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Don Segundo Sombra y Los ríos profundos: ¿dos novelas para el olvido?

martes 22 de agosto de 2023
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Ricardo Güiraldes y José María Arguedas
Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes (izquierda) y Los ríos profundos, de José María Arguedas, tal vez ya pertenecen a ese mundo de la lectura, de la literatura, de la cultura, que se ha ido perdiendo en lo que Vargas Llosa ha denominado la civilización del espectáculo

Inspirado por la pampa, por contemplarla a uno y otro lado durante cientos de kilómetros de carretera y traer con ella el inevitable recuerdo de Martín Fierro y Don Segundo Sombra, me vino el compromiso puramente personal de escribir sobre dos novelas cuya asociación sólo corresponde a mi experiencia como lector.

Ese clásico de la literatura argentina que es Don Segundo Sombra convive en un apartado de mi memoria con El juguete rabioso, El gran Meaulnes, El guardián en el centeno, Demian y Los ríos profundos. A cada una de las dos primeras le dediqué un artículo; a la última he querido juntarla con la novela de Güiraldes en estas líneas por similitud en cuanto a lo que suele denominarse novelas de iniciación, como las otras de esa breve lista. El caso es que rememorar una me llevó a la otra, aunque se desarrollan en ambientes muy distintos del mismo continente, pero mi asociación no ha venido dada por el idioma ni por causa histórica alguna, es por ese mundo de iniciación en dos adolescentes: uno argentino y el otro peruano. En cualquier caso, en cuanto a letras y artes no sé de fronteras, y mucho menos de nacionalismos.

No es mi propósito recontarlas como para que algún día un estudiante perezoso y adicto a Internet aplique el consagrado recorte y pega para cumplir con un tedioso deber escolar, si acaso no están condenadas a un olvido definitivo en la educación formal. Para mí se trata de lo que ambas novelas me han deparado en belleza, en emociones, en goce estético y en formación ética, muy lejos de cualquier tipo de análisis. Don Segundo Sombra y Los ríos profundos tal vez ya pertenecen a ese mundo de la lectura, de la literatura, de la cultura, que se ha ido perdiendo en lo que Vargas Llosa ha denominado la civilización del espectáculo y en la que “el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal”.

Ya veo que esas novelas de formación o iniciación no les dirán nada a generaciones afincadas en el mundo digital y por ese mundo aleladas, de seguir la humanidad como va hasta el sol de hoy.

Más que el temor y la angustia por la desaparición del libro impreso, sustituido por los soportes que hoy ofrece la tecnología, me parece que la verdadera literatura, la poesía —que no es un despacho de versos al antojo sin importar si dicen algo—, se van extinguiendo, y la obra de un César Vallejo, por mencionar alguna, queda rezagada, perdida, en el inmenso mar de banalidades, frivolidades, pésimo lenguaje superficial y amoldado que es casi todo lo que más circula en Internet. No es un asunto del soporte o del medio, es la decadencia o nulidad del espíritu, fascinado todo el mundo por las constantes innovaciones de lo audiovisual, y novelas como Don Segundo Sombra o Los ríos profundos sean preteridas o rechazadas (seguramente sin leerlas) porque a quién podrían importarle las andanzas de un muchacho y su padrino, un gaucho de “espíritu anárquico y solitario” que “amaba sobre todo el andar perpetuo” y “como conversación el soliloquio”, en la pampa argentina a principios del siglo XX, o las aventuras y desventuras de un adolescente peruano en un internado de Abancay, entre el mundo quechua y el mundo de los criollos en la década de los veinte del mismo siglo. Ya veo que esas novelas de formación o iniciación no les dirán nada a generaciones afincadas en el mundo digital y por ese mundo aleladas, de seguir la humanidad como va hasta el sol de hoy. No serán las mismas razones del personaje del cuento de Borges, “El evangelio según Marcos”: “Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos [de Don Segundo Sombra] a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro”.

Sólo la indetenible ligereza y el analfabetismo funcional las calificarán de extemporáneas, como si todo clásico no corre la misma suerte, y por mucho más que eso llegó George Steiner a declarar que la literatura ya ha muerto. ¿Acaso nos resignaremos a que generaciones presentes y futuras no sean capaces de percibir, sentir, más allá del mundo de las fascinantes apariencias heredadas sin examinarlas ni cuestionarlas? ¿Significarán algo, harán sentir algo, tocarán al menos algún punto minúsculo de los espíritus apocados, sencillas palabras como estas?:

Mientras los hombres se saludaban con las cortesías de uso, miré al recién llegado. No era tan grande en verdad, pero lo que le hacía aparecer tal hoy le viera, debíase seguramente a la expresión de fuerza que manaba de su cuerpo (Don Segundo Sombra).


Después, cuando mi padre me rescató y vagué con él por los pueblos, encontré que en todas partes la gente sufría (Los ríos profundos).

Esas citas son apenas meros detalles, tratándose de muchachos que refieren cómo perciben en plena cotidianidad un hombre, uno, y parte del mundo, otro. Pero así se va comenzando en el camino del aprendizaje por la vida y para la vida: sintiéndolo y dándole forma con palabras como testimonio de lo vivido, sin que se trate de hechos extraordinarios, sensacionales, en el sentido en que la mayor parte del cine vigente roba la atención de los espectadores, sin que de ello se derive alguna reflexión o, por lo menos, una duda.

En una nota de 1952 en la revista Sur (“Sobre Don Segunda Sombra”), Borges no duda en asegurar que la nostalgia es la razón de ese libro y “presupone y corona un culto anterior, una mitología literaria del gaucho”. Concluye esa nota con una frase inolvidable, como solía hacerlo en sus prólogos y por lo que se hicieron merecedores de ser recopilados en un volumen: “El narrador de Don Segundo no es el chico agauchado; es el nostálgico hombre de letras que recupera, o sueña recuperar, en un lenguaje en que conviven lo francés y lo cimarrón, los días y las noches elementales que aquél no hizo más que vivir”.

Sea una nostalgia o varias de cien y más páginas, una novela de iniciación o el relato de un chico agauchado por talento y empeño de un hombre de letras, es lo que menos me ha importado cuando en su relación nos dice:

Cada cual vivía para sí y mi alegría se hizo grave, contenida. Un extraño nos hubiese creído apesadumbrados por una desgracia.

No pudiendo hablar, observé.

Todos me parecían más grandes, más robustos y en sus ojos se adivinaban los caminos del mañana. De peones de estancia habían pasado a ser hombres de pampa. Tenían alma de reseros, que es tener alma de horizonte.

No me corresponde ni es de mi interés encontrar sus deficiencias o sus altibajos, me dejo llevar y apuesto por las líneas o las páginas de quien supo darle a su país, y tal vez al mundo, un arquetipo, una paideia gaucha (si se me permite esa expresión), y lo hizo y la terminó con una metáfora sencilla y memorable, que lo dice todo en la inevitable despedida: “Me fui, como quien se desangra”.

Ernesto comienza a conocer el mundo de la mano de su padre, un abogado trashumante.

Ahora quiero acordarme de Arguedas y Los ríos profundos. El crítico uruguayo Ángel Rama le dedicó un largo estudio con un título definitorio, “la novela-ópera de los pobres”, y propuso que se intentara leerla “más que como una novela inserta en el cauce regionalista-indigenista (aunque obviamente superándolo), como una partitura operática de un tipo muy especial”.

Si convalidamos esa definición de Rama, en esa novela-ópera Ernesto comienza a conocer el mundo de la mano de su padre, un abogado trashumante:

Mi padre me había hablado de su ciudad nativa, de los palacios y templos, y de las plazas, durante los viajes que hicimos, cruzando el Perú de los Andes, de oriente a occidente y de sur a norte. Yo había crecido en esos viajes.

Tal como Fabio Cáceres, el aprendizaje se va dando en un recorrido, en viajes (prefiero no ocuparme del carácter simbólico de éstos): uno por la pampa argentina como tropero con un hombre con el significativo apellido Sombra; el otro, por los caminos solitarios de los imponentes Andes y parte de la pampa de los indios morochucos, “esa pampa fría, aparentemente inhospitalaria y estéril”. Y así como don Segundo tiene sus propias creencias, sus propios ritos y sus propias supersticiones, el padre de Ernesto reza, pero “no repetía las oraciones rutinarias; le hablaba a Dios libremente”.

A Ernesto también le toca una despedida, pero con la promesa de un reencuentro dichoso con el padre errante; ambos debían vérselas con su propia soledad: Ernesto en un internado y el padre sin poder hablar, hundido “con gran crueldad y silencio en su interior” porque cuando andaban juntos “el mundo era de nuestro dominio, su alegría y sus sombras iban de él hacia mí”. Pero la sola promesa de un caballo brioso, una chacra junto al río y un molino de piedra aleja toda tristeza. Y ese es uno de los momentos más hermosos y conmovedores de la novela porque Ernesto comprende, a su manera, que de ahí en adelante debe mirar y actuar por sí mismo y con lo que su padre le ha legado durante sus largos viajes. Entonces conocerá el mundo en todos sus aspectos, de la sociedad en que vive: la crueldad y la ambición de los poderosos, la violencia contra quienes piden justicia y mejores oportunidades para sobrevivir, la miseria, la discriminación, el encuentro rudo entre los indígenas y el hombre blanco, los desencuentros y matices entre el quechua y el español, la amistad, la maldad de algunos de sus condiscípulos y la inocencia de otros, la comprensión y la compasión por un ser como la opa Marcelina por su miserable vida y su miserable muerte y él pide perdón a Dios por el daño que otros le hicieron.

Arguedas cierra ese capítulo con unas líneas conmovedoras en boca de Ernesto, que ya sabe que se va haciendo a la vida con su cuerpo y con su alma abiertos al mundo:

…yo exploraría palmo a palmo el gran valle y el pueblo; recibiría la corriente poderosa y triste que golpea a los niños, cuando deben enfrentarse solos a un mundo cargado de monstruos y de fuego, y de grandes ríos que cantan con la música más hermosa al chocar contra las piedras y las islas.

Cuanto acontece después de esa despedida con su promesa y sus presagios sigue siendo en un final abierto que muy bien cuadra con lo que Stevenson afirmó en su “Apología del ocio”: “la calle [equivalente aquí a pampa, montañas, valles y costas] es un poderoso lugar de educación, escuela favorita de Dickens y Balzac, y el muchacho que no aprende en la calle es porque no tiene capacidad para aprender”.

En cuanto a mí se refiere, si algo he aprendido en esta vida se lo debo a la calle y a unos cuantos libros, y entre los que nunca olvido están Don Segundo Sombra y Los ríos profundos.

Mario Amengual
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