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Francisco Arévalo, manual para narrar una ciudad

martes 29 de mayo de 2018
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Francisco Arévalo

En su diario, Fernando Pessoa escribió: “El artista debe ser hermoso y elegante, porque quien admira la belleza no debe carecer de ella. Y, sin duda, causa un dolor terrible al artista no encontrar en sí mismo nada de lo que busca tan trabajosamente. ¿Quién podría, al observar los retratos de Shelley, de Keats, de Byron, de Milton o de Poe, dudar de que fueran poetas?…”. Francisco Arévalo es poeta, en esencia profunda es poeta, pero estaba años luz del ideal de poeta descrito por Pessoa. Cuando lo conocí era áspero al expresarse y a sus aires en el vestir; además estaba como curtido de sol, alcohol y prostíbulo. En realidad no era un poeta potable de casa de cultura municipal y mucho menos era un bardo almibarado surgido de algún taller literario; tampoco era el típico poeta atrincherado en su cubículo universitario, tratando de sacarle algún usufructo al poema.

Con un barrido de la mirada se apreciaba que el poeta Francisco Arévalo era la antítesis del poeta librodetexto y como era lógico su escritura poética se forjaba con el metal ordinario de la calle, de los bares de mala entraña y el sol cristalizado de Ciudad Guayana.

De la poesía de Arévalo me interesó siempre esa metáfora dispareja y un tanto desnuda.

 

Nuestro primer encuentro fue chirriante y accidentado. Por esos días era yo un camorrista trotacalles con presunción de literato y él era un escritor con algunos libros publicados y uno que otro premio por su escritura poética. A pesar de su historial de jornalero de las palabras me resultó un poeta exasperante, malhumorado, tosco; en suma un achispado por el alcohol y con una musa afiebrada de hormigón y río metida en el closet de su alma.

Después de este primer impase fuimos conociéndonos con cuentagotas y luego descubrimos que (a pesar de nuestras diferencias) teníamos algo en común: la escritura como un gesto a contracorriente y la tertulia juerguista como un respiro a esa cotidianidad trabajada desde la mediocridad enmascarada.

Francisco Arévalo

Escritor venezolano (San Félix, Bolívar, 1959). Ha publicado las novelas La esquizofrenia de las golondrinas (Premio Fundarte, 1999), Adiós Matanzas en invierno (1999) y Tropiezos en el campanario (2008), así como los poemarios Brote (1989), Nadie me reina en estos parajes de hormigón (1993), Sur (1995), Alcoholes de otra iglesia (1996), Algo más que baladas agridulces (2001) y Agrio de colmena (2001), entre otros.

De la poesía de Arévalo me interesó siempre esa metáfora dispareja y un tanto desnuda, pero en realidad no quiero escribir sobre su andamiaje poético, que ya he tratado otras veces. Más bien me interesa su otra faceta: la de narrador.

Arévalo se iba de putas por muchas razones, pero la que más le importaba era conocer de propia mano ese submundo de música rocolera, humo de cigarrillo y el sexo como moneda de cambio. Quería que las noctívagas chicas le contasen sus trapos sucios, buscaba atrapar sus relatos como si de insectos se tratara y luego coleccionarlos, como hacen los entomólogos. Con todas esas historias, sujetas con chinchetas y alfileres de insomnio, el poeta escribe en la madrugada, fue no sólo escribiendo sus libros de poesía, sino un universo novelesco con características bastante anómalas.

Su primera novela, La esquizofrenia de las golondrinas (Premio Fundarte, 1999), de alguna manera perfila su estilo narrativo: un narrador que monologando/narrando un montón de pequeñas historias va confeccionando un tejido rico en personajes (a veces fugaces) y situaciones que conforman el esqueleto y la piel de la narración principal. En las novelas de Arévalo más que una trama con principio, desarrollo y final hay un conglomerado de voces que van refiriendo su cotidianidad (en ocasiones un tanto bizarras) con sus variaciones respectivas, como si de una pieza musical se tratara. Otra cuestión destacable es que sus novelas se desentienden por completo del tono poético. La prosa rústica, dura y precisa de las voces que narran no cae en el farragoso fango de lo poético para darle cierta belleza a la historia.

El estilo narrativo de Arévalo cuida el lenguaje a otros niveles. Le interesa la belleza a través de la contundencia de la expresión y en ocasiones el lector parece asistir a una decapitación, donde quedan pocos títeres con cabeza, donde la falsa moral rueda por el suelo sin la máscara, con todas sus miserias y demonios a saber.

Sus otras novelas, Adiós Matanzas en invierno (1999), Tropiezos en el campanario, un divertimento breve con un tinte más tradicional (2008), Háblame, háblame, Iolanda (2014) y La pecera de los bagres (2016), aún inédita, ahondan y perfeccionan su estilo personal de concebir lo novelesco.

Arévalo más que narrar una historia va contando las miserias y esplendores de una ciudad. Sus novelas son un inigualable manual para descubrir las entrañas de Ciudad Guayana.

 

Arévalo se preocupa en cómo va a narrar determinados episodios, cómo se arma el corpus narrativo que permita la ramificación de la historia principal en otras historias menudas y puntuales sin que nada en el conjunto pierda la unidad ni el tono.

Lo que es común en todas sus novelas es que la verdadera protagonista es Ciudad Guayana (que en sí aglutina dos ciudades en una: Puerto Ordaz y San Félix). Arévalo como buen sanfeluco (que es la expresión despectiva para señalar a quienes viven en San Félix) conoce los entresijos de una ciudad, parajes de hormigón la denomina el poeta, prefabricada/diseñada por expertos extranjeros, en la que todo bicho de uña ha rapiñado sin escrúpulos para hacer negocios, no siempre trasparentes, pero sí de alta pureza.

Arévalo más que narrar una historia va contando las miserias y esplendores de una ciudad. Sus novelas son un inigualable manual para descubrir las entrañas de Ciudad Guayana; con sus sueños y sus villanos y héroes de rigor; una ciudad que por sus paisajes, sus ríos y sus atardeceres rojizos es ya un poema que Arévalo ha escrito más en sus novelas que en sus libros de poemas.

Hoy Francisco Arévalo ha dejado el cigarrillo y la bebida, pero todavía es un hombre recluido en su musa, la rabia le dura y con la edad ha ido adquiriendo el porte de ese poeta de retrato pessoano, pero el prosaiquismo a contracorriente cuando habla no le abandona. De vez en cuando tomamos café en alguna terraza a media calle en estos parajes de hormigón y vemos pasar la vida, bajo el crispante sol guayanés, como si fuésemos dos personajes más de una novela que la ciudad escribe.

Carlos Yusti
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