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Crónicas desde Lima
La noticia parecía que iba a pasar inadvertida por la prensa local, una breve nota en las páginas económicas del diario anunciaban que las autoridades belgas habían prohibido la venta de Coca-Cola y los demás productos gaseosos de esa compañía transnacional debido al centenar de casos de intoxicación reportados al Ministerio de Salud. Sin embargo, día tras día, se ampliaron las columnas dedicadas al tema y hoy tenemos al gigante de las aguas gaseosas enfrentado a un escándalo mayúsculo que pone en peligro un prestigio ganado a través del centenar de años que tiene en el mercado. La ola de náuseas, dolores de cabeza y estómago, llegó a Francia y las autoridades sanitarias de Bélgica, Francia, Luxemburgo, Holanda, Alemania y España se han pronunciado de inmediato inmovilizando y retirando del mercado cientos de miles de latas de gaseosas y poniendo en alerta al público consumidor. Según ha declarado el responsable de "The Coca-Cola Co.", los problemas han sido dos, distintos y focalizados. Al parecer el asunto se limita a un par de plantas de embotellamiento en el viejo continente. El primero, en Amberes (Bélgica), se debe según explicaron, a la utilización de un bióxido de carbono defectuoso (sustancia que produce las burbujas), lo que causó "un cambio de sabor" que pudo originar las náuseas. Y el segundo, en Dunquerque (Francia), debido a la contaminación de la bebida con un preservador de madera utilizado en las cajas donde se transportan las latas, al parecer el protector plástico de los envases no cubrió las bases de los mismos y cuando fueron apilados, transmitieron el residuo químico a la tapa de la cual se bebe directamente. Las autoridades europeas no están satisfechas con las explicaciones de la Coca-Cola y se encuentran sumamente contrariadas por la demora de la empresa en proveer la información que permitiera identificar las latas contaminadas y su procedencia. Para aumentar la incertidumbre, la empresa sueca Aga Gas, que provee del bióxido de carbono a la fábrica belga de Amberes, declaró que ha analizado sus últimas entregas y que todas se encontraban "en perfecto estado". La sorprendente respuesta de la Coca-Cola fue que la compañía no estaba acusando a los abastecedores de haberles suministrado un gas defectuoso, ¿entonces? Aún no se tiene una respuesta satisfactoria de la compañía y el deterioro de la imagen de la Coca-Cola puede convertirse en una bola de nieve. Europa representa el 21% de sus ventas y, según las estimaciones del diario El País, de España, el retiro de las latas representa una pérdida del 1% de sus ventas a nivel mundial, las que en 1998 llegaron a 18.800 millones de dólares. Seguramente el "Gigante de Atlanta" sobrevivirá a esta crisis, los miles de millones de dólares que respaldan a la institución y su consumo en casi todos los puntos del planeta, hacen difícil que este problema europeo pueda mermar significativamente sus ganancias en los otros continentes. Ya "Coca Cola Servicios del Perú" emitió un comunicado explicando que lo ocurrido en Bélgica no afecta para nada el mercado peruano y, a pesar de los problemas, subieron las acciones de la compañía en la Bolsa de Nueva York. Sin embargo, preocupa ver la displicencia y lentitud con que los ejecutivos han actuado, como amparados en la impunidad que otorga el poder. Felizmente en Europa (y a pesar del vergonzoso sometimiento de la Otan a los mandatos de la Casa Blanca) aún existen autoridades independientes que no se dejan intimidar. Si en Francia existe un Ministerio del Consumidor que ante la demora de los ejecutivos de la Coca-Cola para identificar los lotes de latas contaminados dispone que las mismas se retiren de todas las tiendas, en América Latina, en cambio, estamos muy lejos de alcanzar los niveles de soberanía que nos permitan levantar la voz de protesta. Me pregunto qué pasaría si unos niños de Ayacucho o Chumbivilcas empiezan a sentirse mal, con náuseas y mareos, después de consumir una lata de Coca-Cola. ¿Alguna autoridad levantará su voz de protesta e iniciará una campaña de prevención contra el mal? ¿El Ministerio de Salud tomaría cartas en el asunto? ¿Se retirarían del mercado todos los envases del producto? O simplemente dirían que seguramente ellos tenían la culpa por no almacenar bien las cajas. Aún si los intoxicados fueron los niños de la aristocracia nacional, ¿alguien se atrevería a enfrentarse a una transnacional que logra en un año ventas correspondientes a más de la mitad de nuestra deuda externa? Si para iniciar una queja ante la autoridad pertinente hay que sortear un sinnúmero de trámites, aranceles y papeleos; si los países subdesarrollados han sido históricamente el terreno donde las grandes transnacionales han vendido productos que sus autoridades sanitarias prohibían; si en nuestros desiertos se entierra su basura radioactiva; si nuestras mujeres son esterilizadas como animales para satisfacer sus planes económicos y nuestra selva envenenada con poderosos químicos para que sus hijos no tengan más provisiones de cocaína; ¿qué podemos esperar? Probablemente nada, sin embargo podemos aprender del ejemplo de los europeos y podemos recordar lo que dijo el Che Guevara cuando visitó Machupicchu (cuando ni él ni la ciudadela se habían convertido en productos de mercado): "I am lucky to find a place without a Coca-Cola propaganda".
El otro día, revisando unos viejos papeles, hallé los programas de las llamadas "Jornadas Literarias" del Cicla (Consejo de Integración Cultural Latinoamericana), un organismo creado en uno de los pocos aciertos del inolvidable desgobierno aprista. Sólo cuando me puse a revisar los desplegables me fui encontrando con las firmas de los poetas y narradores que eran anunciados en los mismos papeles como panelistas del día. Así recordé que una vez terminadas las exposiciones los intelectuales que salían rumbo a un reparador descanso se encontraban con una nube de muchachos que solicitaban entusiastas "una firmita" de los ponentes. Claro, como en todo hay odiosas categorías, los más simpáticos (que no siempre los más inteligentes) eran los que convocaban más público. Yo, ni corto ni perezoso y adolescente en fin, me dejé arrastrar por esta marea autografística y logré arrancar algunas firmas. Debo confesar que a mis dieciséis años ignoraba la importancia de muchos de los sacrificados escritores a los que acudía el gentío con el lápiz en ristre. Cuando, salvando distancias, he tenido que enfrentar después de alguna lectura la amenaza de una docena de chiquillos empuñando papeles en blanco, me he compadecido de los parcos y tímidos intelectuales que son avasallados, como galanes de telenovela, por las hordas de "hinteligentes" desesperantes que ansían las cuatro líneas de su firma en una hoja. Nada más impersonal que un autógrafo. Nada más inútil que la dedicatoria de quien no nos conoce. Pero qué difícil explicarlo. Qué complicado se hace pretender razonar con quienes creen que un libro cobra más valor literario porque el que lo escribe se dignó a estampar su rúbrica en la primera hoja. Nunca entenderé las inmensas colas que se forman en las ferias o en las librerías para que tal o cual consagrado escritor ponga dos palabras y dibuje un garabato en el ejemplar que acabamos de adquirir en el mostrador de enfrente. Es hermoso que uno le dediquen las líneas de una poesía o el esfuerzo agotador de las quinientas páginas de una novela, y claro, como los poetas y los narradores son querendones, no les alcanzaría la existencia para crear tantas obras como amigos poseen. Por eso también emociona recibir ejemplares que en tres o cuatro líneas, a tinta y a mano, destacan una amistad, recuerda un sentimiento o resumen, con generoso afecto, antiguos lazos. Pero que te firmen porque te firmen, no lo entiendo. Podrán acusarme de envidioso, pero no creo que el bendito autógrafo pase de artificio comercial que agota al sabio y llena de vanidad al pedante. Si esto ocurre en el mundo tan venido a menos y tan ignorado como el de la literatura, vaya usted a saber cómo funciona en los reinos del espectáculo. No hay mejor manera para medir el grado de estupidez de la gente que estudiar sus niveles de fanatismo. Los "fans", ese montón de bárbaros que aúllan, gritan, jadean y suspiran al paso de sus ídolos, son la personificación del enajenamiento y la verificación de la importancia del circo en la vida ciudadana, tal como lo comprendieron los romanos. ¿Quién no ha sentido que tal o cual personaje encarna los valores que profesa? ¿Quién no aprecia y agradece la existencia de los grandes hombres? Pero llevar la admiración a la devoción y la devoción a la intransigencia es la muestra de una chatura intelectual patente y galopante. Cierto, si no me emociono ante La Piedad, las Pirámides o las Líneas de Nazca, si no vibro al ritmo de la Quinta Sinfonía o me enternezco escuchando a mi madre arrullando a su nieta con la misma simple y eterna canción de cuna, es que tengo el alma muerta o petrificada. Pero si me trago delirante el pasto por donde caminó Elvis o insulto a alguien porque lleva puesta la camiseta del equipo contrario, entonces estoy a un paso del sanatorio y a dos de la Inquisición y la Gestapo. Pero no nos pongamos ceremoniosos, el otro día un actor de reparto de una telenovela nacional se encontraba alimentando su vanidad rodeado de veinte chiquillas que le pedían "una firmita". Dos ellas, con rostros satisfechos y radiantes, pasaron a mi lado. "¿Y..., te firmó?", preguntó una. "Sí, sí...", respondió la otra emocionada. "A mí también", dijo la primera, "pero... ¿cómo se llama?". "No sé", contestó, mientras se alejaban tratando de descifrar en el garabato el nombre de su estrella...
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