
Cuando estuve en Quito me acordé de que por allí estuvo mucho antes Henri Michaux. El centro histórico era de un esplendor barroco asombroso en piedra negra y blanca. Pero estaba degradado e inseguro. La gente bien vivía en la parte nueva, los taxistas se negaban a llevarme a la parte antigua.
En Nochebuena yo esperaba a Consuelo, que estaba bloqueada por burocracias en Colombia. Di vueltas por todas partes yo solo para encontrar un restaurante que me diera algo de comer. Al final encontré uno peruano que me tranquilizó el estómago.
Me alojaba en el hotel San Francisco, muy cerca de donde estuvo Michaux. Cuando llegaba una noche un tipo me dijo: “No me obligues a matarte”. Yo estaba tan nervioso porque el portalón del hotel no abría que el mismo tipo me dijo que empujara con fuerza.
En el café Mosaico en lo alto de la montaña escuché a una cantautora joven mientras miraba la ciudad esparcida. Sus canciones eran muy sugerentes, tenía un tono sencillo y confidencial, y era muy agradable oírla.
A Michaux lo invitó Alfredo Gangotena, un poeta que escribió Tempestad secreta.
Luego ya con Consuelo fuimos al restaurante Hasta la Vista, Señor. Había toda una historia en torno a ese nombre y la comida era suculenta. Era muy ameno pasear de día entre aquellas construcciones de piedras variadas, de tonalidades oscuras. La ciudad se embellecía para visitantes extraños. Perdí mi guía Lonely Planet en una cabina telefónica y cuando volví ya no estaba.
A Michaux lo invitó Alfredo Gangotena, un poeta que escribió Tempestad secreta. A través de las décadas yo me cruzaba con él cerca de la iglesia de Santo Domingo con su escalinata, con su torre desviada, con sus balaustradas. Y me acordaba de su libro Lejano interior. Está en pleno océano y de repente la voz de su Salud sofoca a todos sus Microbios. Va por un hotel y un huésped lleva en el brazo un animal comecabellos insaciable. Mientras se afeita por la mañana sus dientes se vuelven de oro y alguien quiere robarle su nombre. Una mujer de veintisiete años se convierte en pez martillo y no sabe si permitir que una morsa juegue con sus membranas.
Michaux se proclama bárbaro, de fuera de las murallas. Por eso escribió Un bárbaro en Asia. Y por afinidad con él Antonio Beneyto (uno de los fundadores del Postismo y de la revista Barcarola) quiso ser “un bárbaro en Barcelona”. Es alguien de fuera de la muralla. O si está dentro incluye en su lenguaje el afuera. Habla de lo familiar, pero lo vuelve extraño. Usa el lenguaje del más acá, pero inventa un lenguaje del más allá.
En el libro Ecuador todo le parece extraño. Tan extraño como en sus libros con los inventos más raros. Ya desde que va en el barco durante días y días. Lo más familiar es tan raro como cualquier otra cosa. Todo es infinitamente raro. Pero gracias que podemos nombrarlo. Él al menos puede nombrarlo, caligrafiarlo. Con su personaje “Un tal Pluma”. Él se convierte en una pluma. Y si nos nombra las cosas podemos saborearlas. Y su lenguaje se vuelve infinitamente sabroso. Es un bárbaro, pero toma el café con nosotros en la habitación.
Tenemos una casa, pero está colgada en el abismo. Y es tan misteriosa como las más lejanas estrellas. Así también lo sentí yo en algunos instantes, de repente, paseando solo por Compostela. Por eso me pareció siempre tan portentoso Michaux. Poco complaciente y portentoso. Y él me mostró el portento que yo soy.
Michaux como los chinos quería hacer una muralla de palabras. Contra lo desconocido, contra la barbarie. Convertirlo todo en letra y caligrafía. Aprendió de los chinos el valor de la caligrafía. Convertir lo extraño en palabras para hacerlo más habitable. Y más comestible.
Siempre creyó en el poder de escribir. Para domesticar el vacío. Para hacer cercano lo lejano. Para hacer en el interior, como los chinos refinados de la dinastía Song, un refugio refinado contra la infinitud de las estepas. Pero sus palabras estaban llenas del resonar de las estepas. Y lo interior albergaba de algún modo lo lejano. Y sus nombres extraños hacían comestible lo extraño.
Regalaba visiones fantásticas y kafkianas que le habitaban los ojos. En sus libros Frente a los cerrojos y Puntos de referencia trazaba lo desconocido detrás de las puertas, le cartografiaba la soledad. Regalaba seres como figuras de Tanguy en la arena desolada, tan serios y tan raros como los reales.
En el libro Un tal Pluma, Pluma lo domestica todo con la tinta. Es decir, lo hace cercano y respirable. Como el niño domestica a la serpiente en El principito. Y habla de todo lo raro. De un tipo al que expulsan de todas partes, que le pasan los trenes encima.
Para Michaux todo consiste en nombrar y nombrar.
Nos daba catedrales de silencio y dioses que se callan. Pero se llamaban catedrales y se llamaban dioses. Tenían toda la extrañeza del lenguaje. Para Michaux las palabras circunscriben pero llevan pegado por fuera todo el infinito silencio. Igual que los icebergs llevan el océano infinito en sus bordes.
Para Michaux todo consiste en nombrar y nombrar. Nombras cosas inverosímiles y hoscas, pero que pueden nombrarse. O al menos él las nombra. Él le pone todo nombre a todo. Y lo dibuja todo. Y lo convierte todo en tinta. Y levanta la muralla para que una el interior con el exterior.
Michaux nos decía que la vida era extraña y alucinógena. Tanto como las drogas que se tomaba para investigarla. Pero entonces les ponía nombre a las alucinaciones. Y lo contaba todo, todo era contable para él. Incluso lo que parecía no susceptible de contarse. Cogía todo lo que venía del infinito silencio y lo metía dentro de su muralla.
Y la casa se volvía extraña, pero era una casa. Y el lenguaje era la Casa del Ser, como quería Heidegger. Y en él cabía toda nuestra Inquietud, todo nuestro estar estremecidos frente a lo Extraño.
Pensando en Michaux aquella Quito barroca se me volvía extraña con sus piedras negras y blancas. Con sus balaustradas y sus escalinatas. Incluso con esas manos enormes y dramáticas que pintaba Osvaldo Guayasamín. Fui a ver el Templo del Hombre en las afueras, con las paredes pintadas por Guayasamín. Y aquellos rostros y manos angustiados y expresionistas también se volvían extraños.
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