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Réquiem

martes 29 de mayo de 2018
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Camilo Torres

Exilios y otros desarraigos. 22 años de LetraliaExilios y otros desarraigos. 22 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2018 con motivo de arribar a sus 22 años.
Lee el libro completo aquí

A Guillermo y Camilo

Algunas cosas no cambian. El tiempo se encarga de lo demás. La carne se pudre, los metales se oxidan y los recuerdos se desvanecen, bien lo sé yo. Lo importante es que sucede de forma lenta o de golpe, cada quien escoge, y por eso no me resulta extraño que ya desaparecieran la mayoría de las cosas que he visto y palpado en todos estos años sin sentido. Se esfumaron. Las confundo en mi memoria y las de otros que ya partieron en mis sueños recurrentes.

Pero, es curioso, este sendero que recorro en cambio no lo ha hecho. Sí, esfumarse, ser tragado por el óxido o la maleza que pareciera ser indiferente a todo y a todos. Está igualito y eso me tranquiliza, me agrada comprobarlo ahora que vuelvo… Es cierto que hay más gente cerca. Es cierto que los sonidos que se ocultan en la oscuridad o dentro de la manigua ya no me asustan como antes…. Mientras camino, yo sólo percibo la humedad de este lugar, siento el barro insinuarse por mis botas, escucho el llamado rutinario de las cigarras. Adelante, allá al fondo, invadido de hojarasca, está el lugar donde me citaron ellos. Me parece un sueño estar ahí. Es un sueño después de todo. No me canso de repetirlo, me agrada haber vuelto…

La vida que cuenta con elocuencia el cura, la mía, presentan un ritmo lento, que tal vez no invita a lo exuberante o a las grandes historias de la humanidad.

Dejo la mula pastando cerca de la cañada y me aproximo. Los dos hombres están sentados al lado de un claro. Minutos antes no habría podido escucharlos por tantos sonidos que se entrelazan. Ahora que me acerco, reconozco sus carcajadas y voces. Hablan pausadamente, como compañeros de mucho tiempo. Como es apenas natural, siento envidia, y lo hago por aquella fraternidad, ya que mis amigos de la vereda, los otros que conocí cuando hui a la ciudad, todos, ya se fueron. Mientras me acerco trato de hacer el menor ruido posible pero no lo consigo. Lo confieso, me da pena interrumpirlos. Sin embargo, no se sorprenden al verme llegar. A la larga fueron ellos los que me citaron y mientras yo aparecía, se habían dedicado a hacer lo que más les gustaba: hablar sobre lo que sueñan, como si aquellos sueños no fueran más que historias trajinadas. Y es que las veces que había estado, no tantas como hubiera deseado, muchas mientras soñaba, los dos seguían las mismas rutinas. Uno de ellos, el campesino, acostumbraba hablar sobre su niñez en Bogotá, los viajes desde pequeño a Europa, las ocasiones cuando acompañaba a su padre en el consultorio. Allí, siendo campesino, tenía que serlo, jugaba a ser médico, escuchando lo que los niños enfermos tenían que decir. Escuchar y servir, como él reitera cada vez que puede, se le facilita.

Y eso siempre me resultaba extraño porque al ver su rostro o la aridez de sus manos me costaba relacionar aquellos caracteres con los de sus palabras. Con el cura también había contradicciones, pero las pasaba por alto, prefería escucharlo. De pronto porque es más tímido. Creo que se avergüenza de lo que ha vivido y no me gusta que piense así, pero me da miedo intervenir y que se pierda el hilo de la conversación. También puede ser que me simpatice porque ambos somos del campo, así sus facciones delicadas digan lo contrario, o en mi caso me haya escondido, avergonzado, entre libros y poemas insulsos al crecer. Y es que siempre que lo escucho recreo su niñez, la vida allá en el altiplano, lejos de estos montes lluviosos donde estamos ahora los tres. A continuación, como cuentas de un rosario profano enumero sus jornadas de trabajo: cultivando la papa y el maíz de los demás, arreando y ordeñando el ganado de otros. La vida que cuenta con elocuencia el cura, la mía, presentan un ritmo lento, que tal vez no invita a lo exuberante o a las grandes historias de la humanidad, como tal vez sí suceda con los sueños del otro. Entonces, en medio de la recreación del cura, yo quisiera participar, hablarles de la ciénaga donde crecí, pasando estas lomas. Quisiera relatarles aquellos amaneceres infinitos mientras extendía la atarraya de mi papá y mis tíos; antes de leer, de creerme mejor cosa y huir por razones que creía distintas a las de los demás. Sin embargo, callo como las veces anteriores. Me gusta más escuchar. Para narrar historias que a nadie interesan se necesita un don, el cual ciertamente nunca pude perfeccionar.

El campesino retoma la conversación sobre sus sueños. Siempre lo hace con respeto, aunque su voz gruesa y pausada lo absorbe todo. Me absorbe, me confunde a veces. Hoy soñó sobre el momento cuando sintió el llamado, bajo el amparo de dos franceses persuasivos. Antes de ese suceso soñó con su vida previa, con sus cocteles, las noches de gala y los viajes a descansar lejos de Bogotá. Ya lo había contado alguna vez que estuve. El caso es que eran sueños donde creía ver la amistad en sus compañeros de fiestas y locuras, sueños donde el amor aparecía en las miradas sutiles o los comentarios ingenuos, sueños con personas que ahora delinean sombras. Era querido. Sin embargo, hoy soñó, recordó, lo que sea, sobre el cómo se sentía alienado en esos lugares luminosos, sueños donde sintió que aquel confort y sosiego heredado no eran su verdadera esencia y su paz interior no se hallaba en el frenetismo de la juventud, sino en la entrega y el recogimiento que demandaba la espiritualidad. El sueño trató entonces de los curas franceses, de su invitación y de la decisión que meditó un tiempo, inmerso en la vastedad de sus llanos queridos. El campesino suspira, prosigue. Cuando lo escuché antes, cuando lo escucho ahora, sé que en lo profundo de su ser se agitan recuerdos tempestuosos. Me atrevo a imaginar en ellos la resistencia obstinada de sus padres por la decisión repentina o la consternación en sus amigos al sentirlo cómo retrograda. Finalmente, el campesino calla tras soltar otros detalles de ese sueño confuso. Ni el cura ni yo nos atrevemos a hablar por un tiempo.

Las cigarras empiezan un coro sencillo. Parece que llueve hoy, así como lo ha hecho toda la semana. Pero el agua es más una bendición que castigo para nosotros y supongo que eso anima al cura. Nos habla por primera vez, por lo menos para mí, acerca de su adolescencia y de su primer viaje a la capital. Antes de eso, para él la palabra progreso equivalía a ver el paso del tren por la sabana distante o escuchar los sonidos atrapados en el único teléfono de su vereda. El campesino soñó hoy con aquel primer viaje, con el tío que acompañó montado en un burro, contemplando aquella planicie larga, rodeada de robledales, lagunas, canteras y cultivos. De boca mía y del campesino, él ya sabe que gran parte de eso que soñó se perdió hace mucho tiempo; que el cemento y el ladrillo siempre son más fuertes y que olvidar es muy fácil. Pero parece no importarle. Nos cuenta de su entrada a la capital, del miedo al ver tanta gente reunida, de su envidia por las casonas o la solidaridad tras ver rostros iguales al suyo, deambulando con sus pequeñas miserias y temores. Pero al poco tiempo, su mirada vuelve a perderse en el infinito y el que nos habla es el cura tímido de veces anteriores. En una tonalidad fantasmal nos cuenta que también soñó con el fuego que devoró la capital y las protestas por el caudillo muerto. Al oírlo, reconozco otra voz lejana, en frecuencias moduladas, la cual nos habla desde muy lejos. “Si avanzo, seguidme. Si me detengo, empujadme. Si os traiciono, matadme. Si muero, vengadme”.

Puede que la ciudad estuviera ardiendo como en el sueño del cura, pero en él, el seminarista, lo cual me confunde más al ver su rostro, lo único que se consumía eran sus deseos ocultos y banalidades de adolescente.

Al poco tiempo aquel hombre deja de sonar en mi cabeza y vuelvo a este claro… En esa ciudad extraña, mi amigo, me gusta llamarlo así, experimentó la frustración de la gente. Sintió miedo, y más aún cuando su tío marchó con aquellos hombres y tras horas, días de soledad y angustia, aquél no volvió; un desaparecido más de aquellos instantes sin sentido. Entonces pienso en aquella época, cuando la noticia empezó a regarse por la ciénaga donde crecí. Allí, todas las novedades llegaban distendidas, frías como la capital. Pero en cambio, esta llegó a nuestros oídos casi fresca, con el fuego avivado por la rabia y la desazón de comienzos de abril. “Queremos ser cerebros iluminados y ardidos por el fuego de nuestro corazón”. Resuena esa voz por última vez. Respiro… Sí, se fue, descansa con los demás… Vuelvo al pasado. Recuerdo que por unos breves momentos nuestra región pareció distinta. Vino una nueva lucha y no nos importaba mientras ésta tuviera un ganador justo. Como era de esperar aquella vez se fueron muchos a clamar justicia y como siempre, ninguno volvió… Mejor escucho, regreso a este claro en el monte y a la conversación entre los dos viejos conocidos.

El cura ha vuelto a callar. Terminó de contar su sueño al decir que un conocido del pueblo lo ayudó a regresar con sus papás. Atrás quedaron las imágenes de pesadilla; los restos calcinados de aquella ciudad, los cuerpos apiñados y sin dolientes. El silencio, incómodo acompañante, hace su aparición. Por fortuna el campesino interviene y recuerda el sueño de hace dos días, en una situación similar a la que acabamos de escuchar. Nos confiesa que sentía cerca la presencia de ese infierno narrado pero su mente estaba en otro plano, entregado a otros menesteres. Puede que la ciudad estuviera ardiendo como en el sueño del cura, pero en él, el seminarista, lo cual me confunde más al ver su rostro, lo único que se consumía eran sus deseos ocultos y banalidades de adolescente. Por ende, cuando en su sueño la noticia finalmente llegó a los oídos del cura, aquél sintió temor como los otros pero, resignado, esperó que aquella locura menguara.

Ay, bendita locura. Ninguno de nosotros lo admite, pero la locura es un estado natural, algo que es necesario para el equilibrio de la vida. A final de cuentas, ¿que será eso? Sí, la vida… Por suerte, el campesino difuso que nos habla prosigue con sus sueños. Nos habla de la transformación que experimentó al descender del pedestal en que vivía. Conoció nuestro drama, sopesó que los males de esta sociedad, los de todas, se deben a que hay mucho amor por los bienes y no por el prójimo… Lindas palabras, supongo, pero cuando se vive lo que hemos vivido francamente lo único que se desea es tranquilidad. A pesar de eso, lo escucho hablar sobre sus sueños mesiánicos, los de la vocación por los pobres y la inmersión en aquella realidad tan cruda pero que le resultó fascinante. En definitiva, sueños de esperanza en los cuales su rostro cambia cuando nos dice enérgico que aún la hay. El cura también me resulta difuso con su escepticismo creciente. Y es que no le rebate nada a su compañero, lo deja hablar sobre sus sueños de campesino-sociólogo, de sus fantasías con encontrar alternativas para tanta injusticia desde la caridad cristiana y la academia.

Libre de nuestros reparos sus ensoñaciones entonces cruzan el océano, llegan al frío y la nostalgia de Europa. Nos habla de reuniones con colegas y estudiantes hasta la madrugada, de la compañía de su enérgica madre, o de los viajes en carro y tren por aquellos sitios luminosos y civilizados. Siempre sucede lo mismo, ya los conozco lo suficiente. Al cura siempre le brillan los ojos al escuchar sobre aquellos lugares, como si sintieran nostalgia sus ojos indígenas.

Más historias de reuniones, charlas, seminarios, viajes… Realmente lo único que retengo son sus anécdotas en aquellas comunas. Habla de ese París que no sé cómo pudo conocer siendo un campesino, al igual que la Lovaina que parece extrañar por épocas. En los linderos de ese París lejano es donde repartió alimentos, compartió ideas, escondió armas y promesas de otras luchas. Allí fue que conoció una mujer que lo sigue cautivando en esta selva. Allí fue que supo que se avecinaban grandes cambios para las naciones, que el futuro del mundo era más complejo que decir rojo o blanco, ondear banderas con estrellas o martillos, lanzar consignas o votar bien.

El campesino sigue hablando, preso del frenesí de sus sueños-recuerdos. Cuando su tiempo acabó y regresó, su Bogotá era distinta en algunas cosas: había más gente, ruido, viviendas. Sin embargo, era la misma ciudad triste en cosas que él ya presentía, como su pobreza y las viejas heridas abriéndose una y otra vez como en un estigma. Volvió entonces, pero se sentía distinto, más crítico con su formación previa, deseoso de pasar de las palabras a la acción. Por tal motivo empezó a aconsejar estudiantes en la universidad a donde llegó, visitó barrios populares, asumió retos académicos. Como era de esperar, su forma de ser, siempre a mitad de camino entre lo excéntrico y lo común, le granjeó burlas y admiraciones. A mí me pasa igual: unas veces me causa gracia su inocencia al hablar, en otras admiro la fuerza de sus convicciones. Me recuerda a mi padre, aquel del que casi no hablo, del que no tengo de que hablar. Fue uno de los que marcharon a protestar tras la muerte de Gaitán y no volvió…

Era resistido por su iglesia amada, por los reaccionarios y los burócratas. En todos los ámbitos en que participaba, trataba de encajar porque lo suyo era conciliar.

Pero también pienso en mi mamá, en cómo el mundo se empezó a derrumbar desde el día que insinuaron que mi papá no volvería. Y es curioso, le pasó también al cura, nos lo contó hace un tiempo. A su padre también se lo llevaron en una marcha, salvo que ellos pudieron reclamar lo que quedó del cuerpo. Aquella ocasión nos habló de ese resto maltrecho y los llantos desgarradores de su madre. Pero a diferencia mía lo hizo sin ninguna contemplación, seguro endurecido por todo lo que vino después. Después no dijo más de sus últimos años en el pueblo. No era necesario. Imaginé aquella rutina tan disímil para su vocación: cultivar, arrear, sudar, dormir y comer mal. Lo imagino en la arrogante belleza del campo y me pregunto si ellos no verán lo que contemplo. Con ellos me refiero a los que solamente han visto en mi hogar la quina, el oro, el petróleo y la coca. Distintos tiempos, mismas urgencias; llegan con su hambre y lo devoran todo, incluyéndonos. Entonces los que resisten, porque yo ya me declaro derrotado al igual que el cura y el campesino, viven como pueden, como lo han hecho siempre desde que a punta de machete y azadón levantaron estos campos de mierda… Pero, por fin el campesino va a llegar a la parte que no le he escuchado de sus sueños. Va a responder la pregunta que siempre me he hecho con él… ¿Por qué?

En aquellos sueños él estaba cansado de bracear en reuniones eternas y discursos prolongados en recintos improvisados. La corriente de las circunstancias era muy fuerte y se sentía cada vez más arrastrado por la inercia de la gente, las apariencias, la falta de convicción y de ideas. Era resistido por su iglesia amada, por los reaccionarios y los burócratas. En todos los ámbitos en que participaba, trataba de encajar porque lo suyo era conciliar. Pero ese era el problema, creo que ahora lo entiende. Se es blanco o negro. Los grises nunca se definen, no los recuerda nadie, y ese era su drama en esos tiempos.

Los años seguían pasando, se hacía viejo, y se sentía cada vez más relegado, impotente en un mundo que parecía moverse a una velocidad distinta. Y lo entiendo, el cura también, su nostalgia cada vez más evidente lo delata. El campesino empezó a sopesar entonces sus ideas. Veía con claridad los grandes problemas ya que recorrió el país todo lo que pudo, en comisiones, jornadas de trabajo y reuniones. Entendía las posibles alternativas después de años de conversar con todo el espectro que es esta sociedad frenética. Escogió finalmente un camino. No fue de la noche a la mañana, sino que se trató de algo gradual; la acumulación de muchas decisiones, sinsabores y luchas en su interior. El campesino nunca cuestionó su fe, sino la forma como la profesaba. Nunca cuestionó sus ideas, sino la forma como las defendía. Nunca dejó de soñar, sino el medio como lo conseguía. De esa forma, en sus sueños confusos dejó de ser profesor universitario, capellán amigable, dominico común, burócrata terco, columnista ocasional, orador perspicaz, manifestante… Se convirtió en algo que yo no sabía hasta ahora.

Pero le llegó la hora de hablar a este cura tan atípico. Afirma que a él también le tocó escoger y al decirlo no se lo cree ni él mismo. Tenía para decidir entre la pobreza que había vivido siempre o probar otras vías. En aquella aparente tranquilidad de su hogar, escuchaba historias de grupos de campesinos que se armaban y adquirían la forma de bandoleros, imitaciones burdas de unos combatientes que no tenían cabida. Así le vendió la idea un primo que llevaba tiempo en el ejército, con una suerte difusa pero que prometía más que el altiplano de papas y cebollas donde vivía. El cura pasó a ser soldado. Allí conoció una disciplina que le resultó fácil porque su vida siempre había sido la rutina. En barracas profundizó en el conocimiento de la gente: el déspota con ansias de poder, el compañero leal, el soñador que rápidamente se vuelve escéptico, el amargo que decide perderse en ensoñaciones como nosotros aquí. Gracias a esa elección conoció más de lo que se hubiera imaginado como cura. Divisó las llanuras inmensas del oriente, los cafetales ocultos entre bosques viejos, las sabanas de la costa y, por último, esta jungla de lluvias constantes donde nos encontramos todos.

Así llegaron a Bucaramanga. Ciudad somnolienta, incapaz de entender todavía lo que se gestaba en sus laderas boscosas y carreteras empobrecidas. El campesino llegó clandestinamente, al amparo de intermediarios, preso de una ansiedad que no experimentaba desde su juventud. El cura-soldado arribó como una carga más, el diente de un gran engranaje, acatando órdenes de sus superiores y temeroso de lo que podía avecinarse. Por aquí cerca, porque todo lo es para el que mide distancias con chicote y pasos de mula, el campesino-militante conoció frente a frente lo que él consideraba la última lucha, la cruzada que habría de despertar a la gente. Se entrenó ideológicamente, robusteció su cuerpo, padeció a plenitud los rigores como buen mártir. El cura-soldado solamente marchó; siempre al occidente, cada vez más inmerso en esta selva que aparenta hostilidad para el que no la conoce.

No me da pena admitir que yo estoy entre los que no le temen a este lugar. Le temo más al hombre, a mí mismo. Supongo que es por eso que sentí escalofríos cuando me encontré primero con el grupo donde venía el cura-soldado. Sí, la memoria no me falla aún mientras estos dos terminan de hablar. En cambio, sus rostros y nombres se me hacen terriblemente nítidos.

Lo del cura fue más literario, como si su destino final hubiera obedecido a un estrato superior, curiosa ironía de esta sociedad.

Yo cortaba leña. El cura, al que ahora distingo en mis recuerdos, escuchaba atento a su superior mientras fumaba una llamativa pipa y disimulaba las generosas picaduras de insecto que tenía por el cuerpo. De todo ese grupo, el cura era el foráneo y, por más que se esforzaba, para alguien como yo era claro que aquel hombre sufría la necesidad de trascender como diera lugar. A diferencia de momentos previos, en mis recuerdos lo contemplo en todo su esplendor derruido.

Sí, recuerdo. Recuerdo que aquel grupo de hombres camuflados desapareció como los fantasmas que eran y los olvidé. Horas después fue que apareció el contingente con el campesino que nos habló de sus sueños en el Bogotazo. Venían en tres grupos separados, acechando algo que no tenían claro, conscientes de que era un juego extraño donde ellos eran cazadores y carnazas. El campesino-soldado fue el único que me recibió guarapo. Los demás estaban asustados, deseosos de salir de un lugar que no auguraba nada bueno. No los culpo, yo también sentía a la muerte rondando por entre las ramas, husmeando las pisadas que se formaban por la trocha.

Y me preguntaron por este lugar donde hablamos ahora los tres: Patio Cemento. Y me preguntaron si no había visto a nadie rondando por estos lares. Fiel a la neutralidad que impone el miedo, no apunté hacia ningún lado. A veces las cosas tienen que pasar así no se deseen y el curso de los acontecimientos opera de la misma forma que aquella cañada que sentimos al fondo… Empieza como un hilo pequeño y después se transforma en un flujo uniforme y extenso, superior a todo lo que podamos dimensionar…

En ese flujo fue que el grupo de mi amigo el campesino fue abatido de forma fulminante unos metros más adelante. Sí, a la sombra de ese guayacán cayó su cuerpo destrozado por las balas. Lo del cura fue más literario, como si su destino final hubiera obedecido a un estrato superior, curiosa ironía de esta sociedad. Al amparo de la manigua empuñó un arma provisional y disparó ansioso sobre aquel grupo enemigo que emboscaron. Corrió al encuentro de su bautizo revolucionario y encontró la muerte común del combatiente. Con dos disparos y recostado sobre el cuerpo de uno de sus compañeros, su corazón fue perdiendo la sangre y, con ésta, los versos de canciones revolucionarias, las homilías de su pasado, los chistes de sus amigos de tantos años.

Pero ahora sí quiero hablar; después de todo, llevan mucho tiempo esperándome, tal vez cansados de repetirse entre ellos la espiral de decisiones que llevaron a un cura ilustre y a un campesino humilde a morir en este lugar refundido. Quisiera contarle a Camilo que su muerte sirvió para muchas cosas, buenas y malas como suele suceder. Fue material de propaganda para más luchas idiotas, inspiración de canciones, motivo de arengas e ilusiones. A Guillermo quisiera contarle que fue llorado muy poco y olvidado como una cifra más.

Mucho y poco han cambiado las cosas. Hay pobres y ricos, injusticias, dolor, milagros, desapariciones de personas, apariciones de vírgenes, desplazamientos forzados, aplazamientos de reformas. He amado, odiado, soñado, envidiado, aprendido cosas nuevas pese a mi escepticismo. Hui de la pobreza, la violencia, de mí mismo. Y sí, les diría que me cansé de huir en la ciénaga de mi niñez, de estos montes donde los ofrecí a la muerte sin querer, de la ciudad que me escupió apenas pudo… Porque… Es cierto, llegó la hora de estar con ellos y acompañarlos…

Y algo no está bien, como si no tuviera el descanso que anhelaba al cerrar los ojos y soñar. Guillermo quiere hablar de la Vuelta a Colombia que pasó por Villapinzón, mientras Camilo recordó unos versos de Séneca… No está el silencio que esperaba, ni modo. Mejor los escucho ya que tiempo hay mucho. A nuestro alrededor, las cigarras cesan su canto y abrazan las primeras gotas del día.

Germán David Patarroyo
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