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Fragmentos de una cuarentena
(diario de marzo y abril de 2020)

jueves 28 de mayo de 2020
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Fragmentos de una cuarentena (diario de marzo y abril de 2020), por Néstor Mendoza
Una semántica del encierro. Una forma de variar los hábitos en el encierro. Qué difícil. Si vuelvo a estas líneas no es buen síntoma.

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

De La montaña mágica: “Hora tras hora, el espacio crea transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo, pero que, de alguna manera, superan a éstas”. ¿Esta cita podría darme señales para los textos propios?

Viernes 10 de marzo. Muy contaminado de libros para estar sin ellos. Esta es mi tercera noche en Jamundí, municipio cercano a Cali, en casa de mi hermana Griselda, acostumbrándome de nuevo al calor, los mosquitos y esta lluvia nocturna que aviva el calor. Vine con poca plata, mis hermanos me pagaron el pasaje. Vine solo, con cuatro libros y un morral medianamente lleno. Ahora mismo avanzo y casi termino una antología de cuentos de Uslar Pietri. Agradable reencuentro con sus relatos. Cuando regrese a Bogotá buscaré otros libros suyos en la Biblioteca Luis Ángel Arango (si es posible, en medio de todo). Este viaje solitario me ha permitido una lentitud en el ánimo para pensar en los planes futuros. Debo tomar decisiones junto a Geraudí, para definir nuestra residencia, bien sea en una zona más apropiada de Bogotá, o un cambio de clima, hacia Cali o Jamundí. Es necesario un cambio de espacio, donde invirtamos el mismo presupuesto actual. No más. Espero a que llegue mi hermano Rubén para acompañarlo al trabajo y luego iremos a Cali, en la noche (un largo viaje, me ha dicho) a la granja del jefe. Griselda le dirá a una amiga que me compre el pasaje Cali-Bogotá, para el domingo en la noche. Quería irme el sábado, pues ya temo el avance del coronavirus. Ya hay casos en Colombia, algunos en Bogotá.

El efecto de la pandemia, en el encierro, retrasando el mal, procurando que no llegue nunca, a nadie.

Sábado 11 de marzo. Un mes más de la muerte de mi papá. Hoy no he salido de casa, mejor dicho, no salí. Griselda me dejó desayuno, una arepa grande. Desayuno aunque me levanté muy tarde. Lavé toda mi ropa sucia. Terminé de leer Los escapados, entrañable novela de Evelio Rosero (quien habla en la novela es un niño de unos once años, las aventuras propias de la edad, el primer amor, las rivalidades, un viaje temerario con un compañero de estudio, todo circundado por la muy probable pérdida del año escolar).

Martes 17 de marzo. Anoche, una lucha para controlar un ataque de pánico. Ya me había pasado, hace ocho años. Qué difícil bajarle el ritmo al corazón. Temor al contagio. Debo serenarme. El pecho se sentía como si no hubiese nada más: sólo el corazón en alguna parte, sosteniendo el ruido interior. Una forma de serenidad, me parece, podría estar en el orden, en las pequeñas tareas diarias. Desde lavarse las manos hasta releer, con más calma, Las lanzas coloradas.

Miércoles 25 de marzo. El efecto de la pandemia, en el encierro, retrasando el mal, procurando que no llegue nunca, a nadie. Lecturas, correcciones, escritura.

Jueves 2 de abril. Tres días de migraña intermitente. Días improductivos. Esquivos. Irregulares. El encierro empieza a hacer estragos. Quisiera mediar, ser una pieza útil en esta cuarentena. Demasiada cercanía, quizás, empieza a afectarnos. Días duros, en los que uno debe mostrar fortaleza. El asunto es conservar la salud mental, pues, dado el caso, puede resultar más severo que las amenazas de la pandemia.

Novak Đoković en su casa, utilizando un sartén como raqueta de tenis. Lo poco que he podido retener en los intermitentes encuentros con las noticias. ¿Para qué verlas si las noticias ocurren dentro de mi casa, le ocurren al vecino y a la dueña de la tienda donde compro las verduras? Los muertos de Nueva York, los de Italia. Los del mundo. Miles todos los días. Escribo. Trato de mantener surtida la despensa. Un privilegio en estos días.

Sábado 4 de abril. ¿Qué veo en los cuentos de Andrés Caicedo? Precocidad, conciencia de la oralidad en el relato, afición al cine, una juventud suspendida, que sigue casi intacta, desde el 4 de marzo de 1977. Sí, hay una presencia, fuera del texto, que parece mirar mientras leo.

Miércoles 8 de abril. Me duele el mentón. He leído sin parar. O sólo parar para comer. Ayer reacomodé todo en la pieza. Ahora hay más espacio. Se aprovechó más el espacio disponible. Sigo con lecturas cruzadas, centradas en Blanco nocturno, de Piglia. Descargué otros libros del autor con la idea de disminuir la dispersión que tengo en cuanto a lecturas. Geraudí y yo tomamos decisiones de convivencia que resultan productivas.

Hoy, Rafael Cadenas cumple noventa años. El poeta Samuel González Seijas me ha invitado, así como a otros autores venezolanos, a escribir algunas líneas conmemorativas. En 2018 escribí un largo ensayo sobre Cadenas, y de allí tomé el siguiente fragmento para enviárselo a Samuel y a su revista Al Sur del Equanil:

Mi primer Cadenas apareció en tiempos de pasillos universitarios. Llegó una antología suya, la clásica de Monte Ávila, grata recomendación de una compañera de estudios; era una época, la nuestra, de escasos dieciocho años de edad y con entusiastas aspiraciones, nunca realizadas, de estudiar Filosofía en la Universidad Central de Venezuela. Lo segundo nunca se materializó; sin embargo, lo primero, aquella antología, anunció un decir bastante alejado de la abundancia hímnica, apasionada, y que terminó de afianzarse en los gustos de aquel joven sin biblioteca, que frecuentaba el comedor, que casi nunca hablaba. Aquellos versos cortos, secos (resecos para mí), que se interpelaban, que dudaban, desconfiados, decían algo con la firmeza y la fuerza necesarias para evitar que olvidáramos su procedencia. Sentía un dolor en ellos, de algo se resentían. ¿Era posible o viable escribir de esa manera, más prudente, menos lírica? ¿Quién era ese hombre que se mostraba en la portada grisácea del libro? ¿Qué había tras las palabras críticas, aquel prólogo de Luis Miguel Isava? Algo se vaciaba, se desinflaba, caía de pronto. Parecía tocar suelo, quedarse a ras de suelo: reptar. Lo místico, lo ascético, era sólo una manera de quedarse en tierra, de hacer más nítido el paisaje, interpretándolo (“Debe haber una mirada que nos devuelva la tierra”). Eran versos que, mal leídos por mí, podrían pasar por depresivos, deprimidos, nihilistas: en otras palabras, partidarios del pesimismo. Lo cierto es que estos poemas tenían muy claro su terreno: por un lado, lo que comúnmente se conoce como “conciencia lingüística”; y por el otro costado, quien hablaba era testigo de un desmoronamiento social y espiritual. Pocos años bastaron para el derrumbe republicano. El ave que aparecía no era la paloma con la hoja de olivo en el pico, sino el cuervo —o tordo o mirlo— que surca el cielo como oscuros mandamientos de exterminio: “Pájaros. / Cruzan / el sosiego // Tal vez / encuentren / al que buscan”. No pretendo descalificar: era un ave de mal agüero, no maligna sino premonitoria, ¿por qué no?, que anunciaba y sin falsas expectativas señalaba el incendio detrás de la aparente calma y la ilusoria abundancia. Porque lo visionario en Rafael Cadenas no se queda en mera conjetura, en las cartas echadas por un engañoso tarotista o por el “ideólogo” que apunta a un futuro utópico sólo imaginable en tomos de ideología militante: en la poesía de Cadenas el mal anunciado se va materializando; el derrumbe no era ideal sino real, provocado por todos entre silentes o estruendosas excavaciones (complicidades, omisiones…).

Sólo tenías cánticos castrenses para mí, esa era tu manera de ser padre.

Jueves 9 de abril. Una semántica del encierro. Una forma de variar los hábitos en el encierro. Qué difícil. Si vuelvo a estas líneas no es buen síntoma.

Un poema sobre mi papá. ¿Qué y cómo escribir sobre él?

El viejo

El viejo, nombrado así por mi mamá,
como sencillo apelativo para diferenciarnos.
Él sería El Viejo, de manera que yo vendría a ocupar el nombre,
el peso de su nombre y el peso de mi nombre.

Busco una manera sencilla de contar esto.
Así lo hago, papá:
contar lo que hiciste sin descanso
hasta que una variante de la muerte te alejó de todos.

Dormías.

Vieron tus manos en extraña rigidez, en tu pecho, tú, que no rezabas.

La noche anterior dejaste varias llamadas en mi celular;
llamadas que, por negligencia mía, dejé en el registro de llamadas sin atender.
Ahora yo estoy perdido y esas llamadas, con sus fechas, están sin contestar.

El Viejo:
mecánico, latonero, herrero, camionero.
¿Es que nunca te casabas?

Naciste un 27 de febrero. 1954.
En este preciso momento reúno más datos para saber quién fuiste.
Tú y mi mamá se conocieron en Barquisimeto,
mientras “pagabas servicio” en el cuartel militar.

Veo la foto que me dio tu hermana, mi tía; tú tan joven, uniformado.
He tratado de hacer una descripción más o menos literal de cada testimonio.
No quiero ofrecer un retrato afectivo, sino un registro biográfico convencional.
Tu hijo, o sea yo, comenta que disfrutaba mucho cuando lo llevabas a viajar contigo.
Eran viajes de trabajo, cuando trabajaste como chofer en una empresa fabricante de láminas para techos.
Él tendría unos 8 años y recuerda que el viaje fue largo, unas 5 horas y de ida y vuelta, y que le compraste una bolsa grande de papas fritas y alguna bebida.
Viajaban en un camión, y de regreso, ya tarde, recuerdas una lluvia intensa que retrasó el retorno.
“Levántate recluta que ya amaneció, ¿por qué no te viniste cuando me vine yo?”, decías, como canción de cuna para dormirme. Sólo tenías cánticos castrenses para mí, esa era tu manera de ser padre.

Domingo 12 de abril. “Gulag con sol”, me dice mi amigo Rubén Darío, desde Maracay, en un mensaje de WhatsApp. Lo dice refiriéndose a Venezuela. Hoy, la mañana de Bogotá, más bien el inicio de la tarde, ofrece un sol poderoso. De esos soles que no duran mucho en la ciudad. Hay que aprovecharlo asomado a la ventana que da cara a un panorama extenso, totalizador. Con Rubén he venido hablando estos días, de las capacidades y los estragos del encierro, de las variantes de la monotonía, de las inutilidades de la lectura, de la vida allá afuera y vivida en los demás. El dinero se acaba, hoy compré dos mil pesos en pan, un rollo de papel y un litro de leche. Por suerte, mañana me pagan un lote de libros que vendí a un amigo librero (sesenta mil pesos). A él le he estado vendiendo paulatinamente la “biblioteca” que armaba en Bogotá. Necesito dinero y no tengo mucho espacio. Son libros que ya he leído, que puedo leer en otro momento o que no me interesa leer por ahora. Ya vendrán tiempos más calmados para pensar en la acumulación de libros no leídos.

Quiero terminar hoy Blanco nocturno. Voy por el segundo y último capítulo. En el trayecto me topo con un libro de cuentos de Roberto Burgos Cantor (Una siempre es la misma), que me regala un estupendo fragmento que podría servir como epígrafe para un texto en proceso. Lo copio: “Este oficio tiene sus reglas y excita querer romperlas. La conversación sí es libre. Si yo digo que me explique por qué cortó la llamada, él me imaginará como una esposa, una novia, una mamá, una amante. Y el juego se volverá repetido, algo que ya se conoce. Entonces, para qué. Así vendría esa baba de las justificaciones y su mentira. No. No. Hay que ser un llamador y una contestadora. La vida, que es rara, dirá el resto”.

Teníamos pensado salir por acá cerca a comprar verduras y algo de charcutería, pero una mezcla de desánimo, precaución y flojera lo impidió. Mejor será mañana.

En el “patio” de la casa (un pequeño desfiladero con monte alto) hay una mata de uchuvas. Una planta que da una fruta redondeada metida entre hojas con forma de vaina. Desde fuera no se podría imaginar el sabor, entre ácido y dulce, de la pequeña fruta. Los dueños de la casa desmalezaron el pedazo de tierra, que da cara a toda Bogotá, y quitaron la planta para sembrarla en otra parte. La fruta puede permanecer dentro de la vaina, indefinidamente, con las hojas secas pero dentro la esfera permanece fresca en espera que algún animal o nosotros mismos la arranquemos y de un solo bocado nos la comamos.

Lunes 13 de abril. Salí temprano a buscar el dinero y a entregar unos libros. La casa del amigo librero, A.H., queda muy cerca, en el mismo barrio. Toqué y me pareció temprano pero esa había sido la hora convenida. Salió primero un gran y cariñoso perro (como perro actor de miniserie), luego salió A.H. aún con cara de sueño y barba poblada de cuarentena. Un rápido vistazo al paquete de libros, sin sacarlo de la bolsa, y un par de preguntas convencionales antes de despedirnos.

Bogotá inicia hoy el “pico y género”, que prohíbe la circulación de hombres los días pares y la circulación de mujeres los días impares para la adquisición de alimentos, medicinas, así como para el desplazamiento a servicios bancarios. Teníamos pensado salir por acá cerca a comprar verduras y algo de charcutería, pero una mezcla de desánimo, precaución y flojera lo impidió. Mejor será mañana.

Terminé Blanco nocturno, en la madrugada, con un poco de dolor de cabeza y en los ojos, pero la terminé. Un final muy ceñido al género policíaco, y con el grato sabor de los personajes: los métodos poco ortodoxos del comisario Croce, el cronista Renzi (me pareció el más cinematográfico de los personajes), Sofía Belladona (la más sensual de las mellizas), el díscolo y atormentado Luca Belladona. Termino el segundo cuento de Burgos Cantor y a la mano está Mañana en la batalla piensa en mí, novela de Javier Marías, que me acaba de prestar Cristian, al levantarse. Hoy, qué dicha, Bogotá amanece con buen sol. Saldré un rato a la ventana-acantilado.

Entre las lecturas en proceso, se impone, sin buscarlo, La sed del ojo, de Pablo Montoya. Del autor colombiano ya había leído Tríptico de la infamia y Lejos de Roma. La sed… tiene el mismo esmero estilístico de toda la obra de Montoya, que no parece alejarse de la elegante prosa y de la primera persona que asume, casi tiránicamente, las bridas de la narración. Esta edición incluye una seductora galería de fotos, que alternan con los capítulos no muy extensos. Son fotos que escandalizaban para la época (mediados del siglo XIX), y que aún en pleno siglo XXI mantienen una interesante atracción por su belleza y evocación sexual.

Martes 14 de abril. Un fragmento de La sed del ojo: “Eres bella, dije. Y la belleza, a veces, es mejor no tocarla”. Lo asocio al bello susurro de Sissel en “Jesús, alegría de los hombres”.

Respondieron de la Revista Altazor, bastante rápido. Publicarán mi viejo ensayo sobre Juan Ramón Jiménez. Es un texto escrito con admiración, desacralizante, en el que más enfatizo mis inquietudes en torno a la forma de escribir prosa ensayística.

Mañana en la batalla piensa en mí tiene una escritura circular, o más bien, que reitera algunas acciones y obsesiones del personaje central, del hombre que está en el apartamento antes de la consumación amorosa, pues la amante muere en sus brazos. Aunque existe una evidente alusión a Shakespeare (la escena III del acto V de Ricardo III), Marías lo contextualiza en una pareja madrileña del siglo XX. Una cosa que me atrae, hasta el momento, es cómo con pocos elementos el autor estira la trama, elásticamente, y lo que pudiera resultar repetitivo se vuelve recurso lúcido. En treinta páginas comprimidas, el español que utiliza Javier Marías no se ralentiza con regionalismos o modismos peninsulares. Lo malo del libro es su letra menuda que no me permite avanzar más rápido. Debo leer no más de tres páginas seguidas porque si abuso me da una ligera punzada en la cabeza, arriba de las pestañas.

Geraudí ha puesto una varita de incienso en el cuarto para espantar el olor a comida almacenada. Amanece un día con sol y ligera brisa fría. Griselda me dice que en Mariara están bien, a pesar de todo. Que mi sobrino (recién operado de apendicitis) y mi mamá están bien. En estos momentos se ha hecho imposible ayudarlos.

Publicaremos, en El Taller Blanco Ediciones, el primer libro de mi buen amigo Rubén Darío Carrero (en formato digital). Me pidió algunas palabras para contraportada. Transcribo el texto:

Como si fuese posible rastrear los hábitos de lectura y los hábitos de un hombre, con ese propósito me acerco a Otro futuro o nada. Su autor, Rubén Darío Carrero, en un ejercicio de reescritura que, me consta, se extiende por más de diez años, ha llevado este libro de archivo en archivo, mostrando cada tanto los avances o las versiones de un mismo impulso. Rubén ha acumulado experiencias leídas, que se confrontan con viajes forzosos a Buenos Aires o Santiago de Chile. Realmente estos y otros espacios ya eran habituales en su escritura, zonas suficientemente frecuentadas en la intimidad de la casa y del subrayado. Carrero propone en Otro futuro o nada una estética de la individualidad, es decir, la visión de un lector y poeta que cuestiona, disfruta e ironiza, como una manera de interacción con lo que él asume como realidad. Rubén habla desde el verso libre, la prosa, desde la brevedad de una línea aforística. Si algo otorga la paciencia y la duda creativa, y en Rubén resulta evidente, es la cualidad de tener claro desde dónde se escribe, desde qué lugar podría fundarse una escritura. Rubén, en este aspecto, se mueve desde la ciudad y las dimensiones de lo cotidiano: su habitación, su cuarto de estudio, la biblioteca, los bares y las plazas y alguna que otra pizzería, por citar algunos entornos (“Siempre dicen lo mismo: un hombre sin rutina no tiene destino”, nos dice). Esto le ha permitido tender un espacio sensorial, que logra matizar en sus poemas. Rubén mira y oye, especialmente. Se nota un diálogo con otros poetas, mediante citas y menciones. Si detallamos los tiempos que interactúan en este libro, se verá al niño, al adolescente y al hombre que parece retornar a una ciudad cada vez más hostil, pero que termina siendo urgente y necesaria. Una poesía que, aunque exija que decidamos entre una cosa u otra, entre un futuro o nada (con esa o disyuntiva), no deja de mostrar una opción para la esperanza.

El letargo me golpea. Estuve casi todo el día pegado a la computadora y no reposé lo suficiente. Tengo sueño, cansancio. El sedentarismo me está afectando. Nos está afectando. He visto pocas noticias en los últimos días.

Mis hermanos: hoy los recuerdo y les agradezco que estén allí, con sus formas de ser y su voluntad de cercanía.

Miércoles 15 de abril. Me levanté tarde y quería seguir acostado, pero no me gusta desaprovechar el día. Al llegar las doce, el día avanza demasiado rápido y se esfuma. Vendrá un señor de la televisión por cable a arreglar el desajuste de la señal. El televisor tiene meses con fallas y los canales se ven borrosos. La dueña de la casa, gentilmente, ha hecho la diligencia y el costo saldrá muy bajo. Esperaremos un rato para bajar y comprar las verduras. Me da terror que lleguen otros gastos y quiero prevenir. Logré calmar la ansiedad con la lectura de La sed del ojo. La alternancia de la fina prosa con la sugestión de las imágenes ofrece, sin duda, una experiencia más rica. Auguste Belloc es, al mismo tiempo, personaje real y personaje de ficción en La sed del ojo. El fotógrafo francés, que tanto revuelo causó por las posturas femeninas de sus fotos, se mueve con la soltura de la seducción.

La eclosión del Covid-19 me sorprendió en un breve viaje a Jamundí, municipio cerca de Cali, en Valle del Cauca. Se iniciaba el mes de marzo. La generosidad de mis hermanos, quienes asumieron los pasajes del bus y los gastos de toda una semana, permitió el desplazamiento. Tenía dos años que no veía a mi hermana Griselda, desde aquel marzo de 2018, en Cúcuta, cuando ella y su pareja (hoy lamentamos tu partida física, querido Kennedy) me recibieron por tres semanas. A Rubén, mi hermano menor, no lo veía desde aquel doloroso 13 de diciembre del año pasado, cuando nos reencontramos para cruzar juntos la frontera por la muerte de nuestro padre. De manera que, luego de dos años, nos veíamos los tres en Jamundí. El bus salió de Bogotá un sábado en la noche, y llegué al confuso terminal (¿todos lo son?) antes de las 8:00 am. Ese día me llevaron a comer unas descomunales empanadas de pabellón preparadas por una joven zuliana. Para quienes no las conozcan, estas empanadas están rellenas de plátano maduro (tajadas), caraotas (que en Colombia llaman frijol negro) y carne mechada. Ese fue el desayuno de ese día. De allí fuimos a un centro comercial con nombre de editorial española (Alfaguara): mis hermanos compraron carne y una pechuga de pollo para una parrilla, como almuerzo, y varios “six pack” de cervezas. Con Rubén, mi querido hermano gruñón (no te enojes conmigo), recorrí buena parte del pueblo y lo acompañé a un largo viaje a la hacienda de su jefe, quien lleva un negocio de producción de huevos. Hicimos el viaje de noche, cantando las canciones del viejo Néstor Antonio (nuestro viejo), y sentí (¿sentimos?) que él estaba allí en esas letras de grupos de los 70, canciones tantas veces oídas en Mariara: Miramar, Los Pasteles Verdes, Los Terrícolas, éxitos rancheros y música popular (aquellas de Yeison Jiménez). También hubo espacio para el reguetón, alguna canción reciente de Karol G (“Tusa”) que mi hermano repetía no sé por qué motivos. Griselda me recibió en su casa espaciosa, despejada, con sus desayunos y su amabilidad cristiana, con su entereza y su jovialidad que no decae ni siquiera por la pérdida de sus dos hombres amados, su esposo y nuestro padre. Mis hermanos: hoy los recuerdo y les agradezco que estén allí, con sus formas de ser y su voluntad de cercanía. Cuídense mucho.

Dos fragmentos más de La sed del ojo: “Y el hombre se vuelve estético al situarse frente a un sueño”; “Nadie más podrá mostrar tanto en ese continuo tapar”.

Salimos al frente de la casa, pues, de manera repentina, nos llamaron. Una camioneta que llegó de pronto, ofreciendo gratuitamente unos dos kilos de papa y medio kilo de pescado (dos kilos tomados “al ojo”, con una taza grande como medida; mientras que el pescado lo daban a mano limpia, es decir, con guantes, pero la medida era lo que pudiera caber en la palma cerrada de la mano). Los vecinos se arremolinaron, con algo de torpeza, alrededor del carro. Geraudí y yo tomamos lo que nos dieron y bajamos rápidamente, como dos pequeños animalitos asustados y, por qué no, felices.

La cuarentena, y sus implicaciones de encierro, ameritan reforzar y transformar (adaptar) los actos, los movimientos cotidianos.

Jueves 16 de abril. De los plátanos maduros, negrísimos, a punto de pudrirse, hice unas panquecas para el desayuno. Café negro.

De todas las mujeres de La sed del ojo, la de la página 159 es la que ofrece un más potente realismo y nitidez que nos hace olvidar que se trata de una imagen de hace más de 150 años. La hermosa está recostada en un sofá, mira hacia abajo con la mano derecha caída, cubriendo el ombligo. El cabello, rubio, deja ver un esmerado peinado con una trenza que se pasea por todo el contorno. La otra mano se apoya sutilmente en el mentón. Una hermosísima mujer de ojos claros, con lunar, y un collar de perlas imitadas que anticipan la perfecta caída de los senos, que muestran aureolas de un rosa transparente.

La cuarentena, y sus implicaciones de encierro, ameritan reforzar y transformar (adaptar) los actos, los movimientos cotidianos.

Un fragmento de la sección 33 de La sed del ojo, que se desprende y puede leerse como un relato mínimo y autónomo, poderoso:

Soy una ayudante no más, contestó la señora Ducellier. Mi oficio es colorear. Y, ante mi curiosidad, me guio hasta un cuarto que se comunicaba con el gran local del estudio. Allí había un sofá, varios sillones, una cámara fotográfica parada en un trípode y una mesa de trabajo. Sobre ella había un daguerrotipo. Era una imagen diferente a las demás. Una vulva, para mi sorpresa, llenaba el centro del espacio. En la imagen se veía apenas un fragmento de rostro. Y en él, una boca trazaba una sonrisa que se inclinaba sobre una de las rodillas levantada. Faldas y enaguas, ligeramente amarillas, que una mano soñolienta desplegaba para dejar ver la hendija. No pude evitar sonrojarme. Es el color de sus mejillas, dijo la señora Ducellier, el que hay que dar a ciertas partes de la foto. Al decir esto se quedó mirándose como asustada. Por un instante pensé en las sesiones de hipnotismo. Es necesario, continuó, utilizar ciertos pigmentos. Secarlos muy bien. Mezclarlos con goma arábiga. Luego molerlos hasta obtener este polvo. Lo toqué ante su invitación. Sentí la agradable sutileza. Lograr este grado de suavidad en el polvo, continuó la señora Ducellier, es la condición exigida para colorear las pupilas, las uñas, las mejillas, y estos labios, señor Madeleine. La ayudante de Belloc separó su amplia falda de tafetán para sentarse. Tomó la lupa y un pincel diminuto. Se inclinó sobre el daguerrotipo. Dio golpes delicados sobre el papel. Seguidamente, explicó, si usted lo quiere, echa un poco de té ligeramente azucarado. Y pone la foto al calor de una vela. Pero es mucho mejor la tibieza del aliento. La señora Ducellier entonces, mirándome, sopló sobre el sexo innominado.

La cercanía y los efectos del encierro, como daños colaterales, producen una hipersensibilidad y acciones no muy justas en quienes nos rodean. Afloran, a veces, brotes de evidente xenofobia e intolerancia. Internamente repito: hay males mayores en esta época, hay miles de personas que mueren diariamente, en sus casas, en hospitales, en las calles. Es tiempo de medir mejor los propios actos y emociones. Delimitar los rencores. Verse de otra manera. Hacer de cada acción diaria un pequeño ritual que nos una y nos sane.

Chela Palacios: una de las grandes amigas que me ha regalado Geraudí. Chelita me dio su amistad en aquel luminoso 2010 (cómo pasa el tiempo). La cercanía creció en su cálida casa de Naguanagua, entre sus libros, sus muñecas de trapo (¡Valentina!). A veces (no pocas veces), la noche se extendía entre risas, café y rica comida vegetariana hecha por ella. Había que quedarse, ella nos convidaba a quedarnos. Y permanecía la amabilidad de Chela. Allí recibí la noticia de un premio nacional que hizo posible la publicación de mi primer libro, Andamios (habían transcurrido pocas semanas de la muerte de mi suegro y aún estaban vivos el abrazo y las lágrimas con Geraudí, en ese momento). Allí mismo, un año después, en su casa, con Rubén Darío, presentamos Andamios. Chela hizo de su casa un teatro alternativo para los escritores y artistas de la ciudad, con la amistad como único “cover”. Hoy Chela, generosamente, me envía un hermoso video, que me honra y ruboriza. La presentación, la lectura y la galería de fotos me trasladan a cierta vida tranquila, austera pero tranquila.

Viernes 17 de abril. Geraudí salió ayer a entregar unos libros de la editorial y a recibir un dinero de la venta (día correspondiente a las mujeres, por el “pico y género”). Trajo leche y queso, y unas medicinas que necesitaba la señora Audilia. Geraudí llegó asustada pues, me dijo, vio en plena calle que recogían a una persona fallecida. Esta situación me asusta y me paraliza. Me refugio en los libros, en las lecturas.

Hoy enviamos textos a un concurso promovido por la Alcaldía de Bogotá, una serie de estímulos económicos, tanto para colombianos como para venezolanos con permiso de permanencia. Es una convocatoria para artistas y escritores residentes en Bogotá, y que busca, con el aporte económico, paliar un poco la crisis mientras continúe la cuarentena. Enviamos textos inéditos y requisitos exigidos. Darán los resultados el 4 de mayo. Toca esperar y rezar. Tener esperanzas.

Redescubro en unos libros apilados una vieja edición de Maupassant, unas Páginas selectas. Una edición cosida, amarillenta pero de hojas firmes, impresa en Argentina en 1947. No me había percatado de lo viejo de la edición. Letra grande, decente, legible. Compré este librito en el centro, el año pasado; me parece que costó 1.000 o 2.000 pesos. Regalado. He leído, de corrido, tres cuentos. También rescaté otro libro, La colina de los chopos, de Juan Ramón. También una edición vieja, española.

Néstor Mendoza

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