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Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 78
20 de septiembre
de 1999
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Letras de la Tierra de Letras

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Dos cuentos

Liza Rosas-Bustos

Antes de lo del jardín

"Reloj, no marques las horas".
Bolero de Armando Manzanero.

Recuerdo que estuve meciéndome demasiado rato antes de que pudiese darme cuenta hacia dónde realmente se dirigía mi cuerpo. Mi incapacidad para mover las manos me privó de la libertad que hubiese querido para desenvainarme de todo lo que en aquel momento me aprisionaba tanto por dentro como por fuera. Al culebrear los caminos llovían calambres desde mi sur. Nunca supe la razón. Había miles de piedrecillas incrustándose en la planta de mis pies y tardé demasiado tiempo para darme cuenta de que había permanecido sobre ellas por demasiado tiempo. Así estuve meciéndome a mí y a mi carga por largo rato, turnándose mis pies y no me sorprendí de que los minutos se extendieran. La experiencia me lo había enseñado. Subir cuestas con pendientes demasiado inclinadas suele hinchar a las expectativas y al tiempo.

Nadie me recibió al llegar a la cima, lo que me regaló una ambivalencia, de esas que sienten los que llegan a casa y se entregan a la sorpresa de estar solos y la incertidumbre resultante de la vacuidad dejada por los ausentes. Debo admitir que me costó acostumbrarme a ella, como al cuerpo le costaría acostumbrarse a la ausencia de extremidades. Hubo un momento al contemplar la vastedad de la ciudad que me di cuenta de que siempre había querido estar solo, pero me había costado decir que sí y decir que no. Cuando alguien me acompañaba, tenía dificultades negando mi compañía. Cuando alguien me preguntaba si su presencia era un estorbo, tenía dificultades asintiéndolo. Cuando quería que alguien marchara, difícil era tomar riendas y dibujar límites para impulsar a alguien a la acción. Tuve problemas para pedir las cosas y aquello fue algo que siempre me causó inconvenientes. Además de ciertas historias que por ahí contaba, tuve a veces que recurrir a la violencia en los lugares menos indicados para hacerlo, por lo que una vez incluso fui culpado por quebrantar la ley. Pero tuve suerte. Mucha gente se puso de mi parte y más de algún escriba me salvó de los eventos que sin querer protagonicé.

Esto de ser un mago y de contar demasiadas historias impresiona a cualquiera, especialmente cuando no falta quien embobado por las cosas que uno cuenta no lo interrumpe a uno para no cortar el hilo mágico gravitante entre palabras y hechos. Hubo ocasiones en que me era difícil congeniar incluso con amigos a quienes les guardé siempre un respeto enorme, amigos que se me fueron añadiendo desde que dejé a mi familia y hasta que me convertí en adulto. Cada pedazo de ellos hacía un amigo muy grande que me mantuvo en la cúspide de popularidad por mucho tiempo. Ellos también se embobaban, a veces, con mis historias. Durante cenas más o menos formales en las cuales me dedicaba a recitar mis cosas, solían aplaudirme demasiado, más de lo que verdaderamente hubiera merecido. Pero para eso, dicen, están los amigos, para aplaudirle a uno las gracias. Qué raro que aún no haya podido fabricar ningún cuento para dibujarlos a ellos. A propósito, dónde andarán mis amigos ahora. Qué raro que no llegan. Seguro que vendrán.

Han pasado casi tres horas. Ya casi se pone el sol. Desde donde mi cuerpo emerge puedo percibir toda la ciudad extendiéndose como un abanico. El viento no sopla como yo quisiera y nadie llega aún. Es duro en realidad enfrentar soledades a mediana edad, cuando uno no decide si viene o si va y cuando la vida en cuenta regresiva comienza a cobrarnos a incómodos pagos lo que nos ha otorgado. Nunca me casé. No creo que haya podido mantener hijos con la frente en alto y el gobierno la verdad mucho no ayuda. Además, el trabajo de alguien que se mueve de aquí para allá no otorga prórrogas ni salarios formales de los que aquellos que uno ama y le aseguran la estabilidad puedan realmente depender. Tampoco existen lugares donde uno pueda asumir que el hacer crecer hijos sea un proceso asegurado. De los niños también he hablado y a la gente parece gustarle. Les gusta todo lo que digo, los cuentos y las metáforas. Qué bien. La bendición de decir bien las cosas me acompañará mientras dure mi capacidad para conectarlas. Para ello dependo de las personas y los amigos que en sus monólogos, diálogos y triálogos las dejan escapar.

Me pierdo en la imagen de sus caras enfrascadas que aún no está e inconscientemente desvío mi cabeza hacia otro ángulo. Arriba llueven miles de aves negras de rapiña, que se disputan un elemento que va más allá de mi alcance visual y temporal. Miro al suelo y veo la tierra granulosa y salpicada de huellas haciéndole un hueco a mis pies. Menos mal que la tierra está blanda. La planta del pie me cosquillea regalándome un relajo que mi espíritu no espera. Cierro los ojos y compruebo que de estos retazos de tiempo está fabricada la felicidad. Siento un extraño placer y termino cabizbajo ignorando lo que a mi alrededor sucede, diluyéndome en una sonrisa. No creo en nada ni nadie más que en mi familia, mis amigos y mi padre y siento casi la certeza de que soy feliz. La brisa me acaricia el hombro derecho que comienza a sufrir los estragos de haber cargado con el encargo. Lo muevo para que no se me duerma y creo que la gente que me observa hace un rato me ha dado por loco. Me conocen, mas qué me importa. Pierdo en autoridad, gano en relajo. Una cosa quita a la otra pero ésta le regala a algún potencial evento miles de cosas más; como una megaguerra en las puertas de adentro y en las de afuera, una de esas que los arcángeles jamás hubiesen podido soñar.

Mis amigos han quedado de encontrarme aquí. Debí haber adivinado que alguien o algo habría de interponerse en su camino. Hace tiempo que los siento lejanos y, la verdad, no sé lo que sucede pero prefiero no adivinar. Demasiado el tiempo, demasiados compromisos, demasiado el sacrificio de regalar el tiempo. Yo gano en popularidad y cada vez ellos se vuelven más y más invisibles. No importa. Admito que me he dado por vencido y recibo la ley de la vida que otorga asistencia a cambio de asistencia y que impulsa al andaribel a subir solo al nivel en el que se encuentra aquél que te ayuda, ni menos ni más. Para qué complicarlo todo. Es así y punto. Escucho a alguien gritar desde algún punto de la ciudad. Los muros crían ecos de una fuerza enajenable que me apabulla por algunos momentos pero que al deshincharse me devuelven la estabilidad. Oscurece. Los recaudadores de impuestos auguraban una noche desierta. Nadie les creyó y yo no fui la excepción. Así sucedió. Pero hay algo más que se respira en el aire, algo que mis sentidos no logran descifrar. Tengo cinco ventanas vueltas hacia los eventos que han de llegar en el minuto próximo. Pero las expectativas son cortinas demasiado gruesas a través de las cuales no alcanzo a adivinar ciertos signos y mi mente es incapaz de diluirlos en significado. La espesura del paisaje me atonta mientras se mezcla con una neblina que se apelmaza y me dibuja un aura. A pesar de la dificultad, admito que tener un pequeño anticipo me daría al menos un retazo de felicidad pero tengo la certeza de que así no será. Qué bien. Comienza a ventear. Las ropas que envuelven a los pocos que veo pasar coletean como los crines de los caballos al galopar. Estoy cansado y creo que la paciencia se me acaba. Al caer el sol me daré por vencido porque no habrá ni nadie ni nada, ni siquiera mis sentidos para poderme augurar que mis amigos vienen, que me escuchan, que al ver su ejemplo otros se ponen a escuchar. Tal vez sea hora de que marche. Es tarde. La vida sigue y mañana los buscaré o en el mercado o en el templo o en sus casas, donde hasta ahora los he salido a buscar. Me paro, me apronto a arrojar la última mirada cerro abajo y diviso, te diviso, Pedro amigo, con sandalias y pies limpios como te las dejara ayer. Te miro tambalear en tu vaivén inconfundible, Pedro, veo a tus piernas sostener tu cuerpo fuerte y maleable a los vientos, ése de pescador mientras intuyo que vienes a buscarme para ir a nuestro jardín. Me apronto a sonreírte, Pedro, y veo a Judas adornado por un séquito cuya procedencia realmente no distingo. La masa, tal parece se juntó antes de ascender a mí. Después de todo, los hombres se equivocan. Dejo caer hacia un lado el asta de madera que me dijeron que trajera, me hago hueco en el pardo lomo veteado y me apronto a sentarme a esperar.


Cambalache Pincoya

Hace un tiempo atrás dos cosas sucedieron. Una fue lo mío y lo otro lo de ella. Ella me miraba y sonreía. Ella, enigmática y volátil, con ojos gravitando entre lo taciturno y lo punzante, con cejas dibujadas y rostro de niña felina, maleable como el más dócil de los metales. Ella parda y radiante como las aleaciones de cobre. Ella más básica: ella, piel color greda.

Sabía que era una de nosotras, incapaz de atarse a naturaleza alguna y pendulante al mismo tiempo de todos sus teoremas posibles. Sentía su mirada flotante, silenciosa, certeramente alejada de la gravedad del mundo que nos rodeaba, fluctuando en un espacio ancho y libre. Y mi mirada, carente del peso gravitatorio de los cuerpos, no pudo menos que entregarse al enigma y sentarse en el refugio del vacío a observarla en silencio.

Y sucedió. Sucedió que sucumbí a un sistema que podría ser traidoramente disoluble y probé suerte a la intemperie, un poco más allá de las fronteras del espíritu, nada más que con mi cuerpo. Nadie bailaba. La aburrida concurrencia aún no decidía por darle un clímax físico a una tertulia que había tenido ya su trance intelectual y que comenzaba a traducirse en carnal. Eran ya las doce y el desenlace discurría entre demasiadas caras con sus respectivas gentes quedándose apernadas o dando demasiadas vueltas. Hasta que, contagiada por la agudeza de una salsa conocida y pegajosa a la que todos estaban indiferentes, me abrí paso y le ofrecí una pieza a la mujer más invisible de la concurrencia, una valiente que accedió y que me distrajo para probarme a mí y a ella lo alejadas que estábamos ambas, la piel color greda y yo, de aquel tiempo y espacio. No importaba quién era. Importaba que mi energía interior rebotase en ella. Llevaba una camisola de seda rosa abierta a mitad de cuerpo, dejando entrever un busto hinchado a fuerzas por un sostén de encaje negro, como si los senos pequeñitos y saltarines no fueran suficientes para inspirar belleza. Con la invisible todo era distinto. Voluminosa y rítmica me dedicaba pasos seguros sin jamás perderme de vista. Nuestros cuerpos bifurcaban y se contraían en el vaivén rítmico y el mundo, entretenido por la novedad, pronto se abrió paso a nuestro peque¤o espectáculo. Parecíamos la pareja que no éramos. Su falda corta rozaba los confines de la mía y sus tacones de charol rojo hacían juego con mis botas altas. No recuerdo el color de su vestido. Me preguntó edad y lugar de procedencia, a lo que yo contesté hábilmente ambigua: "Pues, adivina", mientras su aliento me auguraba un cariño que tal vez jamás podría corresponder por culpa de la de piel color greda. Pero el hechizo de encontrarse arde con los desencuentros. Recuerdo que mientras bailaba, miré a ambos lados y noté su vacío. Ella había desaparecido. La música ofreció una tregua a mi pensamiento y a la tortura de su recuerdo que algo en mí se negó a aceptar. Apelé a las imágenes rogando que el espectáculo me diera refugio y el sosiego del hambre mental que producía la falta de la imagen que proyectaba su cuerpo. Mientras bailaba, buscaba. Había mujeres altas y bajas, mujeres de sombreros alados. Mujeres con shorts negros y medias de seda, mujeres con caras de niños bailando desnudas ofreciendo entre tiras negras sus tetillas y sus encantos endurecidos por una ejemplar musculatura. Mujeres femeninísimas cuya indumentaria invisible podría haber empapado de ganas a cualquiera. Pero la color greda no era como ellas y, a diferencia de todas, no aparecía. Una salsa con letra democrática no alcanzaba a ser lo suficiente electrizante como para ofrecerme un descanso mental donde morara la nada, donde ni ella ni la estrepitosa mujer invisible de zapatos de charol que bailaba conmigo pudiesen encontrarme. Afortunadamente, nada duró mucho. Pronto, entre tanto ritmo, entre vuelta y vuelta, por entre los besos de algunas, caricias de otras y sus atosigantes despedidas de algunas emergieron sus pupilas sigilosas posándose en mi imagen. Respiró mi alivio.

No se iba con nadie. Estaba sola.

La sentí. Creo que la energía derrochada por mi cuerpo le dio coraje para capear el espesor de la concurrencia y el humo. En un par de vueltas quedó encumbrada en una posición estelar en una esquina del improvisado piso de baile desde donde me dedicó miradas a quemarropa. Mi cuerpo, contagiado por la energía de la salsa y la de la invisible de zapatos de charol finalmente pudo responderle. Entonces, lejanas de tontos y miedos, lejanas de tanto tonto y de tantos miedos fuimos uno, fuimos una. Abandoné a mi compañera de baile, envalentoné mis actos y derroché la energía esa que se derrocha sólo en los instantes en que se tiene más miedo, en esos instantes en los que o es el cielo o el abismo, lo blanco o lo negro, sólo aquellos instantes que desembocan en los más intensos momentos. No recuerdo si fui yo o ella, lo que sí me acuerdo es que hablamos lo suficiente como para escarbar los minutos previos a nuestro encuentro. De cerca, era inesquivable. Imposible desviar mis pupilas hacia otra imagen, la de su cabello caoba y sus pupilas tiznadas de negro, la de su porte inconfundible y sus pantorrillas perfectas de esas de las que yo carezco y que sólo pertenecen a los travestis.

Poco después supe sus gustos y su procedencia y ella lo supo también. Se llamaba Ernesto, Ernestina y yo Ana. Era un ilegal. Yo no. Nadie nos preguntó nada en el civil. Una mujer, un hombre. Una pareja como tantas. Era imposible pensar que era de teatro ese amor que nos reventaba por los ojos. Han pasado algunos años y mi madre lo adora, la adora. Son ellos y ellas quienes nos rechazan. Hemos sido sistemáticamente echados del edén que propició nuestro encuentro y bienvenidos en el infierno desde donde salimos. Ayer, cuando llevábamos a nuestra hija a la peluquería (se llama Ernestiana) el peluquero, ex pareja de Ernesto, no nos quiso atender. A él le dio mucha pena. A mí no me dio pena, me dio rabia, la verdad. Pero luego pasó. Una hija y la más bella de las mujeres: una con pantorrillas extensas y cutis canela... el mejor antídoto para maldecir sin culpa. Nuestra pequeña sonríe mucho, pero es tenaz. Carga con ella mi carácter de amazona y mis largas piernas. Los ojos, cejas y la tez pertenecen a Ernesto. Naturalmente tiene también el color de la greda, gracias a ella o gracias a él y gracias a mí.


       

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