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Para no cambiar príncipes por leñadores

Carlos Briones

Estábamos en el Botadero de los Cerrillos, al otro lado del callejón Lo Errázuriz, cuando vimos pasar unos autos, con jóvenes y señoritas, que se estacionaron detrás de la fábrica.

Ese día no teníamos ganas de trabajar. Los camiones habían descargado como siempre después del mediodía. En verano uno nunca tiene ganas de trabajar, en enero sobre todo. Se piensa en las vacaciones o en la gente que se ha ido a la playa. Uno piensa en el mar, en el campo, en la montaña, pero no se piensa en trabajar. Y cuando uno piensa no dan ganas de trabajar.

Estábamos casi todos: el Alejo, el Moco, el Coño, el Tarzán, el Terrible, el Carchón, el Resorte y el Pelé. Para trabajar era un buen día, era lunes, pero hacía mucho calor. Estábamos sólo mirando la basura recién traída. Esa basura impersonal, recién traída y en desorden, sin un olor definido.

El Terrible había hecho un intento de ponerse a trabajar, pero como nadie lo había seguido, se había sentado nuevamente. Estábamos sentados nada más, sin hacer nada, sin hablar.

Lo que juntábamos se lo vendíamos todo al Pirata: vidrios, huesos, trapos viejos, papel, fierros y metales en general. Para negociar con el Pirata había que ser muy audaz, y aun así, siempre se podía caer en la trampa de su gran simpatía: y ahí, uno estaba perdido. El Pirata, don Vangurt, era implacable. Nadie sabía de dónde venía ni dónde vivía, tampoco nadie se interesaba mucho por saberlo, pero era el único que se atrevía a entrar en los suburbios de la infamia; es decir: Villa Progreso, Villa Independencia y Villa Libertad.

Cuando en el colegio nos preguntaban de dónde veníamos, nosotros contestábamos "de las Villas", pero la gente sabía que veníamos de los suburbios. Hasta la Higuera del Diablo había un cercado de alambres de púa, era el límite de un campo de entrenamiento de la Fuerza Aérea de Chile, después seguía la parte trasera de la fábrica de paneles de betón San José, que estaba demarcada por los mismos paneles y llegaba hasta el Canal de los Muertos. De largo tenía, más o menos, unos dos kilómetros. Los paneles eran de un color gris muy pálido y estaban inmaculados, sin una raya, pero llenos de polvo.

Cuando llegaron los jóvenes y las señoritas, primero nos acercamos a mirar, sin cruzar el camino. ¿A qué venían?... Nos miraron, sin temor, y nos sonrieron, mientras sacaban de los autos tarros con pintura, brochas y escobas. Algunos se pusieron delantales blancos, así como los peluqueros.

¿Qué eran? ¿Qué venían a hacer..? No se notaba que tuviesen miedo. No nos miraban con desconfianza. El Moco, que era el hermano inmediatamente mayor del Coño, dijo en voz baja:

—Son artistas locos.

Nadie dijo nada porque la observación parecía bastante seria. Casi todos llevaban barbas y el pelo muy largo, así como los artistas, y unos lentes chiquitos, así como los que estudian mucho. Después el Carchón dijo con naturalidad:

—Son políticos —y luego agregó con sabiduría—, de esos que hacen revoluciones.

El Carchón sabía de esas cosas; a su padre lo habían matado en una huelga de obreros textiles.

—Las minas están buenas —dijo el Alejo.

Los pintores hicieron unos bosquejos y empezaron a darle color a una inmensa bandera chilena, una de las señoritas terminó la parte azul, se dio vuelta hacia nosotros y nos preguntó:

—¿Qué tal? ¿Les gusta?

—Está tan bonita que parece que fuera de verdad —dijo el Resorte, lleno de entusiasmo y totalmente despreocupado.

En eso, un barbudo pelirrojo, que después bautizamos como Jesuscristo, sacó un paquete de Liberty y encendió uno.

El Alejo me dijo entonces:

—¿A... que se te hace pedirle uno, Bandido? —pero no le hice caso.

—¡Voy cinco kilos de hueso! —dijo el Carchón—. ¿Quién dijo yo? ¿Quién...?

—¡Voy en contra! —saltó el Tarzán—, pero con medio de cobre.

—¡Hecho! —dijo el Coño—. ¡Va el medio de cobre!

—El Tarzán quiere achicarte, Bandido —me susurró el Pelé.

Yo lo sabía; nadie apuesta medio kilo de cobre por una tontería. Me demoré un poco, pensé lo que iba decir y crucé el callejón Lo Errázuriz. Lo hice con soltura, pero cuando estuve al lado del pelirrojo, se me olvidó todo. Me impresionaron sus manos, sus ojos azules, sus zapatos de gamuza, su estatura, su voz tranquila y amable. Era la primera vez que yo veía a un tipo que no era de las Villas, que estaba en el corazón de las Villas y que no tenía miedo de estar en las Villas.

Con un gesto le pedí lo que quería. Me dijo que bueno, pero que no le diera a los muy chicos. Llamé al Terrible y al Carchón. Después le hice una seña al Coño, que era un poco más chico, pero el más fumador de todos nosotros. Luego el Carchón le hizo una seña al Pelé que cruzó haciéndose el desentendido, iba tan concentrado en su actuación que ya a este lado del callejón, tropezó con un tarro de pintura, y lo dio vuelta, pero haciendo gala de su gran personalidad, pidió disculpas.

—¡Perdone, señorita..! Pero es que venía mirando el cuadro que está quedando tan bonito que no me di cuenta.

La señorita le dijo que no tenía importancia; y después le preguntó el nombre. Con eso bastó: al Pelé le funcionó la artillería media hora sin parar. Le contó su vida con lujo de detalles; pero no las veces que lo habían llevado preso. Se quedó sin fumar, por supuesto. La señorita lo mandó a buscar agua para preparar más pintura. El Pelé fue corriendo. Loco de felicidad, ebrio de ternura, trastornado. Así, sin cambiar, el Pelé fue feliz por mucho tiempo. Esa señorita, que se llamaba Maite, pasó a ser, y en propiedad: la mina del Pelé.

Al poco rato, y casi en contra de su voluntad, cruzó el Moco.

—¡Está mal la paloma! —les había gritado a los pintores.

—¿Por qué? —le preguntó el Gordo que hacía los bosquejos.

—¡Porque las palomas volando llevan las patas escondidas!

Válida la observación, el Gordo le borró las patas a la paloma. Fue a uno de los autos y trajo un paquete de chocolates; le ofreció varias veces. El Moco le dio las gracias, pero no cruzó. A la cuarta o quinta invitación ya no aguantó más: cruzó. Algo extraño debe haber ocurrido, algo determinó que la Brigada contara con un pintor más.

Finalmente cuando ya íbamos en el tercer cigarrillo, cruzó el resto: unos acarreaban agua, otros revolvían la pintura o desempolvaban la pared. La Brigada creció, y también las manchas en la pared. La Brigada le hacía propaganda a Salvador Allende. Se pintaron más de quinientos metros de banderas, palomas, puños, caras, perfiles y frases como El cobre es nuestro... o Hay que seguir con la Reforma Agraria.

Se hizo tarde y los pintores se cansaron. Nosotros queríamos que siguieran, pero se sentaron y nos pusimos a conversar. Sabían preguntar muy bien, pero cuando nosotros preguntábamos, a veces, no entendíamos sus respuestas, sus explicaciones eran demasiado largas y al final se producían silencios un poco embarazosos. En uno de esos silencios el Coño les dijo:

—El Bandido sabe decir poesías.

—¿Sabes recitar? —me preguntó la señorita Rosario.

—Recitar, como los artistas, no —dije—. No, no puedo.

—¿Y entonces cómo lo haces? —me preguntó un rucio, medio pelado, que para nosotros quedó como el Alemán.

—Así como cuando se va por un camino solo y se habla solo —contesté.

—¿Te sabes muchas poesías? —me consultó un joven que parecía doctor, pero que estaba estudiando para ingeniero.

—Re'hartas —dijo el Terrible—, y las arregla, les cambia los nombres, y a veces donde hay un príncipe pone un leñador.

Nos reímos todos, pero a mí me dio un poco de vergüenza, y cuando me preguntaron por qué lo hacía, contesté:

—Porque la poesía, es poesía por sobre todas las cosas.

Un breve instante fui el centro de toda la conversación, pero cuando me preguntaron qué quería ser cuando grande, contesté: Nada. Entonces no me preguntaron nada más. Luego salieron los carpinteros, los choferes, los presidentes de la República, los pilotos, los jugadores profesionales de fútbol, hasta que llegaron a Carchón que dijo que quería ser millonario. Se quedaron callados y se miraron entre ellos. Luego una señorita le preguntó: ¿Y por qué?

—Porque no quiero pasar nunca más hambre y nunca más frío.

Se volvieron a quedar callados, esta vez por un rato más largo, hasta que Carchón preguntó: —¿O no?

Luego nos explicaron una serie de cosas que deben de haber sido muy interesantes, pero lo cierto es que no entendimos casi nada. Finalmente se fueron. Les dimos la mano, así como se les da a los amigos. Las señoritas, al partir, tenían esas miradas dulces y los jóvenes esa tristeza tan parecida a la ternura.

Así terminó para nosotros esa tarde maravillosa. Fue una tarde cualquiera, pero es una tarde que yo recuerdo. Ninguno de nosotros llegó a ser presidente de la República. El Carchón no fue millonario, pero llegó a ser un gran dirigente minero, fusilado el día 21 de septiembre de 1973 en Chuquicamata. El Moco y el Alejo murieron en Santiago. El Resorte apareció en un cementerio clandestino. El Coño y el Pelé están desaparecidos. El resto no sé dónde está. Con excepción del Tarzán que fue atropellado el año pasado en Roma, y yo que sigo aprendiendo poemas de memoria para no cambiar príncipes por leñadores.

    París, 1991


       

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