Publica tu libro con Letralia y FBLibros Saltar al contenido

Alma

miércoles 27 de mayo de 2020
¡Comparte esto en tus redes sociales!
Alma, por Ruth Ana López Calderón
Contempló su rostro en el manchado espejo. ¿Cómo era posible que esa imagen reflejada fuera la de ella?

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

Caminaba por una calle desierta. El ruido de sus pasos cortaba el silencio. Sus ojos cansados veían los edificios con algunas ventanas iluminadas y las sombras que se movían adentro, era el mismo espectáculo en todas partes. De pronto, la sobresaltó el silbido de una sirena y se agachó entre unos contenedores de basura. La calle estaba desierta, pero su respiración se aceleró al ver pasar una patrulla. No, no pudieron verla.

Respiró aliviada y siguió caminando sin rumbo. Buscaba un lugar dónde pasar la noche, un lugar seguro donde nadie la viera.

Estaba acostumbrada a las miradas de desconfianza de la gente, a los murmullos, a las caras agrias y a la distancia.

Había vivido así por mucho, mucho tiempo, demasiado. Venía de un centro de aislamiento de otro estado. No había dejado huellas, era lo que pensaba. El tiempo que estuvo como voluntaria atendiendo a los infectados no sobrepasó el límite que le dedicaba a cada centro, eran tiempos cortos, lo suficientemente cortos para que no la notaran en medio de tanto caos.

Su misión era ayudar, encontrar a la persona que la sacaría de esa pesadilla, y en todo ese tiempo se había dado cuenta de que no resultaría nada fácil. Algunos científicos la buscaban. Un día, recibió un mensaje anónimo alertándola. Por eso escapaba. Había escuchado cosas atroces acerca de lo que les sucedía a las personas como ella.

Después de unos minutos caminando, llegó a una especie de callejón y, al ver que no había nadie, se acurrucó en el fondo, detrás de unos cartones, y pudo dormir un poco. El olor fétido proveniente del contenedor de basura que había a unos metros la despertó. Cogió su bolso y salió de allí para buscar algo de comer. Entró en una cafetería discreta y pidió un café. Estaba acostumbrada a las miradas de desconfianza de la gente, a los murmullos, a las caras agrias y a la distancia. “Cómo ha cambiado todo”, pensó; el mundo ya no era el que alguna vez conoció.

Después de eso, tomó lo más parecido a un precario desayuno. Cuando terminó, entró en el baño y se lavó. Contempló su rostro en el manchado espejo. ¿Cómo era posible que esa imagen reflejada fuera la de ella? Y recordó algún momento similar, del pasado, de antes de que todo cambiara; suspiró, sacudió la cabeza como queriendo con ello alejar los recuerdos, y salió.

Debía encontrar algún vehículo que pudiera acercarla a otro estado, en este no había centros de confinamiento. Se detuvo en la gasolinera; su único equipaje era el bolso. Miró al conductor de un camión de transporte de alimentos que acababa de cargar combustible. Cruzó con él unas cuantas palabras y luego subió. Había usado peores medios de transporte, así que ya no le importaba: era algo en lo que no se reparaba en ese tiempo.

Algo más de cuatro horas duró el viaje. Evitó cualquier tipo de conversación; no era seguro. Cuando llegaron al puente se bajó y continuó lo que faltaba a pie. Ya en el centro del pueblo observó; no quería preguntar a nadie, sabía que podía deducirlo como siempre. Estaba oscureciendo cuando notó que había una ruta que tomaban sólo algunas personas, con aspecto de médicos o enfermeras. Ya sabía a dónde dirigirse, pero antes tenía que comer. Buscó un lugar cercano y pidió algo; nada olía como antes, nada sabía como antes. “Comer ya no es un placer”, dijo en voz baja, “es una mera acción mecánica para mantenerse con vida”.

Mientras caminaba hacia el centro de confinamiento repasaba mentalmente, como siempre, cuál sería su estrategia para pasar desapercibida. Hizo una mueca como de resignación y tocó con los nudillos en la puerta. Pasó casi un minuto antes de que apareciera una mujer cubierta por completo con un traje hermético. Le hizo una seña indicándole que se identificase. Ella apoyó su credencial en la puerta de vidrio y la mujer siguió rigurosamente el protocolo de bioseguridad.

Después de pasar por la cámara de desinfección se colocó el traje, guardó sus cosas en un casillero e ingresó por un gran pasillo que la conducía a la central de asistencia, donde recibiría las instrucciones.

El lugar era como muchos otros, tenía el olor característico a desinfectante y a muerte. Las salas inmensas y las camas en rigurosas filas, el movimiento de médicos, enfermeras y voluntarios le era familiar. Se aproximó al número 3030, lo observó y pensó: ¿cuál sería su nombre?, ¿cuál su historia?… Las personas se habían convertido en fríos números, pero eso ya venía sucediendo antes, sólo que ahora se sentía con implacable intensidad lo inhumano del hecho. Miró los ojos del paciente, controló los signos vitales, reguló el ingreso y egreso de algunos fluidos. Cada vez era más profunda la sensación de tratar sólo con cadáveres; eso era complicado porque le provocaba una inmensa tristeza y contrariedad.

Del doctor Gumier no sabía nada; no podía preguntar porque tal vez los otros sospecharían algo. Tendría que ser paciente y cautelosa para poder encontrarlo. Mientras tanto, dedicaba su tiempo a cuidar a los infectados. Número 8003; sexo: femenino; fecha de ingreso: 27-03-2027. Todos tenían algo parecido, el brillo en sus ojos se había extinguido. En su tiempo de descanso pensaba en lo rápido que había ocurrido todo, en la infinita impotencia que sentía, porque nada podía hacer, excepto mitigar un poco el dolor hasta que llegara la muerte.

Escuchó el clásico sonido de la alarma, el cambio de turno, le tocaba el pabellón XXX. Exhaló un suspiro y se dirigió hacia el lugar, había que tener un estómago fuerte para soportar aquello. Era como la antesala de la muerte. La temperatura del lugar se asemejaba a la de una morgue, el olor era muy difícil de tolerar y el aspecto de los cuerpos ya no se podía describir.

Ya había llegado casi al plazo máximo de tiempo que se quedaba en cada lugar. Debía planificar bien su estrategia.

Esqueletos cubiertos con piel, un color amarillo verduzco que impresionaba, ojeras negras y los labios también negro-azulados. En la cabeza, escasos cabellos que en poco tiempo se tornaron blancos. Estaban conectados a unos respiradores y el ruido que hacía el aire al entrar a los deteriorados pulmones era como una marcha fúnebre. Realmente fue un alivio cuando terminó el turno en ese lugar. Salió de allí con el rostro enjuto, casi desfigurado. Faltaban un par de horas para que terminara sus rondas, y mientras lo hacía, prefirió no detenerse mucho en ningún infectado. Era más fácil así, también más inhumano.

Había tomado una ducha, comido algo y estaba en las literas donde dormían los voluntarios. No pudo evitar recordar a sus padres y cómo se habían esfumado, luego su esposo… Un sentimiento de soledad absoluta la invadió, pero tragó saliva para deshacer el nudo en su garganta y se obligó a dormir.

Habían transcurrido cinco semanas de su trabajo en el centro. Por lo poco que pudo escuchar, el doctor Gumier estaba en Italia y regresaría recién en la primavera. “Falta mucho”, pensó. Ya había llegado casi al plazo máximo de tiempo que se quedaba en cada lugar. Debía planificar bien su estrategia. Quedarse ahí a esperarlo era muy arriesgado y pensar en llegar hasta Italia también. Otra encrucijada más, pero debía resolverla de algún modo. Casualmente, en un cambio de turno, coincidió con el doctor Lenoir. Sabía que era muy amigo de Gumier desde la época universitaria. Tuvo que correr el riesgo y preguntó. Supo entonces que las investigaciones estaban muy avanzadas y esa era la razón por la que Gumier demoraría en Italia. Antes de darle tal información, el doctor Lenoir la interrogó en cierto modo. No era como una simple conversación de médico encargado del pabellón y voluntaria. Le preguntó de dónde venía y cuál era el vínculo con Gumier. Ella improvisó, dijo que venía de la Cordillera, y Lenoir alzó el ceño y la miró. “Sudamericana”, dijo, y ella asintió. No cruzaron más palabras, el turno había concluido y ella debía hacer la ronda por otro pabellón.

Una semana después de la charla con el doctor Lenoir, notó que el resto del personal la miraba de modo extraño. Daba la sensación de que querían preguntarle algo pero se contenían, y eso la inquietó bastante. Decidió no preguntar más y limitarse sólo a su labor. Esa noche, antes de quedarse dormida, había estado pensando en otras tragedias que superó la humanidad. Todas provenían de elementos nocivos: toxinas, bacterias, virus… Algunos fabricados por el propio hombre, con base en los animales que transmitían enfermedades al hombre, en las plantas que infectaban al hombre, parásitos que pasaban con rapidez de un ser humano a otro. Pero se encontraron remedios, vacunas, tratamientos más o menos complejos. Y aunque se perdieron miles y millones de vidas, el mundo logró recuperarse. Esta vez no sería diferente. Eso se repetía ella aunque, cada vez que lo hacía, no podía dejar de pensar en que llevaban años trabajando, tratando de encontrar la cura, alguna vacuna o medicamento, pero nada había dado resultado y el mortal virus se había llevado a más de dos tercios de la población mundial. Cerraba los ojos y se decía: mañana puede ser el día.

Se aproximaba la primavera, eso la tenía en cierto modo ansiosa. Comentaban en el centro que el doctor Gumier llegaría pronto.

Los experimentos que había realizado en Italia habían sido alentadores, pero no lo suficiente como para confirmar que se había encontrado la cura. Contaba los días desde entonces, nunca se había quedado durante tanto tiempo en un centro, tuvo que valerse de su carácter y su genio para no levantar sospechas. Esa mañana, mientras recorría el pabellón XXX, asistió 37 decesos con intervalos de fracciones de minutos. Era abrumador, por momentos perdía el control y lloraba, se escondía en algún retrete y lloraba. No se podían demostrar signos de debilidad, no estaba permitido. No podía negar que ese fue un día más que difícil para ella, recostada en su litera recordaba a sus seres queridos que habían fallecido, pensaba en ella, la recordaba… ¿Dónde estaría? Eso le daba valor para seguir. Inmersa en su trabajo, pasando el tiempo entre sus recuerdos del mundo como lo había conocido y la certeza del mundo como era ahora.

La gente que quedaba viva se había acostumbrado al distanciamiento social, llevaban años con eso, y de tanto en tanto, de acuerdo a las curvas ascendentes y picos de la pandemia, volvían a confinarse en sus domicilios. Habían muerto millones y millones de personas en todo el mundo, el escenario que mostraban las ciudades era desolador, nada se había recuperado, ni la economía, ni la tranquilidad, mucho menos la libertad. Seguían existiendo los paradigmas de la extrema riqueza y la extrema pobreza, sin términos medios. La comida era escasa, muchas cosas habían desaparecido por completo de la faz de la tierra, quedaban sólo en la memoria… Tantas cosas, sentimientos, olores, sabores, sensaciones, costumbres, identidades. Las emociones debían ser reprimidas si querían sobrevivir en un mundo como ese. Había grupos de inadaptados que causaban pánico a su paso. No, la humanidad no aprendió nada, no mejoró nada; por el contrario, la reacción a lo sucedido fue insensible y atroz. Había un solo gobierno para todo lo que quedó del planeta. Como siempre, procedía de una de las que fueran grandes potencias. Todo el resto de países quedó sometido a ese régimen.

Los días pasaron y apenas faltaban veinticuatro horas para que llegase el doctor Gumier. Estaba más que ansiosa. Miró por el solárium, hacia el cielo, que tampoco parecía ser el de antes. Todo había cambiado tanto, tanto.

En el auditorio se daría la noticia que cambiaría el rumbo de la humanidad.

El día de la llegada del doctor Gumier tuvo que controlar su emoción; tal vez no podría verlo ese mismo día, como era su deseo, pero al menos sabría que estaba allí, en ese inmenso centro de confinamiento, y llegaría el momento de poder conversar. Nueve días después de su llegada, Gumier tenía que presentar un proyecto ante todos los médicos y personal que trabajaban ahí. Él sabía que Alma se encontraba entre los voluntarios y pidió que fuera ella quien lo asistiera en la presentación. Esa petición dejó a todos algo desconcertados, ya que muchos esperaban ser merecedores de tan alto honor. En el gran auditorio estaban todos con los habituales trajes de bioseguridad, incluyendo a Alma y al doctor Gumier. La presentación se llevó a cabo con éxito, había una esperanza, tal vez dos. Gumier explicó que la base de la vacuna estaba casi lista pero era sólo la base, es decir, el vehículo. Faltaba lo más importante, que era el anticuerpo, que tendría que ser extraído de un ser humano único… Hubo silencio, las caras cambiaron de expresión, saltaron al unísono un montón de preguntas pero Gumier dio por terminada la presentación por ese día y citó a todos para la siguiente semana, el mismo día y hora.

En el ínterin, Gumier pudo hablar en reiteradas ocasiones con Alma; le dijo que había encontrado a María, que estaba sana y protegida en un búnker. El problema era que se encontraba en manos de los gobernantes, los científicos y políticos se habían puesto al tanto de la situación y la tomaron como rehén. Alma le dijo que no era necesario que hicieran eso, ella se ofrecía voluntariamente. Respiró profundo y le dijo al doctor Gumier que podía proceder, con la condición de que le asegurara que él se haría cargo de la supervivencia de su hija María, que la mantuviera siempre a salvo.

Llegó el día señalado para la siguiente conferencia de Gumier. En el auditorio se daría la noticia que cambiaría el rumbo de la humanidad. Alma no estaba nerviosa; por el contrario, con la noticia de que su hija María estaba bien y el compromiso del doctor Gumier de cuidarla siempre, ella sentía que había logrado su objetivo. Ayudar a la humanidad a un nuevo comienzo, ayudar a su hija a estar bien y cerrar el ciclo de su vida en el que había cargado un gran peso. Gumier dijo entonces: “El misterio de la vacuna, como ya lo había adelantado, está dentro de un ser humano y gracias a la generosidad de ese ser humano, que está justo a mi lado, el mundo podrá volver a comenzar”. Todos miraron a Alma y se miraban entre ellos sin poderlo creer.

Fue así como Alma González dio su vida para salvar a la humanidad, para salvar a su hija, y murió con la esperanza del inicio de un mundo mejor.

Ruth Ana López Calderón
Últimas entradas de Ruth Ana López Calderón (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio