Durante una charla alguien del público lanzó la pregunta a quemarropa: ¿qué es un ensayo? Quedé algunos segundos mascullando una respuesta aprendida en mi disco duro. Me extravié lo necesario y hablé de algunos ensayistas del patio, de esa visión abarcante de un género obediente como un chicle al que se puede alargar, redondear, aplastar e incluso pegar en el zapato de los profesores de literatura comparada que lo han adulterado tanto y cuestiones por el estilo, y de esta manera salí de aquella pregunta lo mejor posible; en fin, que me puse mi parche de bucanero sin estar convencido para nada de la respuesta.
Intentar ahormar el ensayo en una definición (o reducirlo a ese cuadrito pequeño, especie de aviso clasificado) es quitarle un poco su sentido convulsionante.
Aunque lo sensato era escurrir el bulto y decir: “De entrada: ni idea”. Dicen que es un género literario. Que fue el invento de un señor francés llamado Michael de Montaigne. Se asegura, por aviesos biógrafos, que Montaigne estuvo de bicho kafkiano en algunos cargos gubernamentales. Que después decidió retirarse y se fue a una torre llena de libros para leer y escribir sobre un conejillo de indias que conocía a cabalidad: él mismo. Posteriormente advirtió a sus futuros lectores: “Así, lector, soy yo mismo la materia de mi libro; no es razonable que emplees tu tiempo en un asunto tan frívolo y tan vano”. No obstante el libro daba cuenta de muchas cosas, pero sobre todo de una pasión lectora sonámbula y de aprendizaje. Es decir, sus lecturas le iban a servir como soporte a sus ideas y a sus propios vuelos intelectivos. De allí las citas a otros autores, intercaladas en sus calistenias reflexivas, afeando la pulcritud del discurso.
Dicen que al poco tiempo llegó Francis Bacon, también funcionario. Quien, seducido por el lado oscuro, pisoteó a todos los que le impedían su camino hacia la cima; amigos y enemigos formaron parte de su escalera de cadáveres, en sentido figurado y real, para ascender. Luis Escolar Barreño, en el prólogo a sus ensayos, escribe: “Más de la mitad de su vida pasó Bacon tratando de alcanzar lo que su ambición le dictaba. Su turbio proceder no le sirvió para alcanzar el tan ansiado favor de la reina. Cuando ésta murió, Bacon tenía 42 años. El sucesor, Jacobo I, le fue más propicio y con él consiguió los máximos cargos ambicionados. Pero no supo, una vez en la cima como Lord Canciller, ser leal a la confianza depositada en él. Se le acusó de haber cometido en su cargo veintitrés delitos de prevaricación. Cierto es que Bacon, según iba ascendiendo, perdía las amistades y llegó a tener muchos más enemigos que amigos. Bacon se reconoció culpable y apenas pudo, con su defensa, aminorar la gravedad de las inculpaciones”.
Esta actitud rastrera no desmerece la calidad de sus ensayos, a los que les imprimió mucha lucidez y que contienen algunos criterios para obrar de la mejor manera posible, sin caer en la moralina de la autoayuda. No obstante su autor en la vida ordinaria fue todo lo contrario a lo postulado con penetración en sus ensayos y escritos filosóficos.
Luego llegó Voltaire, con sus aires de vedette, y le proporcionó ventanas al ensayo y lo recargó de florituras filosóficas, motivo por el cual no le incluyen en el gremio de ensayista, pero como en lo personal me gusta su estilo metomentodo, como escribe Savater, debe considerársele. Además le imprimió a su estilo ensayístico una natural ironía, desparpajo, capacidad de síntesis y cierta rutilante brillantez. Sus textos (sobre todo los contenidos en su Diccionario filosófico) poseen ese aroma de la columna periodística, lo que los hace todavía exudar una fragancia de puntual actualidad.
Un ensayo no es un artículo de opinión a pesar de que sea una isla rodeada de opiniones por todas partes.
Buena cantidad de estudios, que han penetrado en el concepto y características del ensayo como género, tienden a citar dos textos como capitales. Uno está contenido en El alma y las formas, “Sobre la esencia y forma del ensayo” (carta a Leo Popper), de Georg Lukács, y el otro texto que no puede faltar es “El ensayo como forma”, de Theodor W. Adorno, que se encuentra en el libro Notas de literatura. En nuestro patio local infaltable Mariano Picón Salas, con “Va de ensayo” (Viejos y nuevos mundos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, pp. 501-505. Selección, prólogo y cronología: Guillermo Sucre. Bibliografía: Rafael Ángel Rivas Dugarte). Y para ahondar más en este feo asunto del ensayo es necesario recomendar los varios tomos (editados por la Casa Bello) que recopiló Gabriel Jiménez Emán con el título El ensayo literario en Venezuela. Amén de los trabajos sobre el tema escritos por Francisco Rivera y Oscar Rodríguez Ortiz, quien mejor ha profundizado en esto del ensayo con pleno conocimiento y pasión.
Luego descubro que el escritor de ensayos está un poco al margen, que nadie reconoce sus logros, aciertos y fracasos. Que para que lo estimen como escritor relevante se va por ese camino macondiano y se sienta a escribir novelas o cuentos, pero (ay) todo está perdido antes de que empiece. Lo que me recuerda esa frase de Boris Vian: “Dentro de todo hombre obeso hay una máquina delgada que gesticula violentamente para que la dejen salir”. Y algo similar sucede con todo ensayista que tiene dentro a ese escritor de cuentos (o novelas) que se retuerce como un poseso pugnando por salir, para que le den un poco de luz escénica y los demás se enteren de que es un escritor a pesar de escribir ensayos.
Intentar ahormar el ensayo en una definición (o reducirlo a ese cuadrito pequeño, especie de aviso clasificado) es quitarle un poco su sentido convulsionante, su estado en perpetua mudanza. Liliana Weinberg, que ha escrito algunos libros intentado desentrañar las potencialidades del ensayo, anota: “En nuestros días el ensayo se hermana con otras manifestaciones, como la poesía o la crónica, para ofrecernos una nueva forma de la búsqueda de buena fe: se trata de encontrar nuevos miradores para dar cuenta del mundo y se trata también de avanzar en la posibilidad de ofrecer nuevas miradas, nuevas narrativas, nuevas interpretaciones, o bien de refinar autocríticamente los viejos moldes”.
A este paso tengo claro lo que no es un ensayo. Un ensayo no es un artículo de opinión a pesar de que sea una isla rodeada de opiniones por todas partes, no es una crónica aunque busque ordenar la vida (o las lecturas) de manera cronológica; tampoco es una reseña de libro a pesar de que las citas de otros escritores cuelgan de todas partes, mucho menos es una columna de prensa a pesar de su verticalidad discursiva; por supuesto no es un cuento a pesar de relatar a veces esas formas sobrantes de vivir literariamente, y menos que menos es una novela aunque desfilen por sus párrafos personajes de todo tipo. En suma, que el ensayo es ideal para ese vuelo sin motor que planea sobre cualquier tema de manera torcida sin hacer distinciones entre lo superficial y lo profundo, cuidando siempre esa subjetividad interesada y movida por los caprichos más conspicuos.
Como hago el amago de escribir ensayos, la gente asume que debo saber de qué va la cosa. Para no desilusionarlos lo asumo: escribo ensayos. Y más que escribirlos los voy trabajando desde la noción del artesano. Voy lijando aquí, busco esmerilar los lados filosos, barnizar un poco allá, luego pulir. Trabajo las palabras, las frases, hasta retorcerlas en sus complejidades metafóricas, e intento sacar el texto de su calle ciega académica. Que el texto se escape por esa puerta iluminada de la dificultad creativa y se trasmute en las alas de una mariposa, en el canto de un grillo o en ese sonido del viento sonando entre las ramas de los árboles o en un atardecer de irascible color naranja. Que el texto no sea un tema sobre algo en específico y que se mude en arte para ser apreciado con todos los sentidos.
Sigo leyendo los ensayos de Montaigne debido a que siempre descubro menudas e imperceptibles mudanzas.
Siempre concebí el ensayo como una vitrina en la que se exhibía el yo del escritor con un montón de objetos exóticos y otras curiosidades estéticas secundarias o de relleno. Ah, y claro, esas lecturas que te empapan la ropa van chorreando y van dejando esa estela brillosa que enseguida te delata como un escritor en segunda potencia, ese escritor entre comillas que escribe acerca de, que diría George Steiner.
Desde esta visión excéntrica (y un tanto traída de los cabellos) decidí escribir ensayos. Si no los hacía desde esta perspectiva del equilibrista, caminando como si nada por un alambre en las alturas, dejaría de hacerlo al mejor estilo Bartleby. Como la terquedad es una de mis fisuras, escribo sin parar ensayos de esto y aquello. Como no las tengo todas conmigo, no doy casi nunca en el blanco, y como he fracasado, en reiteradas ocasiones, lo sigo intentando. Cada escritor se inventa sus razones para escribir, que es un poco como inventarse razones para levantarse de la cama y de nuevo salir a vivir.
Claro que también está esa vaga ilusión de escribir para de algún modo atrapar la realidad cuando en verdad estás inventando algo que se parece a la realidad. Al cabo de un buen rato se comprende que la vida no es un discurso y que la literatura sí lo es y desde ahí todo empieza como a engranar mejor. Después todo ha desembocado en este afán de convertir lo literario, desde varias vertientes, en una conspiración de levedad trascendental. De utilizar las palabras como una pala y descubrir esa extraña poética que trae la vida metida en las uñas.
Sigo leyendo los ensayos de Montaigne debido a que siempre descubro menudas e imperceptibles mudanzas. Antoine Compagnon ha escrito: “Un gran texto sobrevive a los azares de sus lecturas. Se ha leído todo lo que se ha querido en los Ensayos, y está muy bien así: es una prueba de la fuerza de la literatura. Si dejamos de discutir a propósito de su sentido y de su contrasentido, quiere decir que se nos vuelve indiferente. No seré yo, pues, quien se lamente del uso ni del abuso que se hace de los Ensayos, a menudo a pesar de su contexto. Me inquietaría más que se dejara de interpretarlos en contra de ellos, porque esto significaría que ya no nos hablan. La mejor defensa de la literatura es la apropiación, no el respeto estremecido”.
En eso ando: irrespetando todos los géneros literarios. Los combino, los mezclo, hago cocteles estrambóticos apegándome a eso escrito por Michel de Montaigne: “Digo libremente mi opinión sobre cualquier cosa, y aun sobre aquella que supera tal vez mi capacidad y que de ninguna manera considero de mi jurisdicción. Cuanto opino, lo opino además para declarar la medida de mi vista, no la medida de las cosas”.
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