
En Nueva York todo eran multiplicaciones. Así vio Lorca en Poeta en Nueva York ese desenfreno de la cantidad y las cifras en el mundo moderno. De la productividad y la masa. Y entonces estalló su surrealismo nocturno para hacer frente a lo inhumano. Pero debajo de las multiplicaciones y las divisiones, dice Lorca, hay gotas de sangre. Hay vida, hay misterio apasionado. Así lo ve en la noche de Brooklyn.
Pero en Nueva York había mucho más que multiplicaciones. Así lo vio Hart Crane en su poema sobre el puente de Brooklyn. Así lo vio John Dos Passos en las ilusiones sangrantes de tantos personajes en Manhattan Transfer. Así lo ve Paul Auster con las locuras y los entusiasmos de Brooklyn en Brooklyn Follies y otras novelas. Así lo veía Djuna Barnes, la autora de El bosque de la noche, a la que perseguía con cartas Anaïs Nin, cuando salía del fílmico Café Reggio en una esquina de Washington Square y se iba hacia la habitación donde pasó solitaria sus últimos cuarenta años. Y la protagonista de Washington Square, de Henry James, cuando trataba de ser ella misma bajo el desprecio de su padre y se asomaba por la ventana de visillos a la plaza antes de convertirse en heredera.
Y el jazz de los negros de Harlem tenía tanta vida secreta como los gitanos en las montañas de Andalucía en Romancero gitano. Donde Lorca escribía: “Oh pena de los gitanos, / pena limpia y siempre sola, / pena de cauce oculto / y madrugada remota”. Había tanto cauce oculto en el jazz como en la hondura del cante jondo.
Leí que Lorca escribió los Seis poemas galegos, en gallego, en una taberna de la mágica Betanzos de los Caballeros.
Depende de cómo te enseñen algo, de quién te acompañe. Yo creí durante mucho tiempo que Nueva York sólo eran multiplicaciones, pero encontré mucho sabor en sus avenidas. Incluso la larguísima Broadway, que apuntaba hacia Patagonia, tenía un olor a camiones de calamares o a harina con sal. Y recuerdo los fotogramas nostálgicos de Woody Allen en su Manhattan.
Lorca estuvo en Galicia en 1916. Estuvo en Ourense, en Lugo, en Santiago de Compostela. Leí que escribió los Seis poemas galegos, en gallego, en una taberna de la mágica Betanzos de los Caballeros.
En uno de los Seis poemas galegos, Lorca ve a la Virgen de la Barca de Muxía que va hacia el mar llevada en un carro por vacas amarillas a través de los montes. Y palomas de vidrio traían la lluvia por la montaña, dice. Y las muertas y los muertos en la niebla llegan al mar por los caminos. En Galicia es tan sutil y escondido el vivir que incluso los vivos se hacen los muertos. Y el mar los recoge a todos.
Muxía está en la Costa de la Muerte, en la costa atlántica de Galicia. Se llama así porque había muchos naufragios. Y llegaban despojos a las playas de sus pueblos. En Finisterre se acaban todos los caminos y en unos acantilados uno se asoma al silencio y la inmensidad. En el monte Pindo se supone que habitan los dioses desde la edad antigua. Las cataratas de Ézaro sueltan su entusiasmo vertical sobre grandes rocas en una ensenada escondida. En Camariñas se hacen los encajes más exquisitos y transparentes. Y una vez al año la Virgen viaja en una barca desde Muxía a Camariñas a través de la ría.
En Malpica pasé una vez una semana para escribir una novela titulada Errantes dioses. Tenía entusiasmadas nostalgias y leía las nostalgias furiosas de Léon Bloy. Después esa novela quedó en nada. Por las noches escuchaba desde mi cuarto en el hotel las olas llegando interminables por debajo de los discursos y las teorías.
Las estrofas de “Romería de Nuestra Señora de la Barca” son cuartetas sencillas. Sin mucho ruido y con repeticiones suaves. Con cadencia, con humildad, con tono callado. Pero con fervor latente y obsesiones milenarias. Y siempre buscando la plenitud del mar. Nueva York era muy grande pero en la visión de Lorca daba las espaldas al mar. Muxía es muy pequeña pero en la visión de Lorca vive metida en el mar.
Pero también en Muxía están los diseñadores modernos, los que lo manosean todo con la regla y el cartabón. Los productivistas y los que buscan la cantidad. Cuando fui la última vez, habían movido la enorme piedra junto al santuario de la Barca para que se moviera otra vez. El mar la había desplazado y ya no se movía, pero los productivistas y los matemáticos tienen solución para todo. Y hay que asegurar el productivismo del turismo. Que ningún turista se vaya sin haber movido la enorme piedra, que da buena suerte, o lo que sea. Al final Nueva York y Muxía van a tener el mismo problema. Pero Lorca vio la vida y la sangre en Nueva York y en Muxía.
Mi amigo Rivadulla Corcón estaba muy cabreado porque hubieran manoseado la enorme roca. Así ya no tenía el misterio de la naturaleza, ya no tenía autenticidad. Ya no era ella misma, era lo que querían los técnicos. Ya no hablaba por ella la tierra, o el destino, o el mar.
Pero Lorca era siempre Lorca, en Muxía y en Nueva York. Y se adaptó a la lengua gallega para hablar de una Virgen que llevan vacas amarillas, misteriosa y calladamente, hacia el mar. Y vio que debajo de las multiplicaciones en Brooklyn había gotas de sangre de pato y angustia viva de persona. Conectó con Nueva York y con Muxía. Y esa Virgen tirada por vacas hacia el mar conectaba con el surrealismo de los patos en Nueva York.
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