
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario
El apodo se lo puso Mina, como a la semana de haber empezado el servicio militar. Y a pesar de que a Mina lo trasladaron a otro destacamento, nadie sabe por qué a los dos meses, el apodo lo repitieron hasta la saciedad Lozada, Peláez, Saldarriaga y Paniagua. Pasaron años de ese aquel periodo juntos y después, cada quien hizo su vida por fuera del ejército, tras la investigación y el tiempo recluidos en La Picota. Pero el apodo siguió allí, presente cuando ocasionalmente se encontraban a tomar cerveza y jugar billar, y se propagó entre todos sus conocidos, incluso los que lo tenían conduciendo a esa hora, esquivando como podía los distintos retenes que tenía la policía por la ciudad. A su edad, el apodo le daba igual, incluso le gustaba por lo contradictorio, ya que los que recién lo conocían veían otras cosas en él, se asustaban, guardaban distancia, evitaban comentarios. En últimas el apodo le gustaba porque sí, tenía una fijación por las baladas, desde que acompañaba a su mamá a planchar y a hacer aseo. Allí fue donde aprendió las canciones que a ella le gustaban y las hizo suyas, totalmente suyas, como cuando escuchaba radio sigilosamente en las guardias, descansaba un domingo, tomaba algo en paseos y cantinas, o mientras manejaba.
La voz de Rafael se hace casi imperceptible en su radio. Un policía le pide que se orille y con cara de pocos amigos le dice que espere mientras revisa los papeles del carro.
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La comida no lo llenaba, siempre sentía ligeras punzadas en el estómago; y a pesar de eso, seguía creciendo, ganando torneos.
Desayunaban a toda prisa, ya que el bus que bajaba del barrio lo hacía cada cuarenta minutos y por lo general lleno. Cuando finalmente llegaban a la autopista su mamá se despedía y Gonzalo tomaba el bus que lo llevaba al colegio. Si tenía oportunidad dormía un poco en el trayecto, arrullado por el calor que emanaba dentro del bus y del silencio cómplice de los demás trabajadores que viajaban al norte y de estudiantes que, como él, no sabían en qué pensar a esa hora de la mañana. En el colegio, formaban por grupos, cantaban el himno y escuchaban las palabras que tenía que decir el rector. Nadie le prestaba atención. Después, las clases se sucedían una tras otra, bajo la mirada indiferente de Gonzalo. Al principio, uno que otro profesor lo había molestado por su actitud cada vez más apática, escondida tras unos ojos que ya empezaban a intimidar. Con el paso de los meses, dicha molestia había pasado a ser resignación. Los profesores y Gonzalo tenían claros sus papeles.
En el descanso, aprovechaba para entrenar un poco. Hacía estiramientos en el gimnasio o simplemente golpeaba la pera hasta que sonaba la campana. Mientras lo hacía, ignoraba el hambre que a veces acosaba, o las miradas de reojo, en su mayoría de muchachos que cursaban dos grados más arriba, pero que en altura eran diez centímetros más bajos. Al terminar la otra tanda de clases, Gonzalo esperaba a que abrieran los comedores comunitarios dos cuadras abajo. Allí reclamaba la ración de sopa y seco que le asignaron en bonos por méritos deportivos. La comida no lo llenaba, siempre sentía ligeras punzadas en el estómago; y a pesar de eso, seguía creciendo, ganando torneos, haciéndose más corpulento, tal como le había vaticinado su mamá.
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El policía que le pidió los papeles es un muchacho, no lo distingue, por lo que sólo puede esperar. Al fondo, otros agentes inmovilizan un par de motos, mientras los conductores, desesperados, intentan evitar que llegue la grúa o que al menos les quiten el comparendo. Las discusiones se detienen por un momento en el retén cuando una ambulancia pasa a toda prisa. Fue tal el ruido que generó su paso que algunos vecinos se asoman a mirar por el balcón. Al fondo de una de las casas, se divisa también la vigilia de otra señora de edad. Poco después vuelven las discusiones y los vecinos empiezan a resguardarse. Dentro del carro, la espera se le hace molesta por lo que decide subirle a la radio. Está sonando una canción que le gusta de Rocío Dúrcal, si bien siempre confunde el nombre con otra de ella. La tararea por un rato y ya cuando cree recordar vuelve el oficial, esta vez acompañado. Tampoco conoce al otro policía.
“Buenas, ¿se puede bajar del vehículo?”.
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Después de entrenar en el gimnasio del colegio, Gonzalo comenzaba a caminar. Caminaba hasta cuando perdía la cuenta de las cuadras, hasta que la suciedad de las aceras y el ruido de las calles se transformaba en un paisaje de parques bien podados, llenos de gente que jugaba ultimate, ojeaba libros bajo un árbol o paseaba sus perros, un paisaje de cuadras con conjuntos residenciales que escasamente dejaban escapar algún sonido a esa hora de la tarde. Ya en la portería seguía un ritual harto conocido: preguntaba por el apartamento 403, sí el del Doctor Britto, tras unos minutos contestaba alguien al otro lado del citófono, seguramente su mamá, intercambiaban palabras los dos, el celador colgaba y lo miraba de arriba a abajo, finalmente le pedía el documento para constatar que sí era menor de edad y lo dejaba pasar. Dentro del conjunto, Gonzalo recorría la plazoleta, siempre vacía a esa hora, y subía hasta el apartamento donde trabajaba su mamá desde que tenía memoria. Abrían la puerta, lo dejaban pasar…
El día de hoy ella ha estado planchando la ropa, y sólo le resta terminar los blazers del “niño Alejandro”. A pesar de que es un año mayor que Gonzalo, ella le sigue anteponiendo el apelativo de niño, tal como hace con los Doña y Doctor de sus patrones, cada vez que los menciona mientras arregla la casa. Habla de ellos como si se tratara de familiares, sobre todo de aquél, del niño que conoce de toda la vida. El niño Alejandro que de niño no tiene nada, su risa burlona y sus pensamientos ya sugieren otras cosas. El niño Alejandro que ya no juega con Gonzalo cuando llega del colegio, apenas le habla. El niño Alejandro que acaba de llegar del Gimnasio Moderno, y que esta vez viene acompañado. El niño Alejandro que deja las cosas en el cuarto y le sube el volumen a su equipo de sonido, opacando la voz de Roberto Carlos en el cuarto de servicio.
Al poco tiempo escucha la voz del niño. Gonzalo suspira, sabe para qué lo llaman.
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Sólo quiere hacer el encargo, está cansado, quiere irse a la cama, ver televisión un rato, escuchar alguna balada en la radio y dormir.
No está nervioso, sabe que este tipo de cosas pasan, más cuando revisan sus antecedentes. Pero desde que pusieron la ley seca, los policías se han vuelto más quisquillosos, liberan las preocupaciones y lo que sea que ronde por sus cabezas en estos retenes extraños; retenes donde cada quien se mira de reojo y guardan distancia mientras discuten o dan explicaciones como en su caso. No está nervioso, pero comienza a estarlo porque aquel policía, el joven que lo paró minutos antes, actúa de forma cada vez más errática, mientras sus compañeros solo hacen las preguntas de siempre y escasamente lo miran. Sigue los movimientos de aquel muchacho por el carro, trata de descifrar los gestos detrás del tapabocas, su postura altiva mientras espía con una linterna los puestos de atrás. Finalmente empieza a entender por qué teme.
No le gusta esa actitud porque conoce lo que insinúa: el peligro, una sensación que empieza a trepar de a poco por su espalda. Siente calor pese a que la noche está fresca, su garganta le empieza a molestar, siente ganas de toser, sonidos quieren escapar de su pecho. Recuerda cosas que no le gusta recrear: vigilias en el monte previo al desastre de una emboscada, el gancho al hígado que lo mandó a urgencias en los juegos nacionales, los instantes previos al veredicto en los juzgados de Paloquemao, voces que lo llaman con insistencia mientras Juan Gabriel canta “Hasta que te conocí”.
De modo que empieza a sondear a los otros policías, con la esperanza de no tener que recurrir al celular y después tener que dar explicaciones el resto de la noche, o que pase algo peor esta vez. Sólo quiere hacer el encargo, está cansado, quiere irse a la cama, ver televisión un rato, escuchar alguna balada en la radio y dormir. Sondea entre las personas que lo acompañan a esta hora, buscando una escapatoria, y finalmente allí, al final del retén, halla la anhelada respuesta en la carcajada de un agente de tránsito. Sí, a ese sí lo distingue. Por primera vez, las dimensiones de su cuerpo vuelven a cobrar la importancia de siempre, al igual que su mirada, e interrumpe las preguntas de los policías.
“Dígale a Saúl, el de tránsito del fondo, sí, ese de allí, que llevo un encargo de Macías”.
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Cada vez que lo llaman al cuarto encuentra algo nuevo: una guitarra eléctrica con su amplificador, el afiche de algún cantante que no distingue, raquetas, modelos a escala de carros de Fórmula Uno, un amigo nuevo. Lo único que sigue en el mismo lugar, o al menos, cada vez que lo llaman, es el saco de boxeo. Lo invitan a pasar, lo miran de reojo, le piden que se ponga los guantes y haga un par de repeticiones. Después lo vuelven a mirar de reojo y le quitan los guantes, prueban ellos lo que vieron, pero se cansan rápido, dejan los guantes en la cama y empiezan a hablar como si no existiera. Gonzalo detesta estar ahí, al menos desde que Alejandro cambió del todo al empezar octavo, cuando la diferencia de altura entre los dos se hizo tan notoria y aquél siguió siendo el niño de la casa. Dejaron de jugar PlayStation, ver televisión, hablarse, y los momentos que compartían se redujeron a la merienda que les servía su mamá y a estos caprichos del boxeo. Sabía que lo odiaban, que le temían, como tantos otros, pero a esa hora Gonzalo estaba cansado para eso y sólo deseaba que su mamá terminara pronto de arreglar la casa. De modo que en esas ocasiones esperaba un rato prudencial en la entrada del cuarto y se marchaba.
Sin embargo, cuando está a punto de salir Alejandro lo vuelve a llamar. Su semblante esta vez es distinto, se trata de una mirada burlona, desafiante. Gonzalo siente una picazón en la espalda momentos antes de que le pregunten si trajo sus guantes.
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Después de quedar un poco sorprendidos por lo que acaban de escuchar, uno de los agentes va a buscar a Saúl. El policía más joven deja de juguetear con la linterna que llevaba y dirige su mirada hacia el final del retén. Allí, el policía y el agente de tránsito intercambian palabras que no alcanzan a escuchar, hasta que éste finalmente levanta una mano, saludándolo. Termina de colocar el comparendo que estaba redactando, informa algo por el intercomunicador y se dirige hacia donde están ellos.
Con los minutos los golpes se vuelven cada vez más frenéticos, sin ningún patrón claro, un intento desesperado por abatir a alguien que ya no entendía en sus dimensiones.
Saúl se acomoda el tapabocas al llegar y carraspea un poco al saludarlo. Como tantos, no recuerda su nombre así que lo llama por el apodo. Mientras revisa nuevamente los papeles del carro, de forma más protocolaria que los agentes, le pregunta por sus amigos, por la ferretería de Saldarriaga y por la salud de Lozada. Gonzalo le responde lo primero que se le viene a la cabeza, que la situación se complicó un poco desde la semana pasada y que Lozada no saca ni a pasear el perro, si bien sigue fumando como si no hubiera un mañana. “Tal vez no lo haya…”. Saúl responde con una de sus carcajadas características y después de hacer eso le entrega el pase y la cédula. Los demás policías, incluso el joven, guardan distancia desde que empezaron a conversar.
“Todo en orden, hermano. Me saluda a Macías”.
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Con los guantes ya puestos, Gonzalo mira con detenimiento a Alejandro, a la continuidad de esos ojos desafiantes, soportados por ese cuerpo infantil, en aquella postura tan falta de técnica. Tras la orden de inicio, dada por el que ahora hace de juez y único espectador, Alejandro se abalanza con una serie de golpes iniciales. Gonzalo entiende la situación inmediatamente y sólo se dedica a recibir los roces, a rodearlo, incluso comienza a imaginar que todo esto se trata de un ejercicio tonto, de un pequeño estiramiento de las piernas, hasta que el niño se canse de jugar y lo dejen ir. Pero Alejandro, aunque agitado, con pequeñas perlas de sudor en la frente, sigue intentando, tratando de aplicar como puede lo que ha visto en tantas peleas por televisión y lo que memorizaba de reojo cuando ponían a Gonzalo a abanicar golpes en el saco.
Alejandro escucha los llamados a hacer algo de su nuevo amigo, su tono burlón, por lo que sabe que no puede parar. Y con los minutos los golpes se vuelven cada vez más frenéticos, sin ningún patrón claro, un intento desesperado por abatir a alguien que ya no entendía en sus dimensiones, en la evidente masculinidad de su porte y el contraste con lo que él representaba. Entonces los intentos de golpes comienzan a ser acompañados de insultos, provocaciones, verdades que Gonzalo no quería escuchar; no ahora, cuando faltaba tan poco.
Cansado de este juego, derriba al niño de un golpe.
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Empieza a lloviznar un poco por la variante que tomó, lo cual compagina con la balada de Camilo Sesto que está sonando en la radio. Orilla el carro y espera un momento dentro del mismo. Más que previsiones son manías lo que lo atan a la silla, lo que lo tienen mirando por los espejos, como si a esa hora, y bajo las circunstancias actuales, pasara alguien por allí. Sabe que no es así.
Finalmente, le sube un poco a la radio y baja del carro mientras tararea el inicio de “Cisne cuello negro”. Abrir el baúl del carro con los guantes le sigue pareciendo engorroso, más cuando comienza a sacar el cuerpo, pero Gonzalo ahora sí que está cansado, como si no hubiera dormido en muchos años, desde que estuvo pagando la condena con los de su brigada, de guardia en algún recodo de La Macarena, dentro de un bus hacia la casa, o cuando el Doctor Britto despidió a su mamá tras suceder lo del golpe. Ya acomodado el encargo de Macías en una orilla de la vía, apenas lo determina, no lo conoce. Sólo se limita a colocarle los elementos que faltan: el par de guantes, el tapabocas sucio y los garabatos del cartel que dice que es un desplazado del Catatumbo.
Termina de lloviznar cuando no ve el cuerpo por el espejo retrovisor.
Minutos después, un nuevo retén de la policía lo detiene. Al lado, detrás de su carro, comienza a formarse una hilera, con conductores similares a él, con guantes y tapabocas que apenas permiten distinguir sus expresiones y mucho menos imaginar lo que están pensando allí detenidos. Finalmente los dejan pasar y casi a las 11 Gonzalo consigue llegar a su casa. Avisa por celular que todo está en orden, calienta el almuerzo que preparó deprisa antes que lo llamaran, y se sienta en una butaca de su cuarto. Son las 11 y media. Apaga el televisor cuando empieza la última emisión del noticiero.
Gonzalo enciende la radio, le gusta lo que suena. Dyango está gritando desconsolado en la parte final de “Por ese hombre”.