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Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 79
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Priápicas

Jairo Restrepo Galeano

En mi templo el guardián. Pintado de rojo anaranjado, descomunal y loco en su estado efervescente. Tibio, inofensivo y blando cuando reclina la cabeza sobre las piedras. Quien lo ve no lo mira con los ojos que lo observan. Todo ignición en el jardín, en la médula de la mujer que me mira el rostro después de haber batallado en los huertos manchados de onoto. La sangre coral o guayacán donde pájaros escancian jugos de ramos de nomeolvides.

Tanto se nos da sin agotar la fuente. Ofrezco mi deseo a Mirna y Mirna sabe conducirlo por el surco que lleva a sus abrigos de seda y sal. Caliente el aire corre desde nuestros muslos, choca contra paredes hasta encontrar la ventana abierta para volar, pájaro de muchas alas, sobre la calle, y en ésta diluirse sin que llegue a la anciana que mira desde otra ventana lo que hacemos, atrincherada detrás de cortinas y distancias que, sin embargo, no la ocultan a mis ojos. Es mujer, es madre, ha sido hija, tiene una hija. Mientras nos observa piensa en ellas y tiembla. La rabia, el pudor, el deseo la acosan para estremecerla. Olas de calor la trepan y la agobian. Mirna no sabe que yo sé que la anciana nos mira el ritual. La anciana sabe lo que sé de Mirna, de aquí su desconcierto, el estremecimiento de sus manos que separan las lengüetas de la cortina. Niega lo que su corazón apenas pudo hacer de otro modo, no igual a lo que nuestros corazones recogen de la piel. Nos niega lo que somos en la transparencia de esta llama que calienta el sofá, el tapete, los muebles que moldean nuestras variantes en el juego.

En nuestra sala arrebato de águila hambrienta. En el cuarto, detrás de la ventana, detrás de la cortina, premura de rezos, mariposas negras en la sangre, la locuaz voz del escándalo que aún no sale a la calle. Se acomodan mis piernas en el temblor que se ha concentrado en el agua de los muslos de Mirna que me entrepiernan. Las olas detienen el odio de luna negra, la rapacidad del fango que succiona o muerde cada palabra envenenada en la lengua de la anciana. Las olas no dejan caer la ventana sobre mi ventana con el cuerpo negro que mira mi ventana, la luz de nuestros cuerpos en la ventana, las llamas de nuestros cuerpos que adornan nuestra ventana.

Anciana que mira sin la luz de su esposo que la ha abandonado, en ésta sólo el recuerdo de que virgen fue, temió y se entregó, luego lloró, después se arrepintió. Por su inexperiencia lo que hubo fue desgarramiento, en consecuencia no hay otro lugar que ella quiera conceder. Frente al esposo descontrolada e inexperta condujo al mismo por murallas de negaciones. La misma postura, sin luz el cuarto, sólo sombras sus cuerpos. Movimientos monótonos en posición repetida. Fueron inútiles las palabras porque lo que había que decir no se dijo, porque el hombre no pudo tomar lo que ni siquiera la anciana hubiera podido ofrecerse a sí misma. Aunque el hombre haya llegado a la pasta dura de su nido y el aroma de su piel se hubiere deslizado por su vientre y sus hombros como moscas, fue más bien acontecer que el aire no quería contener. Si el hombre hubiera podido cogerla, cogida toda, sin dejar nada afuera, pero no, una cuerda de guitarra, hundida hasta la séptima costilla, se reventó y no fue posible el tono ni la vibración para que el hombre creyera en ella. Costal de rábanos y yucas amasadas para tornear cruces, colgar escapularios, embadurnar cirios, en los cuales navegar la pureza insípida, inolora e insabora del más allá. Sustancia de silencio peligroso, de abismo sin hombre al cual aferrarse para no descender a su propio infierno.

Lejos de nuestra ventana mira y sus labios denuestan. Para ella es vergonzoso mirarnos impúdicos. Pero a la anciana le parece que irse de allí no tiene sentido y se nos viene con sus ojos para mirar mi desnudez enhiesta. No oculto mi espada a la que debo mi valía. No disimulo mi lanza en los pliegues de esta luz que nos acosa de calores, de chispas de hierro incandescente. ¿Siente, acaso, vergüenza la fruta, al llevar dentro de su cáscara la nuez que será otro árbol? ¿Habrá, acaso, que esconder la vaina con la espada dentro? ¿Tapa el obelisco su estilizada altivez? ¿Quién ha visto la Torre de Pisa cubrir con ropas su inclinación hacia el tierno rumor de la tierra? ¿Oculta la antorcha su llama cuando una mano la enciende? ¿Qué delito hay en tenerlo al descubierto en esta luz que la luz de la anciana no alcanza? No soy hombre inerme. Mirna, tierra caliente, socavada y arada por mi surtidor de sangre.

Mirna ríe. ¿De qué ríe? Me mira y ríe. Sin duda en su garganta la risa de Lot, pues le parece salada mi columna rígida entre sus ingles. No la castigo, no le produzco heridas. Le daré otro sentido a su risa cuando la vara la atraviese quitando sus arrugas. Desde la ventana la anciana parece haberse retirado; próxima a la tumba, renquea paso a paso hasta que se decide a poner su cara en el hueco que abre en la cortina. Alza al cielo sus arrugados brazos para que el deseo oculto en ellos se aleje más allá del ámbito, sin mostrarlo, sin darlo a oler, sin dejarlo ser penetrado, pidiendo, tal vez, al cielo que no le quite la luz para mirarnos, rogando, tal vez, no nos lleven lejos. O, acaso, oculto en la ropa, como le ocurre siempre, pide la indecencia que le produce estornudos y humedece su abertura. Qué sabe su pelo cano y la laboriosidad de sus ropas de la mujer que en mis brazos gime cada vez que le creo en su vientre deltas por donde ella irá al mar sin que la anciana pueda detenerla. Partida en tantas corrientes de sudor Mirna lleva nuestro pleito a solas sin sospechar de quién nos mira. Yo de rodillas, desnudo frente al altar de su vientre, ciegos sus ojos a la fogosidad de la piel en la piel.

Tiene que ver conmigo, anciana de manto negro, medias negras, calzones negros, todo negro para detener la luz, porque ha impedido a la mujer que lleva dentro bañarse en otras aguas que no sean las benditas. Ha impedido que Mirna se me acerque, ésta que ha venido desde sus cadenas que no son más cadenas cuando Mirna busca mi micrófono que interrumpe silencios entre abras.

Déjela que venga, señora de la ventana, pues siempre ha venido para hacer más anchas sus caderas, más voluminosos sus muslos, más nácar y caverna sus profundidades, más turgentes sus senos, más rosados sus pómulos, más febriles sus ojos; más llena de deseos, de calores, de escozores; más necesitada de agua tibia, de besos y de manos. Déjela que es hermosa y vibrantes son sus nalgas al aire, permítale agitar su vientre de aquí a la Patagonia. Tan anchuroso el meneo de sus caderas que conmueve hasta la locura mi árbol estremecido de osadía, déjela señora. Mira mi centella cómo se rocía de jugo de zábila; cómo más perfumado, más suave, más húmedo entra y sale y entra queriéndose quedar siempre pero no siempre porque hay que salir para arremeter otras tantas entradas.

Poderosa mi espada derriba bosques y desacomoda capullos. Rayo para combatir estrechuras. Invicta flecha en el blanco-rojo de sus gemidos de mar sobre acantilados. Erecto, terrorífico, y sus ojos, anciana, no saben más que mirar mis desnudas manos sobre los desnudos senos de Mirna. Poderosa desnudez en la tarde que trae pájaros y los descarga en la calle, junto a las ventanas, como lluvia de hojas maduras y sabrosas al paladar.

Como abundo en Mirna, no estoy echado a perder. Mirna ha venido y no ha necesitado asomarse a la ventana para ver cómo se yergue, luce, brilla y palpita lo que ahora tiene en sus manos. Ella, con su concha sacra, más natural y pura luego de haber sido lavada en agua serenada, en agua que ha servido de espejo a la lechuza, se demora en la calle, demora el tránsito de un andén a otro. Y yo intacto y usado para volver de nuevo a la abundancia de mi afán en Mirna.

La he esperado, sí, se ha hecho esperar y esto está bien; espera la violeta en un campo sembrado de maíz el agua que demora su caída; espera la rosa, en la frescura de un sembrado de plátano, la mano que la corte. Esperan sus ojos que mi erección golpee vigoroso mi ombligo. La espera no me echa a perder la custodia de este animal que toma vida propia con la esperanza de saltar la ventana para caer con desparpajo sobre la anciana y sacarla a bailar; agonizando sus ojos en cada vuelta, en cada retumbo de tambor; danzando ella alrededor de mi cetro que ha sabido estar en la boca de Mirna, cuando esta boca ya no se llena de palabras, pero que conoce agradables y aliñados alimentos, que conoce el reverdecer de células al momento que mi puño levanta la falda, y descubierta toda bajo a besar su hendidura, entraña de dragón, jeta en la llama y la misma empuñadura un dolor de dureza y palpitación.

Quiere mi volcán explotar en lava, caer en su vestido sembrado de rincones oscuros, señora. Mi cuerpo se sacudirá agotado, macilento, antes rubicundo y vigoroso, sin embargo no vencido, pues carga la siguiente descarga, que atravesará los ladridos de sus oraciones y caerá entre las confesiones de sus hombres inexistentes, porque, si los hubo, no fueron capaces de detenerse entre sus muslos. Tanta negación arrastró la piel a otros parajes, a otras costillas laceradas, a otras hiervas cocinadas en insomnios que no tuvieron hombres suplicantes desde las tetas hasta sus muslos, imágenes que no propiciaron vendavales.

Mirna es experta en menear sus nalgas. Ella misma dice que la madre quiere atrapar su surtidor de fuego en vendajes de cuero para impedir sus meneos, como impidiendo que címbalos y panderetas detengan el vapor del agua que hierve en sus entrañas. Y la madre no ha podido detener tanto brote de pétalos, de nalgas, senos y caderas.

Le hablo a Mirna, ésta me habla, nos hablamos y no hay pudor en las palabras. Son frases que recogen todo lo íntimo que hay entre nosotros y lo esparce sobre la sala. En esto somos árboles que siendo lo que son no le niegan el fruto a la tierra. En esto somos como la flor, que siendo flor muestra sus valvas. Así las palabras en el aire dicen de mis huevos, de mi cetro, del coño de Mirna entre sus piernas, y que la verga siendo verga llega al coño para beber con toda la sed de los sedientos. Lo contrario, entonces, para qué aquí lo de ella y lo mío, para qué empuñadura y armadura, para qué vaina y espada.

Si la señora de la ventana no puede indicarme el camino para desplazarme a la fuente, ¿por qué no abandona su oficio de mirar? Quizás deba tomar agua de otro modo. Intento buscar un rincón, a un lado de la ventana, pero Mirna quiere la luz, quiere el viento que viene de afuera golpeando sus costados. Pienso que tiene razón, mientras la señora no me quite con sus manos frías y resbalosas este movimiento de émbolo sobre Mirna, pienso que no hay que temer. Seguiré asoleando el arma de mi vientre que abre con furor y empeño el alma que tiene ese trasero en la ventana, usado sólo para sus mezquinas evacuaciones. Carnes tan secas como las uvas pasas, más pálidas que cañahuates descortezados, más transparente que la cera que mi abuela solía preparar antes de llegar la noche y los rezos; más hormiga que el oso no puede tragar; árida piedra pómez, tan poco jugo de limón destripado por el tren, la que por sangre, según opina el médico que la atiende, sólo polvo y serrín. Cómo odio esa palidez macilenta y espectral. ¿Cómo sobaría el cuerno en la lámpara? ¿Acaso una herida en la doliente lija de la vagina y su pubis de pedruscos?

Los dioses tenían sus diosas con quienes calentar sus aves. Yo tengo a Mirna que viene de tarde en tarde a rociar el huerto con sus humedades. Luego se va y, tan entera, tan intacta, tan enhiesta queda mi pasión que no hago más que desear que ella vuelva, que no se demore en sus caminos de ida y regreso. Si demora la espera me pone más piedra de amolar; de sólo imaginarla la lava se inquieta y busca sus estallidos, entonces mis manos son manos amantes, manos que deslizan palpitaciones y rayos en la punta de la torre. Yo, hombre para ella, tanto canalete para remar su canoa. Encima de Mirna recojo sus frutos marinos. Ella abierta, los ojos cerrados, ruega lo que de ningún modo le puedo negar. Así entro y quiero entrar más, y ella deja entrar para ocuparla toda, poro a poro, para desear más adentro mi entrada. Ejercicio donde el acuerdo entre ella y yo es total, donde no se discuten desviaciones ni líneas rectas, donde lo dispar se diluye en gemidos satisfechos. Mirna pide y le doy. Yo pido y recibo. ¿Por qué, entonces, la mujer en la ventana?

Quien quiera hablar de lo que aquí digo, que se arme de parranda, de festejo, de carnaval, que tanta seriedad no es más que un pene mal caído, sin sangre caído, como cola de iguana muerta en la bragueta de una carretera que no sabe de dónde parte ni hacia dónde llega.

Así, bravamente alzado, piedras calientes mis escrotos, pica y cavador, lo que le gusta a Mirna. Golpes recios, sostenidos, hasta que la tierra se torna húmeda, hasta el arrebato del polvo en las cercanías del sol. Poseída repetidas veces, ave en árbol, deja caer hojas como quitándose máscaras, tan bella, diligente y cuidadosa en sus camuflajes. Tan riente y gozosa en sus premuras para despojarse de sus disfraces.

Desde aquí he podido ver los reflejos de la luna en los ijares de la señora. No más blanca la piel que una blanca, no más oscuridad que una morena cuando la luna cae para detener el impulso de sus glúteos, el impulso de su animal manso de carnes anchas y sin brasas, así mire mi reír, el reír de Mirna que suelta sus gallos sin importar si es madrugada o tarde después de las tres. Para que a la señora se le humedezca la mirada necesita mil parejas de caballos montando yeguas, para que ella pueda dejar que yo machaque el valle y la hondonada de su ingle y alimente de hormigas el coral de sus palpitaciones, ella tiene que venirse en fuego sobre el vapor de mi cuerpo. Tal vez le duela no ser invitada a la cena. Dirá que no vendrá, si le digo. Es posible que ella en su mortecina sinceridad lo espere, sólo que no es capaz, porque los tormentos del infierno son mucho más altos que el gusto de su cuerpo, mucho más anchas las aguas del purgatorio que las hormigas en su vagina, mucho más nada que la misma nada de los abismos de sus temores. Ella no se atreve soltarme amantes que se fatiguen jugueteando en torno a mi columna, mientras yo paso la tarde mirando su poroso y fatigado cuerpo. No, sólo Mirna empapa lo que me acredita hombre. Mirna, la que sabe lo que hay en mi columna, rocío y escarcha que ella escancia con lascivos labios. No muy casta porque entonces corro el riesgo de agotarme en la esterilidad del tiempo de espera, de los movimientos inútiles, para saber, finalmente, que la llave abre la puerta.

Ella viene, ha venido desde cuando sus ojos fueron en mis ojos y se volvieron nuestros ojos para indagar lo que hay dentro de nosotros, para auscultar partes de nuestros rincones, para alumbrar con nuestras lámparas recorridos sobre andenes, calzadas y corredores que hacen parte de nuestras intimidades cuando la soledad agobia y no hay más que quedarse con uno mismo en interminables monólogos que agobian con sus trampas, hasta que, poco a poco, las palabras se deslizan de nuestras bocas y nombran la que viene, Mirna, del otro lado de la calle, del otro edificio que en las tardes suele dar sombra a mi edificio, entonces todo en uno empieza a ser usado, a tener tonos y acordes que encauzan la esperanza. No importa que en principio Mirna se hubiera mostrado despreciativa y burlesca, y dijera que no, siempre las excusas para diferir lo que al final terminó siendo un decorado de entregas varias veces a la semana, un desacomodamiento de ropas y vellos tronchados en rojos horizontes de émbolos y lluvias de sudores, de ejercicios de las manos para conducir reyes y reinas a los tronos, a los huertos que circundan los tronos. Finalmente agujereada hasta su propio ombligo. Entonces ya no la preferencia de anones y zapotes en otros vecindarios, en otras tardes de moteles y cines. Entonces ya no sólo ciruelas y guanábanas tomadas por otros, descascaradas por otros, desatados los vientres en tormentas de jugos en la cresta almendrada que demanda a gritos la vibración de las lenguas, el temblor de las yemas de los dedos, la suavidad de los labios que aprietan y succionan como buscando acomodar la almendra en el centro de los centros enhiestos, abotargados y rojos, líquidos frutales para peces cebados, para cebollas devoradas por orugas afrodisíacas, fragancia de saludable menta.

Nada intacto y así debe ser, porque, entonces, ¿para qué las calles si los frutos no pueden madurar para ser tomados por las manos del singular cuerno que en verdad posee la abundancia del oro, de la plata, de los cristales de las tardes, de los espejos donde se miran las mañanas hasta la altura del medio día?

Mirna ahora no aparta sus manos del obelisco y yo no alejo mis dedos de su huerto. Los dos dispuestos a entrar, dejar entrar el portero libidinoso que la mujer de la ventana parece no soportar. Señora atragantada de este ritmo de alternancias, meter-sacar, sin saber que en esto está la vida, en esto el fuego, la tierra, el agua y el aire que ella toma y retoma cada día. Mirna y yo más abiertos que las mismas puertas que la anciana no se atreve a traspasar. Debe haber en ésta tormentas que le impiden alejarse de la ventana. No se atreve a otros paisajes por no perder el ritmo acelerado de su corazón que le dice que aún está viva para beber con la mirada la ceremonia de nuestros goces. Tal vez contenta con sus pocas uvas, acaso fermentadas pero sin vaso para libarlas. Si se atreviera a negarse vendría a degustar lo que aquí ofrecemos. Pero ella teme perder sus armas, sus trincheras, sus secos parajes, sus ásperas llanadas, teme perder su patria, sus terruños neblinosos. Allí, detrás de la cortina vieja corneja, carroña, cadáver ambulante que inventa códigos para obligarme a huir de Mirna; la mano alzada amenazándome en la calle, hecha un asco por el paso del tiempo, nombrándome corruptor, anticristo, demonio de cuernos carbonientos, pidiendo a gritos me despojen de las piedras en la base del obelisco, con tal que no sea doncella ni mancebo, pero ella no sabe que, eunuco, igual me mantengo erguido aunque no me satisfaga a mí mismo; pero ella no logrará de mí que sea culo arrinconado. Igual, sin piedras, puedo atravesarla, puedo hurgarla y colmarla de sueños húmedos. No me rendirá su maledicencia, no quemará mis retoños, no me causará daño con sus lluvias de granizo, no secará mis carnes con su aliento de desierto. Mi residencia aquí aunque ella no quiera.

Si Mirna y yo nos vamos a otra parte la señora no lo soportará. Ella sabe que a la muchacha no le niego el agua de una tarde bien aprovechada.

Ya es suficiente que la lluvia me empape, que el sol me ponga a sudar, que mi cabeza y mi barba sostengan la escarcha de su mirada. Ya es bastante pasar gran parte del día en la espera de Mirna, vigilando sus pasos en la calle, sonriendo feliz cómo se va despojando de máscaras para entrar a mi edificio, tomar el ascensor, golpear la puerta y caer en mis brazos para sentir mi daga que se dispone a poner en práctica los consejos de los amantes más brillantes de la historia. Ya es suficiente, señora, pues no logra destrozar con su hocico los lirios que le tiendo a la muchacha para que no se pierda en el camino.

La anciana no sabe lo que es tener para perder, por esto ojos, y más que ojos, danza alrededor de mi espolón. Adrede dejo la ventana abierta, las cortinas de par en par y Mirna carrera de un costado a otro de la sala, relincho de potranca que orina y pee buscando el leño abrazado que le caliente entrepiernas, madera entre las yescas de sus labios, sonrisa vertical barbada, vergel de abundantes ostras. Nada podrá hacer, señora, para espantar el ave al cazador.

Que vengan todas las fuerzas negativas, todos los escándalos, todas las aguas pútridas de sus labios escandalizados, que no dejaré de hacerlo con Mirna, pues lo que aquí construimos son ventanas que nos dejan mirar, que dejan que nos miren, hasta que la señora no pueda más y se aleje pensando que llegará el momento en que Mirna estará a su alcance para decirle: Hija, ten cuidado y no resultes embarazada. Y yo me diga: Caramba, no hay derecho haber pensado lo que Mirna en sus ojos no negó para no detener mis embates arriba de las rodillas.

Simple y vertical, sabe que la madre no puede negarle a su hija lo que ella misma no se niega a sí misma, lo que yo mismo no puedo negarle aunque haya querido encaminarla por lo que yo no creía apacible y moderado. Los ojos de Mirna no mienten cuando se detienen en la otra ventana.


       

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