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Wordsworth en la abadía romántica

martes 18 de abril de 2023
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Abadía de Tintern
Me encontré en la abadía de Tintern y recordé el poema de Wordsworth, donde dice que allí nota el espíritu que impulsa a todos los seres. Consuelo de Arco

Fuimos allí desde Cardiff, la capital de Gales, donde Norman nos ponía unos desayunos proustianos, y queríamos prolongar el comienzo de la mañana. En aquella avenida cubierta de árboles y de casas con jardincitos llenos de pasión melancólica. Había que tomar un autobús y luego otro autobús.

Me encontré en la abadía de Tintern y recordé el poema de Wordsworth, donde dice que allí nota el espíritu que impulsa a todos los seres. Di vueltas entre la soledad de los espacios. No era para turistas masivos, era para personas que soñaron en soledad con visitar ese lugar, en el sur de Gales. Vi la naturaleza a través de los ventanales góticos visionarios.

Como decía Wordsworth, ya no quería razones sino visiones. Pensé en cómo sería la abadía completa, pero me gustaba mucho más así, con ese impulso inacabado, ese fragmento lleno de vida misteriosa entre sueños posibles, igual que la Victoria de Samotracia.

Viví esa nostalgia, ese entusiasmo callado, ese silencio maravilloso. Sentí el bosque de piedra, la exclamación silenciosa, la meditación exaltada y rota. Me senté en una piedra para verlo todo por sorpresa, con una fuerza imposible. Vi cómo llegaban las caravanas, pensé cómo sería si tuviéramos que quedarnos, cómo saldríamos de noche a ver esas ojivas en la oscuridad.

Y pensé en el poema “Atisbos de inmortalidad por recuerdos de la primera infancia”, que tradujo Marià Manent en aquella maravillosa antología La poesía inglesa: “Nuestro nacer es sólo un sueño y un olvido: / el alma al despuntar, estrella de la vida, / en otra parte tuvo ya su ocaso / y de muy lejos llega, / no desnudos del todo / sino arrastrando nubes de gloria nos venimos”.

Era difícil llegar hasta esa abadía y era difícil regresar de ella. Pero valía la pena.

Teníamos que volver a Monmouth y de allí a Cardiff. Sentimos el esfuerzo de llegar hasta allí, y el premio de aquellas ruinas arrebatadoras. El entusiasmo nos hizo llegar hasta allí. Palpamos aquel impulso en soledad, sin retóricas, con todos los excesos del corazón.

Estábamos al anochecer esperando el autobús de vuelta a Monmouth, en un recodo solitario de la carretera. Era difícil llegar hasta esa abadía y era difícil regresar de ella. Pero valía la pena.

Era la soledad gótica en un rincón de Gales y era todo el arrebato de las ojivas rotas contra el cielo. Y de las enormes losas en el suelo y de las escaleras que subían interrumpidas. Y de la ventana entusiasta que daba cita a toda la infinitud. Y de los muñones bellísimos, como jadeos de jazz en el gótico. Y de nosotros allí sintiendo que alguien se había entusiasmado mucho antes por todos nosotros.

Con aquellas piedras cubiertas de líquenes. Con los muros heridos de una melancolía apasionante. Y sentimos atisbos de inmortalidad, de esa inmortalidad desgarrada y verdosa que se extiende más allá de nuestros dedos.

Pensamos en aquel río poético, que luego pasa por Hay-on-Wye, el pueblecito que tiene tropecientas librerías, el pueblo que es la capital de los libros. Y luego va hacia Monmouth, donde por primera vez el clérigo Geoffrey de Monmouth nombró al rey Arturo en su Historia de los reyes de Bretaña. Miré toda aquella fuerza interior, aquel espíritu, y reviví el fragmento de William Wordsworth. Y me entró ese lugar para siempre.

Antonio Costa Gómez
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