Le llamaron el Monstruo de la Basílica. La Iglesia Católica lo excomulgó, ningún abogado quiso defenderlo. Porque lo acusaron de robar la Negrita, la virgen nacional de Costa Rica, y de matar al guarda. Lo llevaron a la isla de San Lucas, donde le tatuaron un número, lo tuvieron incomunicado durante años, lo trataron como a un animal. En esas condiciones aprendió a escribir y ganó un premio de cuentos que se negaban a entregarle. Treinta años después lo declararon inocente.
Su novela no emociona sólo como documento humano, es altísima literatura. Tiene una poesía intensa, un dominio sutil del lenguaje, unas imágenes que encandilan.
Se fue a México como Chavela Vargas y más tarde volvió. Ahora vive en un pueblito cerca de San José. Basándose en las condiciones del penal escribió la novela La isla de los hombres solos y la publicó clandestinamente. Años después la descubrió la revista Life y se reeditó muchas veces. Se convirtió en un éxito internacional y se vendieron millones de ejemplares. Y escribió muchas otras novelas, como Tenochtitlán, otra sobre Chavela Vargas, otra sobre Agustín Lara. Hablan de él para el Premio Nobel. Y eso coloca a Costa Rica en la literatura mundial.
Pensándolo bien, José León tiene algo en común con Chavela Vargas. Los dos pasaron por épocas terribles y resistieron. Los dos demostraron la fuerza de su vida en la voz rota o en la reciedumbre de la literatura. Los dos son ejemplos de obstinación y de supervivencia y de superación. Y los dos son extranjeros y los dos revuelven la garganta como un buen trago de tequila. Y los dos están solos y acompañados por millones de personas.
Su novela no emociona sólo como documento humano, es altísima literatura. Tiene una poesía intensa, un dominio sutil del lenguaje, unas imágenes que encandilan. Dice que las pestañas de una chica eran como cortinas detrás de las cuales se celebraba una fiesta de cumpleaños. O que un charlatán rompía en pedacitos el silencio. Tiene un tono de espontaneidad y frescura, simula una conversación con un interlocutor desconocido, pero también cualidades rítmicas, repeticiones envolventes, aposiciones restallantes.
Se parece al Dostoyevski de La casa de los muertos porque en condiciones extremas muestra lo que vale cada detalle de la vida. Nos lleva al límite para saber hasta dónde puede sobrevivir lo humano, qué puede salir del hombre en lo más profundo.
La verdad es que parece mentira que José León pudiera ser escritor en tales condiciones, igual que Dostoyevski. Pero precisamente esa es la verdadera literatura, la que hace que las palabras destilen con fuerza la vida, que las palabras se retuerzan para dar vida, no la que se hace en los gabinetes probando adjetivos o calculando tendencias. Es la misma literatura áspera que creó Roberto Arlt en Argentina. Pero también es la que creó Rilke porque le salía de las entrañas más profundas, porque se volvería loco si no escribiera, como dijo en las Cartas a un joven poeta: “Escribe cuando no puedas más, cuando sientas que te volverás loco si no escribes”. Y por eso mismo José León no tiene ningún barroquismo, no le sobran las palabras para tirarlas, cada uno tiene que recoger un destello de la vida.
Por la novela pasan tipos increíbles, actuaciones extremas, morbos inexplorados, retorcimientos de conducta, sorpresas inimaginables, contradicciones atroces. Bellezas donde menos se pensara, miasmas podridos, sentimientos que sobreviven a toda destrucción. Sirve para demostrar qué dosis de odio, de miedo, de abyección, hay en el hombre, pero también de grandeza, de persistencia y de misterio.
Y preserva una extraña inocencia a través de todos los desengaños. Eso es lo que más emociona al final, su lirismo imposible. Otros encontraron también el lirismo prodigioso en situaciones desesperadas. Primo Levi encontró momentos humanos en los campos de concentración en Si esto es un hombre, Jorge Semprún dijo que en algún instante había sido feliz en Auschwitz. Igual que Antonio Machado encontró brotes verdes en un olmo seco y requemado. Pero José León es uno de los mejores ejemplos con su novela.
La isla de los hombres solos nos sobrecoge por mostrar cómo se puede extraer belleza del sufrimiento, cómo hay riqueza en las minas más escondidas.
El libro tiene ecos de Rulfo, como él convierte la realidad hispanoamericana en algo visionario. Pero también lo podríamos comparar con Ernesto Sábato y sus hombres solos metidos en túneles. Y como Sábato expresa la resistencia, la supervivencia de lo humano frente a toda la deshumanización.
O lo podríamos comparar con Albert Camus y la angustia del extranjero ante el mundo. Y también como Camus José León es un rebelde, alguien que afirma la vida obstinadamente contra todas los aplastamientos. Y si todo parece absurdo a un Sísifo sin dioses, lo humano aparece inagotable.
A veces José León tiene el cinismo de Louis Ferdinand Céline en Viaje al fin de la noche, nada puede engañarlo. Y otras veces muestra la fatalidad de Malcolm Lowry en Bajo el volcán. Esa condena inapelable del sistema contra el protagonista vivo, esa condena sin apelación y trágica.
Pero sobre todo La isla de los hombres solos nos sobrecoge por mostrar cómo se puede extraer belleza del sufrimiento, cómo hay riqueza en las minas más escondidas. Cómo después de destruido todo siempre hay algo que no puede destruirse. En eso se parece a la alquimia, encontrar oro donde parecía que sólo había plomo. Y muestra la sabiduría de la desolación. De los momentos en los que no hay distracciones ni palabrerías, cuando las palabras tienen que estar cargadas de fuerza o desaparecer. Entonces se encuentra la verdadera fuerza de la literatura.
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