
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario
Acabé de vomitar, abrazado de la taza del retrete, y dejé que el agua corriera hasta que se llevó todo aquello.
Las arcadas suelen ser seguidas de un alivio agotador, pero en esta ocasión no ocurrió así: aún después de enjuagarme largamente la boca y la cara la impresión de fetidez continuó incólume: sentía aquel olor pegado como una capa untuosa a las mucosas de la nariz. Si no encontraba la manera de deshacerme de ella, no tardaría en hacerme volver el estómago de nuevo.
Estos son tiempos extraños en los que es imposible vivir sin enloquecer un poco.
Resultaba evidente que necesitaba con desesperación tomar aire fresco.
Al salir del baño, aún con el picotazo de la náusea y el resabio ácido del vómito en el fondo de la garganta, comprobé que los estropicios no eran de consideración: la ventana se encontraba atrancada (había sospechado que la hoja podía haber rebotado hacia afuera al cerrarla con fuerza, o que quizás algún cristal se habría roto, pero el pestillo había aguantado bien), en la pantalla del televisor con el volumen silenciado seguía gesticulando el mismo personaje funesto de todos los días, sin hartarse jamás de recitar cifras absurdas frente un mapa de colorinches, y al pie del estante vi despatarrado un único libro, un grueso volumen in-cuarto con el lomo hacia arriba.
Me alarmó que no me resultara familiar: mi biblioteca peca de frugal y se encuentra plagada de abstrusos libros técnicos, muy diferentes de aquel engendro anómalo. Me agaché a recogerlo, y sin que esa fuera mi intención, mis ojos cayeron sobre una línea cerca del final del párrafo:
And now was acknowledged the presence of the Red Death. He had come like a thief in the night…
No quise enterarme de más: turbado por ese presagio pomposo y desalentador, devolví el tomo al único hueco que quedaba en la repisa, donde insólitamente ahora faltaba un texto de cinemática. Preferí no darle más vueltas a este fenómeno, pues estos son tiempos extraños en los que es imposible vivir sin enloquecer un poco.
Justo en ese instante el moscardón levantó vuelo; con seguridad se encontraría apostado en algún rincón del anaquel, a la espera de quién sabe qué. Era claro que no había huido antes, junto con las demás moscas. Lo vi ascender con su vuelo pesado y siseante hasta el techo y quedarse allí, como a la expectativa de mi próximo movimiento; su cuerpo de un verde metálico con reflejos purpúreos resultaba casi tan grueso como mi pulgar, y sus ojos eran rojos como carbunclos. Al cabo de unos segundos, al comprobar acaso que yo no me movía, reinició su aseo ritual: se frotó entre sí las velludas patas delanteras y luego se restregó con ellas los ojos; enseguida se acicaló prolijamente las alas con las traseras, primero la izquierda y luego la derecha.
Tomé del revistero un periódico viejo y lo enrollé hasta formar un apretado garrote. Este esfuerzo, por supuesto, al final resultó inútil, pues calculé a tiempo que el bicho se encontraba a demasiada altura como para alcanzarlo desde mi posición, y si arrastraba una silla para treparme en ella le daba tiempo suficiente para escapar. Estaba visto que no tenía más opción que resignarme a su sucia presencia.
Recordé entonces que ya casi no me quedaban cigarrillos. La cajetilla arrugada, exangüe, se burlaba de mí entre el cenicero colmado y un montón de platos sucios. Desde el exterior me llegó, otra vez, el rumor amortiguado de una tos persistente y contenida con pavor.
¿De cuál apartamento provendría?
Tras algunas de las puertas sé que ya no acecha nadie, porque tras ellas ya no queda nadie.
Quien quiera que fuera, entendía que prefiriera mantenerse anónimo, aunque eso no podía durar. La lista de inquilinos ganados a la delación crecía conforme transcurrían los días.
Controlé la hora, me coloqué prolijamente la mascarilla elaborada con un pañuelo viejo (la práctica me había enseñado que resulta más práctico anudar todas las cintas en la nuca) y, a falta de guantes, cubrí mis manos con un par de bolsas plásticas transparentes, que aseguré a las muñecas con unas ligas de goma.
Ya me encontraba listo.
Al abrir la puerta escuché un zumbido, y el insecto pasó rasante por encima de mi hombro izquierdo.
Pues si así lograba deshacerme de él, mucho mejor.
Cada parte del paseo tiene sus miedos particulares. En la primera, descendiendo por las revueltas de las escaleras hacia la planta baja, uno se sabe vigilado por oídos que escuchan atentos detrás de las puertas, por ojos pegados a las mirillas, mientras los labios te maldicen silenciosamente por estar a punto de salir y quizás traer de regreso la plaga. En algo hemos mejorado: ya viene ocurriendo mucho menos que durante los primeros días que salga de golpe al corredor un energúmeno embozado a amenazarte esgrimiendo el puño; a un médico (o quizás un estudiante de medicina, no estoy muy seguro) que vivía alquilado en el cuarto o quinto piso lo atosigaron al punto que no le quedó más remedio que marcharse a otro lugar. Tras algunas de las puertas sé que ya no acecha nadie, porque tras ellas ya no queda nadie. Detrás de otras, como la del apartamento que queda justo debajo de donde yo vivo, en el que habita una anciana con su hijo minusválido, ya no vigilan porque se han resignado a esperar lo que ya les parece inevitable.
Aunque igual los malintencionados siguen siendo mayoría, como si no se terminaran nunca.
Ya en la calle, el miedo es saberse caminando expuesto y vulnerable bajo un cielo altísimo y grotescamente límpido, en medio del silencio inhumano, como de un domingo eterno, quebrado desde lo alto por graznidos de pájaros desconcertados e ignotos. Los propios pasos resuenan inmensos, atronadores, como si fueran pasos de gigante, atrayendo la atención de todos los ojos miedosos, crueles y abyectos que espían desde las ventanas. La calle, que lleva tiempo sin barrerse, está cubierta de los despojos de las minúsculas flores amarillas que caen desde los árboles.
Tampoco esa soledad es perfecta, como no lo puede ser ninguna cosa en el mundo: siempre termina uno por cruzarse con algún otro paseante embozado, que procura cambiar de calzada si te distingue a tiempo, o hurtar el cuerpo y bajar la mirada si lo hace demasiado tarde.
Un zumbido rompe mi concentración y al volverme un cuerpo verde brillante pasa a un palmo de mis ojos: por lo visto aquel bicho repugnante ha decidido convertirse en mi indeseada mascota.
Me tienta frotarme los ojos, pero recuerdo que me han dicho hasta el cansancio que no debo hacerlo. La ocasión es también inmejorable para que bajo la mascarilla comience también a picar la nariz. De pronto me doy cuenta de que me he olvidado de la lista de las cosas que debo comprar, que había redactado tarde en la noche. Pues, tanto da.
Al llegar a la siguiente esquina me di cuenta de que tenía dos opciones: si doblaba a la izquierda, tras caminar un par de cuadras llegaría a una pequeña tienda de abarrotes, de la que no tenía la menor seguridad de que estuviera abierta; si continuaba recto tendría que caminar casi media hora para llegar a un automercado que por lo general está repleto de gente y en el que tendría que hacer fila para entrar. La fila la organiza un custodio con cara de perro, que gruñe ante la más mínima violación a la distancia de seguridad o cualquier ínfima incorrección en la posición o calidad de la mascarilla.
De una de las ventanas de la derecha, de las más altas, alguien me grita una injuria soez.
Lo que al final me decide no es el esfuerzo físico de caminar unas pocas o muchas cuadras, o de confrontar a mucha o poca gente: doblo a la izquierda en la esquina porque me tienta visitar al Viejo: tengo muchos días que no lo veo. El Viejo quizás tenga nombre, pero jamás me lo ha dicho (ni se lo he preguntado). Es un indigente, un trotamundos, un filósofo práctico, que ha logrado el difícil equilibrio de llevar con toda dignidad su miseria, sin rebajarse jamás a impetrar alguna limosna. Con él comparto de vez en cuando unos minutos de charla, o algún cigarrillo. Lamento no llevar conmigo algún pedazo de pan para ofrecerle, aunque quizás pueda redimirme de esta falta a la vuelta. El Viejo suele sentar sus reales en el pórtico abandonado de una antigua librería, aunque cuando hace buen tiempo se traslada con todos sus cachivaches e impedimenta a los bancos de un paseo que queda un poco más abajo, cerca de la entrada de la Ciudad Universitaria. Tiene como inseparable compañero de penas a un gozque de laboriosa fealdad, canijo y mugriento, con el que comparte su magra pitanza y al que le ha puesto como nombre Arquímedes. Los vecinos de la calle llevan años aceptando mal que bien la presencia de esa pareja en su entorno, limitándose a ignorarlos, como si fueran invisibles.
Brujería o no, un instante antes de decidirme el moscardón vuelve a adelantarme y se dirige precisamente en esa dirección, como si me hubiera leído el pensamiento.
De una de las ventanas de la derecha, de las más altas, alguien me grita una injuria soez. No alcanzo a ver el rostro de mi agresor, pero por si acaso le respondo mostrándole en alto el dedo medio de mi mano derecha. Que lleve la mano envuelta en una bolsa plástica quizás le quite solemnidad al gesto, pero es algo que no se puede evitar.
Al cruzar en la siguiente esquina, el perrillo salió a mi encuentro arrastrando un pedazo de bramante, meneando el rabo con turbación. Es raro que su amo lo haya dejado sin atar, aunque intuyo que quizás éste se habrá quedado dormido, y el chucho habrá aprovechado para fugarse. Al Viejo lo encontré en su lugar acostumbrado, tendido en una silla de playa desvencijada, oculto a medias dentro del pórtico. Me acerqué para hablarle. La mascarilla, elaborada con un cuadrado de muselina estampada, se le había corrido a la barbilla. Tiene la cabeza echada hacia atrás, los ojos entreabiertos, dejando al descubierto una línea de esclera amarillenta, y de los labios cercados por la crecida barba gris le gotea un icor repulsivo.
Alguien se me ha adelantado: mi moscardón recorre el rostro de piel apergaminada y tostada por el sol, maculándolo con sus deyecciones.
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