
Entre los tesoros que han desaparecido de las calles de Lima se encuentra la iglesia de San Ildefonso que se erigió en la calle del mismo nombre, en medio de sembríos y caseríos que habían pertenecido a la huerta de Tauli Chusco un siglo antes y poco después a la huerta de Pizarro, para cobijar a los estudiantes de teología jesuitas que irían a catequizar a la población andina del siglo XVII.
El 13 de octubre de 1608, en la época en que Isabel Oliva, una dominica terciaria de veintidós años, empezaba a ayudar a pobres y esclavos, a alabar a Dios y a creer en el perdón de los pecados mediante el sacrificio, y en los tiempos en que Martín de Porras, un donado de veintinueve años, se dedicaba a curar enfermos desahuciados, a hacer comer juntos a un perro, un gato y un ratón y a levitar mientras rezaba, se creó en Roma la Pontificia Universidad Católica de Lima San Ildefonso con una bula del papa Paulo V. Eran también los tiempos en que Miguel de Cervantes Saavedra, a ocho años de su fallecimiento, alcanzaba rápida fama con la publicación de la primera parte de El Quijote, mientras que en Londres, William Shakespeare se encontraba escribiendo una de sus últimas obras, el King Lear.
En medio de estos hechos extraordinarios y milagrosos, la iglesia y el convento de San Ildefonso fueron construidos en 1611, entre pastizales y escasos cabañales, en la calle del mismo nombre, para que allí residiesen y estudiasen los alumnos de Filosofía y Teología de la Compañía de Jesús que deberían partir hacia las ciudades interiores del virreinato andino para evangelizar a sus pobladores. En mapas de ese período aparece la iglesia de San Ildefonso a mitad de la larga calle que existe entre el jirón Ancash y el río Rímac.
En esa época, a la primera iglesia erigida en la nueva ciudad se la consideró como uno de los más suntuosos y elegantes edificios de la ciudad de Lima. Se la describió como pequeña, pero grandiosa y sólida.
En el techo tenía un elegante cimborio o cúpula de madera con una lanterna octogonal para que entrara la luz, que fue considerada como la más vistosa de la Ciudad de los Reyes. El coro estaba adornado con artesones de cedro y hermosos florones en sus paredes. La iglesia y convento poseía dos claustros, con bóveda y con un patio central grande rodeado de arquerías y columnas dóricas dobles. Allí los estudiantes y profesores residían y se dedicaban en sus celdas al estudio y a la meditación. Ya fuese durante las mañanas de llovizna con aceras lodosas o durante los amaneceres soleados y tibios, los estudiantes vestidos con ropilla y pantalones valones hasta debajo de las rodillas, capa negra y una gorguera blanca alrededor del cuello, tenían que cruzar la calle de San Ildefonso para recibir otras lecciones en el Convictorio de San Carlos que ocupaba el actual local de la Escuela de Bellas Artes, para luego regresar al convento y seguir con otras actividades y más clases. En esos momentos la iglesia de San Ildefonso gozaba de la admirada estimación de los habitantes porque todo el que pasaba delante de ese templo podía escuchar los cantos gregorianos o las antífonas contra la peste que allí se entonaban frecuentemente, y que eran muy populares en Europa y en el Nuevo Continente, como el Stella Coeli extirpávit:
La iglesia también colgaba en sus paredes deslumbrantes pinturas como la que reprodujo la imagen de San Buenaventura del famoso pintor italiano Angelino Medoro.
El programa de las actividades diarias de los estudiantes, de hora en hora, se puede ver en la web del Diccionario de Historia Cultural de la Iglesia en América Latina.
En esta universidad los catedráticos jesuitas analizaban, además del Simposio de Platón y la Ética de Aristóteles, los escritos de san Agustín, en los que se expresaba que Roma nunca había sido protegida por sus dioses, porque ellos eran falsos y lo único que los romanos recibieron de sus divinidades habían sido el vicio y la corrupción del alma. Del neoplatonista Juan Escoto Erígena se enseñó que en su Periphyseon había sintetizado todos los logros filosóficos de los últimos quince siglos. Sobre san Anselmo de Canterbury se les dijo que había que dedicarse sólo a la búsqueda del entendimiento racional de aquello que había sido revelado por la fe.
También se dieron clases sobre los filósofos franceses que en esos tiempos se encontraban en completa boga y en una absoluta revolución intelectual. Se explicó que Voltaire había proclamado que el poder de los reyes no venía de Dios, sino de la ambición humana, que se debía tener una fe ciega en la razón ilimitada, que los seres humanos nacían libres y que todos eran iguales, que nadie era superior a los demás. Jean-Jacques Rousseau había escrito El contrato social, en el que se delineaban las bases para un orden político legítimo. Montesquieu había opinado que los poderes tenían que ser separados y que la esclavitud era el sistema más horroroso que se había podido concebir. Como los discípulos de san Ignacio de Loyola admiraban el dictum aristotélico de seguir a la verdad a donde quiera que ésta fuese, enseñaron a los estudiantes todos estos nuevos conceptos, que iban en contra de los principios de las monarquías. Cuando estos misionarios viajaron al interior del virreinato para cristianizar a la población nativa, además de los principios católicos de la dignidad humana, el bien común, la solidaridad y la subsidiaridad, les transmitieron también los nuevos principios filosóficos que estaban de moda en todo el mundo; entonces una de las semillas del concepto de la independencia de la corona española empezó a germinar.
En este fragmento de la entrevista hecha por el escritor y filósofo Manuel Gutiérrez Sousa (Kufrux Orifuz), de España, publicada en 2014 en la revista Letralia, se puede hallar un poco más sobre la realidad de la iglesia de San Ildefonso y de la educación impartida en ella:
He encontrado la imagen de este templo en medio de tierras cultivadas en una ilustración del siglo XVII, cuando la gente se vestía como los personajes de Tirso de Molina y de Félix Lope de Vega y Carpio. Luego hallé su imagen en un plano de Lima del siglo XVIII, pero ya no se la registró en planos posteriores. Se encontraba en el lado este de la calle. Probablemente se destruyó completamente durante el terremoto de 1746 y por alguna razón ya no se la reedificó porque los jesuitas ya no eran bien vistos por la corona de España, ya que inculcaban en los habitantes naturales la idea de que eran ellos los hombres naturales de Condorcet y del Contrato social de Rousseau y que por tal razón tenían que rebelarse y liberarse de España porque ya no podían seguir subyugados a ningún rey o a ningún reino, ni continuar tolerando en silencio las pateaduras y los desprecios de los peninsulares. Dos décadas después los jesuitas fueron expulsados de todos los países americanos. Inmediatamente, las otras comunidades religiosas, demostrando fidelidad al refrán que decía “el que se va al barranco, pierde su banco”, se apoderaron de sus huertas, edificios y propiedades y se abalanzaron sobre las valiosas pinturas y las joyas de la iglesia y se las llevaron a las suyas. A fin de cuentas, con estas alhajas se seguiría sirviendo a Dios. A continuación, todos guardaron silencio y nadie más quiso hablar o mencionar a los jesuitas.
El 28 de octubre de 1746, a las 10:30 de la noche, se produjo un devastador terremoto y maremoto que destruyó la mayor parte de la ciudad de Lima y el puerto del Callao. La mayoría de las casas fueron derrumbadas y hubo cerca de 10.000 fatalidades. A pesar de los grandes esfuerzos del virrey José Antonio Manso de Velasco, la reconstrucción fue lenta. Debido a la antipatía contra los agustinos, no se hizo ningún arreglo a la iglesia de San Ildefonso.
El descontento con las ideas de los agustinos continuó por dos décadas más y, de modo imprevisto, en la madrugada del 9 de septiembre de 1767 se produjo el arresto y la expulsión de los miembros de la Compañía de Jesús de todas las colonias españolas en América, por real decreto del rey Carlos III, quien no reveló el motivo de su decisión. El virrey Amat se encargó de ejecutar la orden de destitución. Se allanaron de manera simultánea todos los locales de la compañía incluyendo la Pontificia Universidad Católica de Lima San Ildefonso. Todos los jesuitas fueron deportados con destino a los Estados pontificios. Entre los despedidos se encontraba el precursor de la independencia Juan Pablo Viscardo y Guzmán.
Después del caos del destronamiento todo quedó en un nostálgico y absoluto silencio. En la larga calle desolada no se volvieron a notar las exaltadas campanadas de la iglesia. Menos aún los cantos gregorianos o las antífonas contra la peste. Tampoco se repitieron las airadas voces de los catedráticos hablando sobre Diderot y Voltaire en las aulas de la Pontificia Universidad de San Ildefonso. Sólo se siguieron escuchando, los domingos por la tarde, las exclamaciones del público y los pasodobles de las corridas de toros en la plaza de Acho, que venían desde el otro lado del río. Las pinturas y obras de arte pasaron a ser propiedad de las otras iglesias. Sin embargo, quedó sembrada la semilla de la liberación de los países americanos y de sus desarrollos como naciones, un proceso que hasta ahora continúa.
Fueron devastadoras las consecuencias de este desalojamiento. Como dice el padre Armando Nieto:
De la noche a la mañana quedaron abandonadas, sin rumbo, centenares de escuelas, misiones y poblaciones. Por orden del gobierno español se desmantelaron, sin explicación alguna, instituciones de cultura y ciencia que había costado mucho esfuerzo en levantar y sostener. ¿Podía el Estado encontrar fácilmente reemplazos para todo lo que yacía ahora desamparado?
Trece años después empezó la rebelión de Túpac Amaru. No obstante, una joya arquitectónica e ideológica había desaparecido para siempre de una de las calles de Lima.
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