
Roma lo ha logrado: un debate sobre el cine y por una de las variantes temáticas: las mujeres negadas, esas mismas que poseen una imagen de amor denodado, de ternura sin fin, de niñas ingenuas, de entrega y capacidad de servir. De entrada, es el agua yéndose al fondo de una rejilla, luego aparece ella, Cleo, se hace perdurable su esencia en nosotros y nos salpica de una vergüenza de la que no podemos huir. Ese personaje nos alegra por su simpleza, nos cuesta trabajo asumir la postración de su figura, doblegada por un arribismo y la patanería de sus “amos”, pero luego su otra cara de dulzura y un estar ahí como presenciando un mundo en silencio, aunque abarrotada con cierto aire de libertad, va inundando el escenario con una belleza de la que ya no estamos acostumbrados a percibir.
Cuarón nos situó en la época de su infancia, y causa todo tipo de malestares saber que ese homenaje a sus cuidadoras rebota en esta época para devolver una imagen de horror: la condición de las negadas es aún peor.
Que se haya estrenado primero en Netflix y luego se solicitara en pantalla grande, nos pone frente a otra dubitación, ¿un cine con tanta factura merece ser hecho para la pantalla chica? Luego se encuentra uno con esos reclamos airados en los que se despotrica de Cuarón por no situarse en la fantasmagórica posición de clase y enaltecer las reivindicaciones de las mujeres negadas. Ocurrió lo mismo que con Kafka y su Gregorio Samsa; el partido comunista sueco lo vetó por no haber mostrado las fisuras de la clase proletaria de manera visible y con un lenguaje partidario. Si algo aprendimos con La metamorfosis es haber reconocido las honduras y mutaciones de los seres que pueden ser tan disimiles que hemos de despertar sintiéndonos animales. Caso parecido a Cleo, en donde su vida parece a la del perro amarrado en un zaguán de la casa, condenado a medio ladrar y estirar un poco su correa y a dar pequeños saltos por entre la puerta. La desventaja es que a Cleo nadie le recoge sus heces.
Cuando nos enfrentamos a ese desenvolvimiento cotidiano de Cleo, asistimos a una condena moral: nos duele, y ese dolor reflejado en la empatía, nos va devorando un poco la poca levadura que tenemos en la cotidianidad. Ya se reconoce que muchas de estas mujeres son esclavizadas, y la apariencia hacia su humanidad puede ser un gesto moral de reaccionar contra un vejamen que ocurre ahí en el interior de muchas casas. Cuarón nos situó en la época de su infancia, y causa todo tipo de malestares saber que ese homenaje a sus cuidadoras rebota en esta época para devolver una imagen de horror: la condición de las negadas es aún peor. Sin ser panfletaria, el ojo se posa en detalles, en la cotidianidad, e una inusitada frescura de melancolías.
Así, el discurso reclamador de una confrontación enérgica y que reivindique a Cleo impide que dimensione la fuerza con que ha logrado incrustarse en nosotros y, sin ser su aspiración, las negadas con la película son más visibles y las condiciones generadas abren posibilidades para discutir sus condenas a una violencia estructural.
La película no muestra nada que no sepamos de antemano. Su decoro, su fuerza narrativa, su impulso, esas calcomanías del pasado, hacen un elocuente festín para el ojo. Más la música que suena en esos transistores es tan diciente y conmovedora que nos latiga con esa banda sonora de la desidia sentimental. Roma posee la velocidad de la contemplación y se moviliza en nosotros una nostalgia como la de una casa abandonada repleta de recuerdos.
Entre otros hechos, un tema del que poco se ha hablado es que Roma es una película sobre la falta de padre, sobre su ausencia, su retiro, su incapacidad de tomar las riendas o al menos hacer presencia. La negación no es sólo de esas mujeres, sino también de la falta de esa sombra. Que puede comprenderse desde el nivel familiar, como hasta el de la patria. Su rostro se disipa entre una barba y un viaje sin regreso, hasta las aeróbicas y transfiguradas formas místicas de tener un aliento para vivir, como le sucede a ese novio efímero de Cleo. Los niños, esos chiquillos traviesos, altivos, creativos y desafiantes, padecen el trauma de no contar con ese ser que diga al menos algo, he ahí otro aturdidor silencio. Recuerdo una película, La escafandra y la mariposa (2007), donde se alude a la necesaria forma del padre.
Cuando Cleo transcurre, reconocemos como el anonimato y la poca capacidad de enaltecer la identidad.
Lo que no cuenta Roma está sugerido: el olvido que seremos, los pasajes de atrocidad del gobierno contra los rebeldes, el crecimiento desmesurado de la pobreza, el ancla de la nostalgia, el cierre de puertas para el futuro de millares como Cleo. El juego y trascendencia de la sociedad dispuesta en la célula de la familia. La imperiosa fuerza de la maravilla para cautivar los solitarios días y la estruendosa violencia. Roma entonces no es de México, ni de Cuarón, allí surgieron y se dieron con pretextos de un director, sino que nos pertenece, por sacudirnos de las butacas y trasladarnos a diversos estados.
Octavio Paz, en un pasaje de su obra cumbre, El laberinto de la soledad, plantea un diálogo sutil donde se enmarcan varias premisas filosóficas sobre esas mujeres y sobre una marca que difícil vamos a superar: la negación, la invisibilidad por la fuerza de los poderes, la marginación que se promueve como uno de los derechos humanos sin certificación. Ahí, cuando Cleo transcurre, reconocemos como el anonimato y la poca capacidad de enaltecer la identidad. En el libro, Octavio Paz nos narra: “Recuerdo que una tarde, como oyera un leve ruido en el cuarto vecino al mío, pregunté en voz alta: ‘¿Quién anda por ahí?’. Y la voz de una criada recién llegada de su pueblo contestó: ‘No es nadie, señor, soy yo’”. Esa es Cleo, esa es la voz de millares, el sonido de fantasmas. Cleo no es sólo invisible, es también invencible.
- Flóbert Zapata:
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