencias y el involucramiento minucioso de los dioses. Yelidá es hija de Madam Suquí, que antes había sido mamuasel Suquiete:
hecha de medianoche a toda hora con hielo y filo de menguante turbio grumete hembra del burdel anclado calcinada cerámica con alma de fuente himen preservado por el amuleto de mamalúa Clarise eficaz por años a la sombra del ombligo profundo". El padre de Yelidá es Erick:
alma de fiordo y corazón de niebla (...) En el más largo mes del año había nacido en la pesquera choza de brea y redes salpicadas por las olas (...) Y Erick creció en su idioma de anzuelo y de corriente (...) como todos los muchachos de la playa mitad Tritón y mitad ángel. (...) a los quince años conocía mil golfos y sin contar el ya remoto y salobre seno de la madre ni un solo pensamiento de Noruega le había caminado entre las cejas rubias. (...) A los veintidós años Erick tenía la mirada gris azul densa de su alma puesta en dique y una voluntad de timón y quilla por llegar a las islas de las montañas de azúcar donde —decía su tío— las noches olían a cedro como las barricas de ron". Pero al fin y al cabo, advierte el poeta, esta no es la historia de Erick y Madam Suquí, sino de Yelidá, la que vino al mundo:
y mientras se soltaba la leche blanca de los senos negros de Suquí alegre de todos sus dientes y de sus formas rotas por el regalo del marido rubio y Yelidá estaba inerme entre los trapos con su torpeza jugosa de raíz y de sueño pero empezó a crecer con lentitud de espiga negra un día si un día no blanca los otros nombre de vudú y apellido de káes lengua de zetas corazón de ice-berg vientre de llama hoja de alga flotando en el instinto nórdico viento preso en el susurro de la noche con fogatas y lejana llamada sorda para el rito". La nacida de vientre retinto y vientre claro, parte y ajenidad en las germinaciones, se desplaza por los fueros de la hibridez. Opresión e instinto desplegando arroyos de follajes, relámpagos y sal. Marisma íntima, las sangres/memorias heredadas que en pasión se desatan. Así, en el vientre de Yelidá "se le dormía la música y la danza".
ahí se estaba vegetal y ardiente en humedad de hongo y de liquen caliente como lo caliente cosa de hoja podrida fermentada en penumbra tiempo y luna hecha de filtro y de palabra rara
en el agua del charco con su verde y su larva Las raíces negras y las raíces blancas se embellecen en aleatorias desembocaduras amorosas. Ambiguo es el final, propio a lo que aún está ocurriendo, a lo que no cesa de suceder. Yelidá-isla, la aventura de sus habitantes, sigue siendo. Pausada como desplazamiento de medusas, apuesta al meridiano caos del continuo alumbramiento. Hernández Franco transgredió su propio accionar político para fundar en la historia larga, en la historia vista como paisaje3, una noción integradora y distintiva de lo que somos. Yelidá no es como Erick, ni tampoco como Madam Suquí, ella tiene que dar con su propio proyecto de existencia.
A los gestadores de la Poesía Sorprendida se les ha acusado de practicar una estética evasiva, indiferentes al infierno político en que florecieron. Sin embargo, como testimonio del poder revelador de la poesía, hallamos en Franklin Mieses Burgos (1907-1976) una de las descripciones más sugestivas sobre la atmósfera de humillación espiritual, introversión y parálisis del pensamiento propias del período 1930-1961. El poeta propone ascender sobre el pesimismo, insinúa música ante el envaramiento anímico, la palabra renovada frente al mutis enfermante. La sonoridad de sus versos desliza, a punto de allanar relieves significativos. Nos obliga a recular para percibir mejor la alegoría tramada en estructuras poco menos que invariables. Irresistible me resulta su elegía al amigo que se suicidó lanzándose desde la altura de varios pisos. El poeta se abstrae de esta muerte burda. Y le canta como si se hubiese ahogado de belleza:
te alzará desde el fondo solitario del mar, para sólo pensar desesperadamente en el vidrio desnudo de tu limpia sonrisa, en aquella tu carne color de azúcar parda, después que los peces hambrientos se comieron el último paisaje de sol que había en tus ojos? (...) ¿Traslúcida y radiante como un cristal muy fino deambulará tu sombra en torno de estas islas caribes que te dieron ese estupor de cielo mojado de aguardiente? (...)". Los fragmentos siguientes pertenecen a Clima de eternidad, publicado en 1944, coincidiendo con el primer Centenario de la República. (La palabra Patria, aupada en afanes de domesticación, debía estar moviéndose en las bocas juveniles, unida al apellido del benefactor). Disidente, la voz del poeta declara:
al costado del mundo Oh mi joven amigo, camarada ya es hora de partir cantando hacia la tierra donde florece el árbol de las nuevas palabras (...) Aquí ya nada queda con que puedan tus manos de livianas arenas levantar otra torre de música a la orilla despoblada del viento, (...) La vida es sólo un ancho cementerio sembrado de vocablos extintos (...) Aquí ya nada queda; vamos sobre los muertos con una inmensa flor de hielo en la cabeza vamos sobre los muertos levantando ciudades erigiéndoles falsos monumentos al miedo de nuestra propia y honda soledad enterrada de horror hasta los huesos. (...) El corazón es solo fino río de sangre, mudo cauce sepulto donde el rostro encendido de un ángel se refleja, donde siempre es de noche, (...)". La Casa de la Poesía Sorprendida, se le llamaba al hogar de Franklin Mieses Burgos. Hombre tributario de conocimientos y afectos, se le atribuye el liderazgo de los sorprendidos. La vocación de apertura cultural de este grupo es notoria, así lo atestiguan y practican: "La Poesía Sorprendida saluda a todos los trabajadores intelectuales de ambas Américas... Saluda a todos los luchadores del pensamiento y la sensibilidad de todas las latitudes de la Tierra, de todos los climas e idiomas, en una fe invariable, permanente y sagrada por el respeto a la creación del hombre". "Lejos de negar la realidad, la Poesía Sorprendida la interpreta, pero entre cogerla en bruto e interpretarla media un mundo"4. El don solar del Caribe, traspasando esta inquieta cultura en conformación, avanza por los poemas de Mieses Burgos resistiendo al nacionalismo chato, fomentado por la educación oficial e impuesto por la fuerza pública. El antihaitianismo, la religión católica —por entonces aliada a Trujillo— y el anticomunismo, eran los pilares de la formación ciudadana. Mieses Burgos celebra e interpela de modo personal.
y en medio de mi isla subjetiva, buscando la latitud exacta de un mar definitivo, donde no sea posible reeditar el aliento mortal de los monzones ni el ecuador de hornos que estalla desde el rojo pulmón de los veranos
Lejos de la espesura de carne sumergida (Trópico íntimo) En Paisaje con merengue, el poeta reta los prejuicios urdidos alrededor de la cultura dominicana; verificables en la opinión popular como en historiadores nativos y cronistas extranjeros. Pero para el poeta funda más la fiebre que se prolonga en rescoldo frutal, los aromas convertidos en aceleración, las herramientas del artista y del labrador, la humareda del alma, la sequía, el dolor marcando en detalles inasibles la memoria.
solitaria de un llanto de cuatrocientos años; por dentro de tu noche caída entre estas islas como un cielo terrible sembrado de huracanes; entre la caña amarga y el negro que no siembra porque no son tan largos los cabellos del agua; inmediato a la sombra caoba de tu carne: tamarindo crecido entre limones agrios; casi junto a tu risa de corazón de coco frente a la vieja herida violeta de tus labios por donde gota a gota como un oscuro río desangran tus palabras, lo mismo que dos tensos bejucos enroscados bailemos un merengue: un furioso merengue que nunca más acabe. —¿Que somos indolentes? ¿Que no apreciamos nada? ¿Que únicamente amamos la botella de ron, la hamaca en que holgazanes quemamos el andullo del ocio en los cachimbos de barro mal cocidos que nos dio la miseria para nuestro solaz? (...) —¿Que hay muchos que aseguran que aquí entre nosotros, la vida tiene el mismo tamaño del cuchillo? (...) —¿que dentro de la escala de los seres humanos hay muchos que suponen que nosotros no vamos más allá del alcance de un plato de sancocho? (...) —¿Que el machete no es sólo en nuestras duras manos un hierro de labranza para cavar la tierra pequeña del conuco, sino que muchas veces se ha convertido en pluma para escribir la historia? (...) Puede ser, no lo niego; pero ahora, entre tanto, bailemos un merengue que nunca más se acabe, bailemos un merengue hasta la madrugada: que un hondo río de llanto tendrá que correr siempre para que no se extinga la sonrisa del mundo. (...) bailemos un merengue de espaldas a la sombra (...)". Las incertidumbres se resuelven en maniobra lúdica: bailar un merengue. El baile funde naturaleza y hacer humano; representa la sabiduría del cuerpo, la espiral de la sangre recuperando las intuidas promesas, el abanico de posibilidades. El baile es conversión y comunión.
En la madrugada del 20 de diciembre de 1972, el vehículo conducido por René del Risco Bermúdez choca contra un árbol, próximo al mar. El poeta pierde la vida. ¿Accidente o suicidio? No hay que irrespetarlo especulando en esta zona insondable. Para entonces cuenta con 42 años, caracterizados por la unidad de pasión política y vocación literaria. Ha conocido el exilio y la cárcel. El auge libertario de los primeros años de la década del sesenta tuvo su cima en la derrota de los residuos de la dictadura, la elección de un gobierno constitucional y, luego, la lucha por reponer este gobierno, derrocado. La ocupación del país por marines de EUA, la guerra, las ideas socialistas, el presentimiento de libertad, hicieron de la mitad de la década una zona candente, polarizada en extremo. En el libro El viento frío, aparecido en 1967, René del Risco revela el sentimiento de la juventud que se había batido con todos sus recursos. Es un libro emblemático en este sentido; la vida y la muerte se tocan, remeciendo sus versos. Él, con otros escritores, había fundado el grupo El Puño durante la guerra de abril de 1965. Se le estima como uno de los más altos poetas de las promociones literarias y artísticas que asumieron la fusión de arte y responsabilidad política. Este hombre de corazón caleidoscópico ha pasado por demasiadas batallas. Y su sentir luce inconmovible. La temible evidencia de que la perentoriedad del vivir pospone luchas, al tiempo que genera nuevas demarcaciones y estrategias que desarman las grandilocuencia de la pasión ideológica, e incluso, el decoro camaraderil. El cómplice de ideas se torna indiferente o emigra. La lumbre que debía relucir en la historia se percibe débil, vacilante. Poco a poco, la proyección de novedad devela una holografía de polvo. Hay que vivir a toda costa. Son treguas en las que se pacta con el bochorno del desastre, aunque el vivir en paz sea lujo pasajero. Algunos se acogen únicamente para no evitar la metamorfosis que los convertiría en monstruos semejantes a los que combaten. Es el viento frío del que nos habla René del Risco.
del que no podemos salir hacia atrás, estamos frente a las voces y las risas, alguien alza en sus brazos a un niño, otros hay que destapan botellas buscan entretenidamente alguna dirección, una calle, una casa pintada de verde con balcones hacia el mar... Debo buscar a los demás, a la muchacha que cruza la ciudad con extraños perfumes en los labios, al hombre que hace vasijas de metal, a los que van amargamente alegres a las fiestas. Debo saludar a los camaradas indiferentes y a los que viajan hacia otra parte del mundo, porque todo ha cambiado de repente y se ha extinguido la pequeña llama que un instante nos azotó, (...) Ahora se acaban aquellas palabras, se harán ceniza del corazón, se quedarán para uno mismo... Es hermoso ahora besar la espalda de la esposa, la muchacha vistiéndose en un edificio cercano, el viento frío que acerca su hocico suave a las paredes, que toca la nariz, que entra en nosotros y sigue lentamente por la calle, por toda la ciudad... Estas voces de la poesía dominicana se han movido en las zonas de descarga de sus respectivos tiempos. En sus escritos la palabra excede límites para ensanchar la comprensión. Ellas nos han prestado sus observatorios, telar de sentires en infinitas proximidades. Territorio de ecos y correspondencias en el ámbito de nuestra cultura.
![]() Letralia, Tierra de Letras, es una producción de JGJ Binaria. Todos los derechos reservados. ©1996, 1998. Cagua, estado Aragua, Venezuela
|