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Cosas que me alegran hondamente el corazón

martes 9 de marzo de 2021
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Camboy Estévez
El cantante dominicano Camboy Estévez fue el que le puso la voz a “La mulatona” más memorable, la que yo escuché una tarde de diciembre en el barrio El Santuario, en Barranquilla.

Esta es la historia de mi obsesión por una melodía del cancionero del Caribe; para más señas, de un son que al final se vuelve merengue y cuya letra exalta en la primera estrofa a una mujer de piel morena, en la segunda la complicidad de una cofradía de músicos y en la tercera su autor se lamenta de haber perdido la vida y la gloria por una mujer (aunque no se aclara si es la misma de piel morena de la primera estrofa).

La escuché por primera vez en mi infancia, en el barrio El Santuario. Era diciembre y estaba en la terraza de mi casa cuando llegaron con nitidez hasta mí el piano de la introducción, el repiquetear inmediato y juguetón de la clave que le sigue, la voz suave y diáfana del cantante prolongando la u del artículo indeterminado femenino (primera palabra de la composición), y un saxo sutil que parecía contestarle y después quedarse haciéndole coro. El hechizo fue inmediato.

Pero, de manera abrupta, todo quedó en silencio. ¿Cuál era esa canción? No pude saberlo, al menos no la primera vez, pues sucede que, por estos lados del mundo, en esa época tiene lugar un raro fenómeno acústico: sopla la brisa y trae consigo una canción; deja de soplar y la canción cesa con ella y así por un largo rato.

Alguien que estaba ese día de visita en mi casa dijo que se llamaba “La mulatona”, pero no dio mayor información acerca de la orquesta ni del intérprete.

De modo que fue así, por retazos y durante varios fines de semana seguidos, como fui conociendo esa canción. Piensen ustedes en lo que eso pude ser para mí: la época de Google y YouTube estaba aún muy lejos y yo era apenas un niño más bien casero al que sólo le quedaba la opción de apostarse en la trinchera de la terraza de su casa a esperar que la brisa trajera girones de la melodía o preguntar sin ambages a sus mayores por la canción de marras:

—Empieza despacio y después se va volviendo más rápida —recuerdo que era una de las pistas que daba.

—Menciona a un tal José Pérez y a un tal Ramón —era otra.

Y con esos detalles tan exiguos mi indagación, por supuesto, no podía obtener más que indiferencia y desdén de parte de los que la escuchaban.

Hasta que llegó el día en que escuché la canción completa: salía de los grandes bafles que el señor William Berdugo —Villa para sus vecinos— instalaba afuera de una tienda de esquina cuyo nombre parece más el de una novela de Corín Tellado: El Encanto de Rocío.

Villa solía ofrecer esa especie de conciertos públicos todos los domingos por la tarde, y como nuestra casa quedaba ubicada unas casas más adelante de la suya, casi al final de la cuadra, recibíamos el servicio a domicilio del viento que llevaba hasta nosotros un amplio repertorio de canciones. Eran básicamente piezas de la música del Caribe: guarachas, sones, plenas, bombas, calipsos, boleros, vallenatos clásicos, guaguancós y rancheras, entre otros géneros.

Alguien que estaba ese día de visita en mi casa dijo que se llamaba “La mulatona”, pero no dio mayor información acerca de la orquesta ni del intérprete. A decir verdad, no creo que tampoco nadie se lo haya preguntado, pues a los niños que estábamos cerca no les interesaban esos detalles por los que se desviven los coleccionistas.

 

Brito y Troncoso

Tuvieron que girar muchos surcos de vinilo, enredarse muchos metros de cinta de casete, tener en mis manos el círculo brillante de muchos discos compactos, guardar, abrir y cerrar muchas carpetas de archivos mp3 y, sobre todo, tuvieron que repetirse infinitas veces las notas cadenciosas del inicio de “La mulatona” para conocer la historia completa de esta canción que me ha acompañado por casi cinco décadas.

Los primeros hallazgos de mis indagaciones arrojaron que “La mulatona” es un son. Bueno, tal vez ello explique en parte el hechizo que ejerce en mí, pues todos sabemos que, como dijo Ignacio Piñeiro, “el son es lo más sublime para el alma divertir”. Hay quienes se arriesgan incluso a afirmar que fue el primer son en ser grabado: en Nueva York en diciembre de 1929 para la casa disquera RCA Víctor.

Pero para que ese hecho de la historiografía musical se diera, tuvieron que conjugarse dos factores: alguien que escribiera la letra y alguien más, o él mismo, que la cantara. En el primer caso, se trató del compositor dominicano Carlos Nicanor Valerio Cruz, oriundo de la ciudad de Santiago de los Caballeros, y a quienes sus amigos llamaban cariñosamente Piro. Bongosero juvenil al que su amigo Chencho Pereyra iniciara en la guitarra, con éste, con Bienvenido Troncoso (sí: el que en la letra de “La mulatona” llega con Tito) y con el cantante barítono Eduardo Brito solían armar bonches y gozar de lo lindo, tocando, componiendo y soñando trascender en la música.

Esa camaradería, esa complicidad entre coterráneos, contemporáneos y apasionados por el arte musical es la que parece recrear Piro Valerio en la segunda estrofa de nuestra canción:

Siento en el alma pura
cosas que me alegran hondamente el corazón
dos seres que me cantan con el alma
José Pérez en compañía de Ramón
Ay, celebrando su llegada a Macorís
se portaron obedeciendo una razón
pero al llegar Tito y Troncoso
se portaron como colegas Pérez y Ramón.

Ese José Pérez que allí se menciona es uno de los hermanos Pérez, músicos famosos de San Cristóbal, y el Ramón es Ramón Wagner, con quien, en compañía de otros músicos, Valerio funda en 1928 el Sexteto Santiago.

Además de “La mulatona”, el creador de esa canción compuso “La brisa de la tarde”, “Los andullos”, “Los mangos” (que interpreta e invita a menear a Ramona el Gran Combo de Puerto Rico), “Honorina”, “Negra santa” y “Amor sin límites”.

La versión de Brito, que es la primera de todas cuantas se conocen, es la más breve de todas y consta de una sola estrofa.

Y para completar esta maravilla musical que es “La mulatona” se sumó a esa letra una voz, que en este caso fue la de quien es aún considerado el Cantante Nacional de República Dominicana: Eduardo Brito, nacido Eleuterio Brito Aragonés, barítono caribeño que, cosa rara, descolló en el mundo de la ópera y la zarzuela y cuyo periplo vital podría dar para un drama: limpiabotas cuando niño, un cliente lo oye cantar y lo lleva a un sitio nocturno, donde conocería a su maestro Julio Alberto Hernández. Se casa con la también artista Rosa Bobadilla y viajan a Nueva York, donde deslumbran al mismísimo Eliseo Greinet, quien lo incorpora a su compañía de zarzuelas y lo lleva con él por varios países de Europa. Teatros a reventar, aplausos, elogios que contrastan con la parquedad e indiferencia con que es recibido en su tierra, en la que comienza a padecer de una sífilis cerebral que le hace sufrir delirios y es la causa de su reclusión en manicomio en el que muere: todo eso en cuarenta apretados años.

La versión de Brito, que es la primera de todas cuantas se conocen, es la más breve de todas y consta de una sola estrofa, esa en la que Piro Valerio nos hace partícipes de su deslumbramiento por “una mujer morena” que ve “en una noche de luna”, le roba “la calma” y le hace sentir “una pasión” que le “abruma”. La refuerza un coro al unísono en la que hay una curiosa incorrección idiomática en el fraseo:

Lo dice la mulatona, y lo dice de a verdad,
que ella sí se va conmigo por ahí por la madrugá

La melodía lenta, propia del son, y el acompañamiento reducido —guitarras y clave—, le dejan todo el campo a los agudos oscuros y rotundos de la voz de Brito y a las breves respuestas de Troncoso, en un formato y estilo que parece prefigurar al Trío Matamoros.

 

Rafaelito en compañía de Ramón

La segunda “mulatona” fue grabada y popularizada en 1963 por el combo de Ramón Gallardo y la voz de Rafaelito Martínez. Este cantante dominicano alternó antes con la orquesta de los Hermanos Pérez, de donde salió con algunos de ellos hacia el combo de Gallardo, en el que permaneció por veintiocho años, dieciséis de los cuales se desempeñó como director.

Indagando aquí y allá, encuentro que ese diminutivo de su nombre no tiene que ver con su grandeza artística: Rafaelito es una verdadera leyenda musical en su país, en el que se dio el lujo de grabar con las más grandes orquestas: la Orquesta Santa Cecilia, la Sinfónica Nacional Dominicana y la orquesta del Ejercito Nacional Dominicano, entre otras, además de las ya mentadas de los Hermanos Pérez y el combo de Ramón Gallardo.

Esta versión, de donde presumo que viene la que se popularizó en Barranquilla, tiene las tres estrofas que conocemos y a un Rafaelito que juega todo el tiempo con su voz: irrumpe en el coro, solfea, responde, hace eco, alarga las palabras. En esta José Pérez y Ramón no son “dos seres” sino “dos bardos que cantan con el alma”; no se celebra “su llegada”, sino “mi llegada” a Macorís y lo que siempre entendimos como “sin ella” adquiere nombre de mujer y es “Mireya” (“¿Cómo es posible que viva, Mireya, sin gloria y sin ti?”).

Militar y trujillista confeso, Rafaelito una vez declaró:

—De lo único que estábamos conscientes era de que no podíamos estar opuestos a Trujillo… y eso hizo mucha gente para poder sobrevivir.

Pero a pesar de esa declaración tan decepcionante, nadie le quita lo cantao: esta versión es de un sabor insuperable, pues Rafaelito es un crooner al que uno imagina derrochando goce en el escenario mientras canta con el mismo sabor tanto merengues como boleros, guarachas, sones, danza y criollas.

No por capricho lo llamaban el Jilguero de los Pepines, en homenaje al barrio de Santiago de los Caballeros en que nació.

 

Hablar de “La mulatona” es un derecho que me he reservado todo este tiempo: la he escuchado miles de veces.

Papa Primi y Camboy

Primitivo Santos, músico versátil, ejecutor magistral del piano, del bandoneón y del acordeón-piano, e introductor indiscutible del merengue en Norteamérica, conoció a Camboy Estévez en 1958 en una escuela de canto. El contraste físico entre los dos era notable: Papa Primi, como lo llamaban en el ambiente musical, era bajito y calvo y usaba unos lentes grandes que le daban un aire de desamparo. En cambio, Estévez parecía más un jugador de basquetbol que un cantante dominicano: era alto, fornido, con afro que a veces dejaba crecer y las más mantenía a raya y una voz suave a la que le salía con el mismo encanto “Mi calle triste” que “El manisero”.

Y fue ese mulato el que le puso la voz a “La mulatona” más memorable, la que yo escuché una tarde de diciembre saliendo de los bafles de la tienda El Encanto de Rocío del barrio El Santuario, en Barranquilla (no en un pueblo tan lejos como Macorís ni en uno para que me dejen solo como Villalobos), y traída por la brisa. La canción es el segundo corte del álbum Herimpoke, grabado para el sello cubano Montilla y lanzado en 1967, y en el que hacen coro Rafaelito Cruz y Tito Contreras. Curiosamente no aparece el nombre del compositor Carlos Nicanor Valerio Cruz, ni su remoquete Piro, sino la escueta sigla D. R.

A propósito, hablar de “La mulatona” es un derecho que me he reservado todo este tiempo: la he escuchado miles de veces en lo que tal vez sea una especie de compensación por la manera en que lo hice por primera vez y en lo mucho que tardé en saber cuál era su título y quién la cantaba.

Hay días, lo confieso, en los que organizo y llevo a cabo con ella pequeños festivales en los que soy el único asistente: escucho sus diferentes versiones, incluso las que han hecho músicos aficionados, la detengo en cualquier verso, repito una estrofa o la canción entera, me maravillo con su melodía. Como también es la canción preferida de mi amigo el músico y educador Fabio Pineda, quien se la dedicó a Aura, su mujer, he cometido un par de veces el atrevimiento de hacer esos coros memorables (pido perdón a Rafaelito Cruz y a Tito Contreras por ello) en presentaciones que él ha preparado.

Cuando pienso en esta frase de Cioran: “¿Para qué releer a Platón cuando un saxofón puede hacernos entrever igualmente otro mundo?”, sé que sin titubear puedo cambiar el nombre del instrumento musical al que alude el filósofo rumano por el que suena en esta canción de la que he venido hablando; es más, puedo cambiarlo por el título completo de este tema definitivo para mi educación sentimental de nacido en el Caribe.

Es que, en verdad, “La mulatona” es una de esas cosas que me alegran hondamente el corazón.

Carlos de la Hoz Albor
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